Océano Alberto Vázquez-Figueroa Esta sugestiva novela se enmarca en la tierra árida y fascinante de Lanzarote. La familia Perdomo se dedica desde siempre a la pesca siendo el océano casi su hábitat natural. Pero su rutinaria vida se verá sacudida por su hija Yaiza. Esta hija menor, poseedora de un don sobrenatural para «aplacar las bestias, aliviar a los enfermos y agradar a los muertos», será el causante de una tragedia que cambiará la vida para siempre de la familia. Alberto Vázquez-Figueroa Océano Cuentan que la única mujer nacida en Isla de Lobos fue Margarita la hija del farero, ya que a los pocos aсos de venir al mundo el faro se automatizó y nadie más vivió permanentemente en aquel diminuto peсasco que se alza, como un vigía, entre las islas de Fuerteventura y Lanzarote, en el archipiélago canario, frente a las costas del desierto africano. Cuentan también que Margarita fue llevada a bautizar a Corralejo a bordo del «Isla de Lobos», una goleta que acababa de construir con sus propias manos el viejo patrón Ezequiel Perdomo, más conocido por Ezequiel «Maradentro», que quiso celebrar la botadura de su nueva embarcación apadrinando a la hija de su amigo, aquel farero que en las noches oscuras le hacía guiсos de luz en la distancia, marcándole el camino de regreso a casa. Los Perdomo, o «Maradentro» habían habitado, desde que se tenía memoria, en el minúsculo puertecillo lanzaroteсo de Playa Blanca, situado exactamente frente a la torre del faro de Isla de Lobos, y tenían fama de ser, por tradición, los mejores y más arriesgados pescadores de aquellas aguas. Y cuentan por último que, debido a una notable coincidencia, la tragedia que cambió la vida de los «Maradentro» se inició exactamente la misma semana en que, muy lejos de Playa Blanca, fallecía — también trágicamente— la niсa que habían llevado a bautizar en su goleta, tantísimo tiempo atrás. En efecto, mi madre, Margarita Rial, murió muy joven, la maсana de San Pedro del aсo cuarenta y nueve, cuatro días después de que, a la luz de las fogatas de San Juan, tres seсoritos llegados de la ciudad, vieran por primera vez a Yaiza Perdomo, la menor de la estirpe «Maradentro». Y habían venido a verla a Playa Blanca, porque hasta la capital de la isla, e incluso hasta las islas vecinas, alcanzaba la fama de Yaiza, hija de Abel, nieta de Ezequiel, y hermana de Asdrúbal y Sebastián Perdomo, que pese a pertenecer a una familia de pescadores curtidos por mil soles y horas de mar, asombraba por la delicada belleza de su rostro dominado por unos rasgados ojos verdes, la frágil pero rotunda madurez de su cuerpo de mujer-niсa, y el indescriptible misterio que rodeaba de continuo su persona, pues se aseguraba que Yaiza «Maradentro» tenía el «Don de aplacar a las bestias, atraer a los peces, aliviar a los enfermos, y agradar a los muertos». Nada de esto último advirtieron sin embargo los forasteros de la Fiesta de San Juan, deslumbrados desde el primer momento por la gracia con que Yaiza reía, la eterna luz que brillaba en sus ojos, la esbeltez de su majestuoso pecho, y la contenida e involuntaria sensualidad que se adivinaba en cada uno de sus gestos, enardecidos como estaban por el alcohol y por el hecho de que ni una sola vez hubiera aceptado bailar con ellos, dirigirles la palabra, o dedicarles una simple mirada. Ocurrió al final de la fiesta, cuando, de regreso a casa la acecharon al borde del oscuro camino tratando de obtener a la fuerza mucho más de cuanto no habían podido conseguir con halagos, ignorantes como extraсos al pueblo que eran, de que uno de sus hermanos se cercioraba siempre, desde el recodo del sendero, de que nadie molestara a Yaiza hasta que penetraba en el patio de la casa. Y fue Asdrúbal, el menor, el que los vio esa noche; el que gritó sin que los que aún cantaban junto al rescoldo de la hoguera alcanzaran a oírle; el que se abalanzó decidido sobre los agresores, y el que, en el ardor de la contienda, arrebató a uno de los forasteros un cuchillo, y de un mal golpe lo mató en el acto. Fue Asdrúbal, que acababa de cumplir veintidós aсos. El difunto era aún más joven. Y era hijo único de don Matías Quintero, seсor de los viсedos de Mozaga y el terrateniente más influyente de la isla en aquel tiempo, ya que al poderío que le proporcionaban sus viсas y sus tierras, unía una indiscutible ascendencia política conquistada en los campos de batalla de Toledo, Madrid y Zaragoza como condecorado capitán de la Legión. — ¡Escóndete…! — fue lo primero que dijo Aurelia Perdomo a su hijo cuando esa misma noche averiguaron la identidad del muerto—. Escóndete y no vuelvas hasta que pase un tiempo y las cosas se aclaren, porque don Matías Quintero es muy capaz de matarte del primer golpe de ira, y es un hombre al que luego nadie va a ir a pedirle explicaciones… — ¡Pero es que yo lo hice en defensa propia, madre…! — protestó Asdrúbal—. Estaban a punto de abusar de mi hermana… ¿Por qué tengo que esconderme como si fuera un asesino…? — Porque tiempo hay siempre para demostrar una inocencia, pero jamás lo hay para resucitar a un muerto… — fue la respuesta—. Ve a esconderte y no discutas. Aún quiso decir algo el muchacho, pero su padre intervino imponiendo una autoridad que en la casa nadie se atrevió jamás a discutir. — Haz lo que tu madre dice, hijo… — pidió—. Que tu hermano te lleve a Isla de Lobos, y ocúltate en el faro… — Le colocó en el hombro su enorme manaza de gigante—. Será cosa de días… La Guardia Civil entenderá que no pudiste obrar de otra manera. — En los tiempos que corren no es cuestión de Guardia Civil… — sentenció Aurelia—. Es cuestión dé don Matías Quintero, y dudo que quiera entender lo que ha ocurrido. Aurelia Perdomo había llegado a Lanzarote veintiséis aсos antes proveniente de su isla natal, Tenerife, recién concluida la carrera de Magisterio y decidida a ejercer durante cuatro aсos en el vecino pueblecito de Femés, ahorrar algún dinero, y regresar a casa en condiciones de iniciar los estudios de Derecho continuando la tradición familiar y haciéndose cargo del bufete que su padre había dejado vacante al morir. Nada por tanto más apartado de su intención en aquellos lejanos tiempos, que quedarse para siempre en Lanzarote, pero el extraсo embrujo fascinante de la isla y la aparición una maсana de un gigante de casi dos metros y cuadradas espaldas que surgía del mar arrastrando una barca, cambiaron por completo sus planes. Aurelia Ascanio se enamoró de Abel Perdomo «Maradentro» desde el momento mismo en que lo vio; enorme, fuerte, retraído y serio, y resultaron inútiles las súplicas de doсa Concha — del más rancio abolengo tinerfeсo—, y los consejos de sus amigos y parientes. Olvidó sus libros de Derecho, y confió su cuerpo y su destino a aquellas enormes y encallecidas manos que la hicieron temblar desde el primer día en que la acariciaron tímidamente. Aún temblaba y se estremecía al contacto de esas mismas manos; aún adoraba cada centímetro de aquel cuerpo enorme y poderoso, y ni un solo día de su vida se había arrepentido de haberlo abandonado todo para convertirse en la mujer de un pescador que pasaba en ocasiones semanas mar adentro. En tales períodos de obligada soledad, Aurelia Ascanio amén de cuidar a sus hijos y enseсar a leer y escribir a los niсos y adultos de Playa Blanca, aprendió a amar y conocer la isla en la que había nacido su esposo; la más sorprendente, misteriosa y agreste de cuantas islas había desperdigado el Creador sobre los mares. Y había aprendido a amar y conocer igualmente a sus gentes, pero sabía, le constaba por cuanto de él había visto y escuchado, que don Matías Quintero no era hombre que pudiese aceptar el hecho de que su único hijo había muerto de una puсalada mientras intentaba violar a la hija de un pescador zarrapastroso. — Nos buscará problemas… — sentenció convencida—. Muchos problemas… El sabe cómo hacerlo sin necesidad de que le hayan matado a un hijo. Asdrúbal «Maradentro» admitió de mala gana el consejo de su madre, amontonó en un macuto lo más imprescindible, se despidió con un beso de Yaiza que no había abierto la boca impresionada por todo lo ocurrido, y siguió a su hermano Sebastián hasta la playa en la que, juntos, botaron a oscuras la barca y comenzaron a bogar, muy lentamente y en silencio, antes de izar una vela que podía delatar a los alborotados vecinos, su evasión. Tardaron más de media hora en pronunciar palabra, inmersos, en sus propios pensamientos, conscientes de que habían quedado súbitamente atrás los hermosos aсos en que su única preocupación era el mar, sus peces, y conseguir que aquel viejo barco que construyera su abuelo con sus manos, continuara siendo, pese a los aсos transcurridos, el más valiente velero de las islas. — No pude hacer otra cosa. — Nada te he preguntado… — Sebastián había sido siempre consejero y mentor, ídolo y guía de su hermano—. Yo hubiera hecho lo mismo, y sabes bien que no es un problema tuyo, sino de toda la familia… — ¿Por qué tenéis que sufrir las consecuencias de algo que hice solo…? No es justo… Lo había dicho, aunque sabía que era justo; que los «Maradentro» habían compartido los buenos días de pesca o los tiempos de hambre desde los lejanos comienzos de su estirpe, y aquel férreo concepto de arraigo familiar había sido siempre preponderante en ellos. No era Asdrúbal Perdomo; eran los «Maradentro» los que habían matado aquella noche a un Quintero de Mozaga y lo sabía. La abuela Encarna lo dijo siempre: — «Familia es aquella donde todo es de todos… Lo demás son gente arrejuntada.» Desgracias y disgustos era lo que con más frecuencia compartieron los Perdomo porque en los difíciles tiempos de posguerra y en aquella dura tierra donde podía no caer una sola gota de agua en aсos, solían siempre vencer por amplio margen, fatigas y miserias, a harturas y alegrías. Y ahora, mientras una suave brisa del norte empujaba la falúa aproada hacia la punta de barlovento en busca de la caleta y el desembarcadero, guiados por el tranquilizador destello del faro de la isla, recordaban cuántas veces habían calado las liсas allí mismo, en el roquedal que el abuelo Ezequiel descubriera y guardara en secreto para la familia tantísimos aсos antes; roqueda donde siempre podían ganarse un jornal por brava que estuviera la mar por el poniente, o fuerte que llegara el «siroco» de la costa de África. Eran noches felices aquellas, cuando apenas muchachos todavía enfilaban la luz del faro de Pechiguera con el de la isla, y la que dejaban encendida en la cocina, con la de la cuarta casa de Corralejo. — ¡Aquí…! ¡Aquí! ¡Tira el ancla…! — ordenaba Abel, y se sentían orgullosos al advertir que una vez más habían acertado, y a los cinco minutos las hambrientas cabrillas, los besugos y los meros comenzaban a lanzarse sobre la carnada treinta brazas más abajo. Aquella era la herencia que había dejado el viejo Ezequiel Perdomo a su familia; la eterna «despensa» de los «Maradentro» para los malos tiempos; vivero natural que había que conservar como oro en paсo; tesoro sumergido en el fondo de los mares, del que nunca se debía abusar ni permitir que nadie descubriera. — Ni una palabra y pescar sin ruidos… — advertía siempre Abel a los chiquillos—, porque todos en el pueblo se mueren por encontrar este caladero y vuestros hijos y nietos tal vez maten el hambre con los hijos y nietos de estos peces… Ahora, al cruzar sobre aquel amado roquedal que fuera maravillosa aventura furtiva de su infancia, Sebastián y Asdrúbal Perdomo abrigaban inconscientemente la impresión de que habían quedado de improviso atrás las noches de arrojar las liсas en silencio; sin una tos y sin encender siquiera un cigarrillo; noches de dulce complicidad en la que siendo niсos ya se sentían hombres porque los hombres de la familia compartían con ellos el primero de los grandes y primordiales secretos de la vida: el de la supervivencia, bajo cualquier condición adversa, de los Perdomo «Maradentro». — Vendrán tiempos terribles… Asdrúbal lo dijo sin pensar, como solía hacerlo Yaiza cuyas premoniciones parecían llegar siempre antes a su boca que a su mente y ella misma era la primera sorprendida cuando descubría que acababa de anunciar que un pescador estaba a punto de ahogarse; al día siguiente llegarían los atunes, o la mujer de Benjamín tendría mellizos y uno de ellos moriría al poco tiempo. — Lo que ocurre es que estás impresionado… — le tranquilizó su hermano—. Serán días malos, pero todo se arreglará… Hay testigos de que no pudiste actuar de otra manera… — ¿Dónde están…? Huyeron en cuanto murió el otro. — La policía los encontrará… Debe de ser gente de Mozaga… o de Arrecife. Todos los vimos… Parecían amigos… — ¡Eran amigos…! Y eran iguales; pretendían lo mismo… Ni siquiera estoy seguro de si el cuchillo era del muerto o de cualquiera de los otros… ¡Estaba tan oscuro! — Era del muerto — le recordó su hermano—. Tú mismo lo dijiste, ¿no te acuerdas…?: «Le agarré por la muсeca, le retorcí la mano y busqué la carne con su propio cuchillo…» Esas fueron tus palabras… Asdrúbal meditó observando el faro de Isla de Lobos, que enviaba sus últimos destellos antes de desaparecer tras el promontorio de poniente, intentando rememorar con exactitud los acontecimientos que habían tenido lugar cuatro horas antes. — Era muy débil… — musitó para sí, aunque su hermano podía oírle—. Flaco y débil, con las muсecas apenas más gruesas que el cabo del ancla… Casi se me rompe entre las manos… — agitó la cabeza desechando sus pensamientos—. ¿Por qué sacó el cuchillo? — inquirió quejumbroso—. Sin el cuchillo todo se hubiera resuelto de otro modo. Sebastián Perdomo no necesitaba ver a su hermano menor para tener la seguridad de que lo que decía era cierto. Aquel muchacho de ciudad, más acostumbrado sin duda a los libros o al ocio que al trabajo duro, se hubiera quebrado como tiza entre las manazas de Asdrúbal «Maradentro», el más bajo de estatura, quizá, de todos los hombres de la familia, pero el único capaz de competir con el gigantesco Abel a la hora de arrastrar una barca sobre la arena o levantar a pulso dos cajas de pescado. Sebastián y Yaiza habían salido a la familia de la madre, con la delicadeza de rasgos de los Ascanio tinerfeсos, pero Asdrúbal era un Perdomo hasta la médula, de tez aceitunada, cabello rebelde, cuerpo de toro y nervios que parecían trenzados con finos cables de acero apenas cubiertos por una tersa piel siempre brillante. Era un hombre temible en las «luchadas», capaz de alzar en el aire al mismísimo «Pollo de Teguise» con sus ciento veinte kilos y voltearlo en una atrevida pirueta, y capaz también de quebrarle el espinazo de un solo golpe a un tipo tan enclenque como el muerto. — ¿Por qué sacó el cuchillo? — repitió alzando el rostro hacia su hermano. — Porque era flaco y tenía miedo… — Yo no quería hacerle daсo… — seсaló—. Sólo quería que se fuera… Que dejaran a Yaiza. — Tal vez tenía miedo por lo que estaba haciendo. — Yaiza estaba asustada… Tan asustada como aquella noche en que vio en sueсos cómo se hundía el «Timanfaya». — Está bien muerto… Los tres deberían estar muertos por intentar una cosa semejante… — ¡No digas eso…! — le recriminó Asdrúbal—. La muerte es horrenda… Se quedó muy quieto tratando de tragar aire sin lograrlo, y me miró temblando como si todas sus escotas se hubieran zafado de improviso. Temblaba porque sabía ya que estaba muerto, y siguió temblando en el suelo, estirando las piernas y saltando como un pez sobre cubierta cuando pretende regresar al agua… Tuve la impresión de que quería dar un coletazo y volver atrás… ¡Sólo un minuto atrás…! Y yo también quería que volviera… — Ya está hecho… ¡Olvídalo! — Sabes que no podré olvidarlo nunca… Lo de esta noche nos seguirá para siempre, hermano… Eso es algo de lo que puedes estar seguro. Sebastián Perdomo no quiso responder, atento como estaba a arriar la vela y maniobrar en la oscuridad para arrimar sin daсo el falucho al diminuto espigón que servía de desembarcadero y contra el que rompían las mansas olas de la noche. Asdrúbal tomó el cabo de proa y saltó a tierra con la agilidad propia de quien ha pasado la vida en esas lides, haciendo que sus desnudos pies se aferrasen a la húmeda roca como si fuesen garfios. Luego, alzó con una sola mano el pesado macuto que le tendía su hermano, y dejándolo en seco se inclinó levemente hacia adelante. — ¡Cuida de Yaiza…! — suplicó—. Ya sabes cómo es de impresionable y ha pasado mucho miedo… Sebastián hizo un mudo gesto de asentimiento y permaneció muy quieto, en pie sobre la barca, observando cómo su hermano daba media vuelta y desaparecía en la oscuridad, rumbo a la punta del islote en que se alzaba el faro. • Don Matías Quintero había amado profundamente a una mujer menuda y frágil, que no había tenido fuerzas suficientes para traer al mundo un chiquillo aún más frágil y menudo, quedándose en el parto abatida como un pajarillo que hubiera intentado durante nueve meses volar siempre hacia lo alto. El capitán Quintero habían encontrado consuelo a su sincero dolor en sacar adelante al minúsculo pingajo lloriqueante que su esposa le había dejado de recuerdo, consumir personalmente la mayor parte del mejor mosto de sus viсas, jugar al dominó, y consentir que una vez por semana su flaca ama de llaves, Rogelia, a la que todos llamaban por su aspecto, «el Guirre», le diera una mamada, con lo que resolvía sus problemas sexuales hasta el sábado próximo. No era mucho para quien había lucido tanto tiempo un vistoso uniforme cuajado de condecoraciones, y hubiera alcanzado las cimas del poder político de haber permanecido en Madrid a la sombra de su mentor y amigo, el poderosísimo general Ocampo. Pero su hijo y las viсas reclamaron en un principio su presencia, más tarde murió Ocampo, Alemania perdió la guerra, y comprendió que había pasado su momento y era cuestión de resignarse a envejecer viendo aumentar la extensión de sus tierras, y limitando su hipotético poder político al más concreto y efectivo de la isla, porque en Lanzarote continuaría siendo «don Matías», independientemente de que Ocampo alcanzara una cartera ministerial o se muriese. Y allí estaba su hijo que no hubiera soportado, quizá, las inclemencias de un clima tan cambiante como el de la capital. Y ahora lo habían matado. Le trajeron la noticia al Casino en mitad de una partida de «chámelo», con la mente algo nublada por el vino y el humo, y en principio creyó que le hablaban en sueсos; que alguien contaba una película que había visto en el pueblo, o que un loco deliraba. — No pueden haberle matado… — le dijeron más tarde que había dicho—. Es todo lo que tengo. Y todo lo que tenía estaba allí, convertido en un guiсapo ensangrentado, rota la nariz de un puсetazo; quebrada la muсeca como un lápiz; partido el corazón en dos pedazos… — ¿Quién fue? — Un pescador borracho. — No pagará con mil vidas que tenga. Los muertos siempre son inocentes aunque tan sólo sea por el simple hecho de estar muertos, y resulta muy difícil aceptar la culpabilidad de un hijo en su propio asesinato cuando se le está viendo blanco, rígido y frío, tendido sobre la mesa del comedor. Tal vez nadie tuvo el valor de contarle a don Matías cómo se habían desarrollado los acontecimientos, o tal vez él ni siquiera hubiera querido escuchar que aquel chiquillo al que había dedicado sus afanes había pretendido violar a una hedionda que apestaba a pescado. — Que lo traigan. — Anda huido. — Que lo busquen hasta debajo de las piedras. No pararé hasta verle como estoy viendo ahora a mi hijo… ¿Quién es? — Asdrúbal Perdomo… De los «Maradentro» de Playa Blanca… Gente dura. — Más duros eran los «rojos» en la guerra y ya están todos muertos… — Esto ya no es la guerra, don Matías. — Lo sé… —admitió—. Es peor. En la guerra no me mataron ningún hijo. Se esforzaron porque entrara en razón, pero fue inútil. Encerrado en su vetusto caserón de gruesos muros de Mozaga, sentado en el porche bajo el parral desde el que dominaba sus viсedos con el telón de fondo de las Montaсas de Fuego en la distancia, aguardó, en el mismo lugar en que aguardaba cada tarde el regreso de su chico, a que alguien le trajera a su presencia al asesino. Su dolor era tan callado y tan profundo como el que había sentido cuando enterró a la madre de aquella desvalida y malograda criatura, pero los días, la calma y el aislamiento no consiguieron aminorar su pena, sino que, por el contrario, la fueron corrompiendo hasta transformarla en una sorda ira; algo que iba más allá de un simple sentimiento de venganza; el absurdo convencimiento de que únicamente la muerte de Asdrúbal Perdomo «Maradentro» obraría el milagro de devolverle nuevamente a su hijo. Tan sólo Rogelia «el Guirre», siempre seca, enlutada y silenciosa osaba aproximarse de tanto en tanto con una bandeja de comida que quedaba intacta sobre la mesa, pues a don Matías Quintero se le consumían en esos negros días las carnes de igual modo que se le consumía el espíritu. A las dos semanas vino a verle su fiel compaсero de Casino, el teniente Almendros, que por desgracia, no traía las noticias que anhelaba escuchar. — El hombre continúa sin aparecer aunque hemos registrado cada palmo de la isla. La familia no habla, pero yo he averiguado hasta donde me ha sido posible…: Hubo una riсa, y parece ser que el cuchillo pertenecía a su chico. — Mi hijo nunca usaba cuchillo… ¿Quién lo dice? — Un ferretero de Arrecife. El se lo vendió. — Le habrán pagado para que cuente esa mentira. Cambiará de opinión. El Guardia Civil observó largamente a su amigo que parecía haber envejecido un siglo en quince días. Habían ganado juntos cuatro torneos de dominó y cientos de comidas, y había aprendido a apreciarle pese a su mal perder y sus constantes regaсinas cuando estimaba que había colocado una ficha equivocada. Lamentaba como el primero lo ocurrido, pero había tenido ocasión de hacerse ya una idea muy concreta de lo ocurrido en Playa Blanca. — Su chico fue imprudente aquella noche… — comenzó tímidamente—. El y sus amigos estaban molestando a la muchacha… — ¡Tonterías…! Yo lo eduqué de otra manera… Esa guarra es muy puta, ya lo he oído… Se estaría divirtiendo con los tres cuando apareció el borracho de su hermano y sin mediar palabra me desgració al muchacho… — No es eso, don Matías… — ¡Yo sé que es eso…! — le interrumpió furioso—. En Playa Blanca los «Maradentro» se consideran los gallitos… ¡Los «caciques»! Han hecho siempre lo que les da la gana, pero ahora se enfrentan conmigo…: Con el capitán Matías Quintero. — No quiero que haga de esto un asunto personal. — ¿Acaso hay algo más personal que la muerte de un hijo…? ¡Mi único hijo…! Mi único pariente… — Hizo un amplio gesto seсalando las tierras que se extendían ante él y en las que cada viсa aparecía amorosamente circundada por un muro de piedra que la protegía del viento—. A esto he dedicado todo mi esfuerzo… — dijo—. A conseguir que una tierra difícil y sedienta dé sus mejores frutos y no exista un vino como el de los Quintero en todo el Archipiélago… El chico continuaría mi obra… Lo enviaría a estudiar a Francia y al regresar compraría parte de la «Gería» para que investigara allí nuevos injertos… Era muy listo. Listo y curioso, con grandes dotes para la investigación… — Agitó la cabeza como si aún le costara trabajo admitir la realidad de su terrible pérdida—. ¿A quién pretende ahora que le deje la Hacienda? ¿A esa arpía de «el Guirre» y al consentido cabrón de su marido? Resultaba inútil tratar de hacer entrar en razón a un hombre tan cegado como estaba don Matías por el odio, y el teniente Almendros se encontraba terriblemente fatigado. Le faltaban ocho días para salir de permiso y anhelaba el momento de meter en el barco a la familia y pasar el verano en paz lejos de un caso demasiado confuso que sólo podía proporcionarle disgustos y quebraderos de cabeza. Se abstuvo, sin embargo, de comentarle a su amigo que iba a dejar el asunto en manos de sus subordinados, e intentó desviar la conversación hacia temas intrascendentes, aunque resultaba a todas luces evidente que nada alcanzaba a distraer a don Matías de la cuestión que había pasado a convertirse en eje de su vida. — ¿Dónde puede esconderse…? — inquirió de pronto—. La isla no es tan grande. — Tal vez se haya ido… Lo más probable es que ya se encuentre en Tenerife protegido por algún pariente de la madre o se haya enrolado en un pesquero de los que bajan hasta La Gьera y Mauritania. — Le haré volver. — ¿Cómo…? — Inventaré el sistema… — No se meta en problemas, don Matías… — rogó el Guardia Civil—. Yo le entiendo, pero no debe intentar llegar más lejos de donde llega la justicia… — Hizo una pausa, encendió un cigarrillo y se observó por un instante los dedos en los que la nicotina había dejado una marca indeleble—. He hablado con los padres, y me han prometido que se entregará en cuanto usted se calme y les proporcionemos una copia de la declaración jurada de los testigos. — ¿Qué testigos? — Los muchachos que estaban con su hijo… — Lanzó un largo suspiro—. Si ellos cuentan la verdad, Asdrúbal aceptará el castigo que le impongan. — La única verdad es que asesinó a mi hijo a traición y de noche… Tal vez para robarle… — dejó caer las palabras lentamente con marcada inflexión para que causaran todo su efecto—, o tal vez porque era mi hijo y esos cerdos no aceptan que les vencimos limpiamente y creen que ha llegado el momento de empezar a vengarse… — ¡Oh vamos, don Matías…! No complique las cosas… ¡La guerra acabó hace diez aсos! — Ya ve que ellos no olvidan… ¡Yo tampoco! Era como intentar razonar con una muía, o aún peor, con una mente obsesionada, cerrada a toda posibilidad de admitir que en algún momento de su vida había cometido un grave error y el niсo que había tratado de convertir en hombre de provecho se había transformado en un presunto violador que no había dudado en esgrimir un cuchillo en una riсa. Caía la tarde. El sol se había escondido hacía unos minutos tras los.volcanes de Timanfaya, y dispersas nubes blancas se iban tiсendo de rojo a medida que corrían hacia el Sur empujadas por una brisa que entraba por Famara. Era muy hermoso aquel momento en que cada volcán mostraba más que nunca una tonalidad distinta que variaba del negro al amarillo pasando por el magenta y cien marrones diversos; el momento de sentarse en el porche y hablarle al chico de su madre, de la guerra, del futuro inmediato y de aquel otro futuro, más lejano, para el que aún no se encontraba en absoluto preparado. — Tal vez no fuera mala idea que me trajeras pronto una mujer a casa — solía decirle—. Una buena muchacha que me diera nietos y pusiera un poco de alegría en este mausoleo. Rogelia está más seca y más «guirre» cada día, como quieta en el aire; con las zarpas dispuestas siempre a apoderarse de cuanto pongas al alcance de sus manos. Se roba hasta los pollos, y no me quita los huevos porque me los cuento en cuanto ha terminado de chupármela… Don Matías Quintero hablaba así porque le constaba que hacía ya dos aсos que su hijo había entrado a formar parte del extenso y nada selecto grupo de jovenzuelos de la isla que habían perdido su inocencia en boca de Rogelia. Ya era un hombre y podían tratar de aquellas cosas como hombres, aunque tal vez con una excesiva precipitación por parte de don Matías, que siempre había visto con aprensión a aquel mocoso que se le antojaba demasiado enclenque y sin empuje para revitalizar la estirpe de los Quintero. Aquella mansión compacta, de gruesos muros que mantenían el frescor por mucho que calentara el sol sobre las viсas, alzada con orgullo sobre un oscuro promontorio que dominaba de forma natural el corazón mismo de la isla, había conocido tiempos mejores de vida y movimiento, y aún recordaba de su niсez las voces y las risas de toda una tropa de parientes y amigos que revoloteaban de continuo de un lado a otro; de los patios al huerto, y del jardín a las higueras. ¿Dónde estaban ahora? ¿Cómo era posible que hubieran ido desapareciendo uno tras otro sin dejar tan sólo una huella de su paso? Tenía que estrujar su memoria en busca de recuerdos desechados para tomar conciencia de que, efectivamente, vientos de muertes sin historia habían ido barriendo de modo furtivo y en silencio tantas risas y voces. Sus abuelos; sus padres, vencidos por el tiempo inexorable y lógico. Sus hermanos; sus primos caídos aquí y allá desordenadamente como si una mano gigantesca e invisible les hubiera ido propinando caprichosos papirotazos que los sacaban sin razón aparente del cuadro de la vida. Luego ella, tan de cristal que el asombro estribaba en que no hubiera estallado en mil pedazos cuando la penetró por primera vez en su noche de bodas. Ya para entonces las paredes de la casa se hallaban impregnadas de hediondez a difunto, con siete habitaciones cerradas y atrancadas porque así las dejaron desde el momento mismo en que se llevaron los cadáveres. No quedaba ya ni una sola cama sin su muerto y tan sólo su hijo, el elegido para revitalizar el árbol de los Quintero, había preferido morir lejos, sobre las piedras de un camino. ¿Por qué? A ratos se preguntaba si era rencor lo que sentía contra el chico por haberse dejado matar tan tontamente sin dar fruto. Las últimas esperanzas de los Quintero de Mozaga se habían derramado estérilmente a lo largo de la insaciable garganta de Rogelia, cayendo hacia un oscuro abismo sin retorno al igual que la roja lava de un volcán, ardiente y viva, muere y se petrifica al chocar contra un mar frío y profundo. Don Matías Quintero aborrecía el mar desde su infancia; desde que se tragó a su primo Andrés ante sus propios ojos allá en Famara, y había permanecido siempre de espaldas a un Océano que se le antojaba hostil, como si un presentimiento le anunciara que de ese Océano y sus gentes le llegaría algún día el mal definitivo. Se había quedado solo viendo venir la noche, consciente de que era ya aquél su imparable destino: sentarse a ver llegar la más oscura de las noches oscuras: aquella que nunca promete la esperanza del alba. Se había quedado solo escuchando el silencio, y hasta el viento sin sueсo que jamás descansaba corría de puntillas sobre los muros de las viсas, para cruzar furtivo ante la puerta de la casa marcada por la muerte, y alejarse veloz para iniciar su canto al llegar a Masdache, trepar brincando hasta las cumbres de Femés y lanzarse después alegremente hasta los confines de Playa Blanca, allí donde los Perdomo «Maradentro» estarían celebrando la fácil impunidad con que habían acabado con el último de los Quintero de Mozaga. Se había quedado solo rumiando su rencor y sus deseos de venganza, colmada su paciencia, convencido de que no quedaba ya justicia sobre la superficie de la isla, y había llegado el momento de empezar a moverse y demostrarle a todos cómo se daba caza a un asesino y cómo se le hacía pagar con sangre su delito. Cuando más tarde «el Guirre» apareció con su maldita bandeja de comida, la rechazó con un gesto inapelable: — ¡Llévate eso…! — gruсó—. No tengo hambre. Llévatelo y avisa a tu marido… Maсana temprano tiene que bajar a Arrecife a poner un telegrama. — ¿Un telegrama…? — se sorprendió la mujeruca—. ¿A quién? — A alguien que sabe cómo tratar a los hijos de puta. • La noche en que nació Yaiza había empezado a llover, y fue una lluvia larga, tranquila, dulce y reconfortante que empapó la tierra, rebosó los aljibes y le lavó la cara a una isla que no había visto tanta agua dulce desde los tiempos de Noé. Nueve días de lluvia sobre un lugar que a menudo veía transcurrir nueve aсos sin que cayera una triste gota despistada constituían un acontecimiento histórico y una efemérides digna de ser anotada en los anales del cabildo y fue «Seсa» Florinda — la que leía el destino en las tripas de los marrajos— la que aseguró que el regalo sin precio de aquel agua no podía deberse a otro motivo que al nacimiento de la nieta de Ezequiel «Maradentro». Pero todos sabían que «Seсa» Florinda se encontraba cada día más loca y con demasiada frecuencia desbarraba. Dos semanas más tarde millones de flores crecieron incluso por entre los resquicios de la lava, y los áridos pedregales del Rubicón se convirtieron por primera vez en lujurioso pastizal en el que se cebaban las cabras y los camellos, y cuando el día en que se cumplió el mes del nacimiento de la criatura entraron brincando los «bonitos» por la Punta de Papagallo para quedarse arrimados a la costa esperando a que los pescadores los cogieran casi sin otro esfuerzo que alargar la mano, hasta los más incrédulos se resignaron a admitir que algo insólito ocurría con la delicada chiquilla de ojos verdes que le había nacido a los Perdomo. — Tiene «Baracka»… — aseguraba Abdul, el moro que naufragara trece aсos atrás en Puerto Muelas y se quedó en la isla para siempre—. Tiene «Baracka», el «Don», y cosas portentosas ocurrirán a su alrededor hasta que se entregue a un hombre para siempre. Apenas había cumplido cinco aсos cuando un camello en celo, que estaba a punto de destrozar a Marcial, se aplacó de improviso cuando la niсa le ordenó detenerse, y más tarde predijo todos los naufragios de la isla; anunció la llegada de los más duros «sirocos», le bajó la fiebre y la hinchazón a los enfermos y atrajo la plaga de langosta al llegarle la menstruación. «Seсa» Florinda fue el primer difunto que vino a hablarle en sueсos cuando llevaba ya más de dos meses enterrada y le confesó el lugar exacto en que había escondido los ahorros familiares que su hijo llevaba todo ese tiempo buscando inútilmente. Por eso, cuando Yaiza vio por primera vez a Damián Centeno a la puerta de la casa que acababa de alquilar, fue a contarle a su madre que había llegado «El Mal». — ¿Por qué «El Mal»? — Porque lo lleva escrito en la mirada y grabado en un tatuaje de su brazo derecho. Siempre que he visto en sueсos naufragios o desgracias, ese dibujo se entremezclaba con los muertos. — ¿Cómo es el dibujo? — Un corazón que sangra atravesado por un fusil con bayoneta… Cuando le preguntaron en la taberna la razón de aquel tatuaje, Damián Centeno respondió con voz ronca: — Me lo mandé hacer el día que supe que los «rojos» habían matado a mi madre en Barcelona. Evita que me olvide de ella… y de los «rojos». Nadie quiso hacer comentario alguno a esas palabras. Lanzarote había vivido de lejos la contienda civil con su espanto de odios v crímenes sin cuento, y pese a que en aquellos tristes aсos algunos hombres fueron arrojados al mar con una piedra al cuello o lanzados al vacío desde los más altos riscos de los acantilados de Famara, todos se esforzaban por olvidar que aquello había ocurrido, porque en una isla tan pequeсa continuar con una escalada de venganzas y violencia, hubiera equivalido a convertir el lugar en un desierto. Pero la entonación con que Damián Centeno pronunciaba la palabra «rojos» traía a la memoria evocaciones dolorosas que hacían pensar que aquellos aсos de paz no habían pasado. Damián Centeno era pequeсo y flaco, con una renca voz autoritaria que invitaba a imaginar que toda la energía de su cuerpo se hubiera concentrado en ella, aunque no llamaba a engaсo en modo alguno, pues al primer golpe de vista se advertía que a sus cuarenta y muchos aсos aún sería capaz de aplastar a tres jóvenes a un tiempo. El tatuaje, el modo de ordenar y de moverse, y las largas patillas muy pobladas, delataban al primer golpe de vista al viejo legionario curtido en cien batallas y en un millar de riсas tabernarias, y la verde camisa entreabierta mostraba orgullosamente bajo un pesado medallón de plata la ancha y profunda cicatriz de un largo navajazo. — ¿A qué ha venido? — A pasar mis vacaciones… ¿Algún impedimento? — Ninguno… Pero los forasteros no suelen frecuentar un lugar tan remoto… ¿Piensa quedarse mucho tiempo? — Hasta que atrape un pez que me tiene encelado. — En la «Costa del Moro» hay mejor pesca… ¿Acaso no viene de Marruecos…? Damián Centeno observó a Maestro Julián «el Guanche» y sonrió apenas, mostrando levemente sus blanquísimos dientes de conejo agazapado. — No de la especie que busco… ¿Y qué le hace pensar que vengo de Marruecos? No he dicho nada al respecto. — Lo imaginé porque es allí donde está la mayor parte del «Tercio». Yo también tengo un sobrino legionario. — ¿Tan listo como usted? — Debe de ser cosa de familia… — Maestro Julián, pese a sus aсos, no era hombre que se arredrara fácilmente—. El aire de la Legión suele ser algo que se queda en el hombre hasta su muerte… ¿Muchos aсos de servicio? — Veintiocho… — Se abrió la camisa—. ¿Ve esta cicatriz? Es un recuerdo del desembarco de Alhucemas… Y en la pierna aún llevo una bala rusa de Stalingrado. — ¿Y ésta del pecho? — Un cabo que se me insubordinó en Rifien… Lo maté con su propio cuchillo. — Aquí ha ocurrido hace muy poco una historia semejante… Un chico sacó un cuchillo y lo mataron con él. — Una curiosa coincidencia… — admitió Damián Centeno—. Aunque yo escuché ese cuento de otro modo… Un ferretero recobró la memoria y admitió que en realidad había vendido el cuchillo al asesino. — Eso es muy nuevo. — De anteayer… — puntualizó Damián Centeno—. Precisamente me lo contaron por la noche en un bar de Arrecife. — No cabe duda de que también se trata de una curiosa coincidencia… Para redondear las coincidencias de la noche…: ¿No será usted, por casualidad, amigo de don Matías Quintero, de Mozaga…? — ¿El capitán Quintero? — admitió el legionario—. ¡Oh, sí, desde luego! Tuve el honor de servir a sus órdenes durante los dos últimos aсos de la guerra. — El muerto era su hijo. — Eso he oído… Y he oído decir también que el que lo asesinó escapó del anzuelo… — Ahora entiendo su pesca. De la taberna, Maestro Julián «el Guanche» acudió directamente a casa de su compadre Abel Perdomo, a contarle cuanto había averiguado del recién llegado forastero. — No oculta en absoluto sus intenciones… — concluyó—. Y se me antoja muy seguro de sí mismo y de que va a tener éxito en su «calada». — Algo así me estaba imaginando… — admitió Aurelia que había escuchado el relato en silencio—. Don Matías ya ha conseguido que el ferretero cambie su testimonio, y ahora basta saber qué es lo que declararán esos muchachos… — Suspiró mientras dejaba a un lado los pantalones que se afanaba en remendar una vez más—. No hay como tener dinero para conseguir que la justicia se incline de tu parte… ¡Pobre hijo mío…! — Aún no lo han agarrado, ni lo atraparán por mucho que lo busquen… — intentó tranquilizarle su marido—. Yo soy partidario de que pague la parte de culpa que le toca, pero empiezo a temer que quieren jugar muy sucio… — Se volvió a su compadre—. ¿Qué piensa conseguir ese matón que no hayan conseguido los guardiaciviles…? ¿Se va a dedicar él solo a remover otra vez toda la isla? — No lo sé, «Maradentro», pero si quieres mi consejo, no dejes que le ponga la mano encima a tu muchacho… — Sentenció Maestro Julián—. Ese no viene a facilitarle la labor a los civiles, sino a ofrecerle en bandeja un muerto a don Matías… Es un «sacamantecas» cuartelero, más peligroso que «morena» saltando en la barca una noche de mar brava… Cuando clave los dientes no debe soltar su presa si no le arrancan la cabeza. — Nos hará mucho daсo… — musitó apenas Yaiza, sentada muy recta en su rincón—. Hasta el abuelo tiembla al mencionar su nombre. El abuelo Ezequiel había muerto hacía ya cuatro aсos, pero era cosa sabida que su espíritu había quedado a bordo del viejo «Isla de Lobos», y sólo bajaba a tierra algunas noches de luna en que Yaiza dormía con la ventana abierta. Conversaban entonces largamente y le contaba aсejas historias que nadie más recordaba. — No mezcles al abuelo en estas cosas… — le respondió su madre—. Lograrás asustarme con tus negros presagios… Al fin y al cabo, ese Damián Centeno es sólo un hombre… Tu padre puede partirlo en dos de un manotazo. — Ese es mi miedo… — fue la respuesta—. Asdrúbal mató por defenderme. Papá puede hacerlo por defender a Asdrúbal… Tanto mejor hubiera sido que aquella noche las cosas se hubieran desarrollado de otro modo… Ya todo estaría olvidado. Se puso en pie y abandonó la estancia con aquel su paso elástico y altivo heredado sin duda de alguna lejana emperatriz perdida en la noche de los tiempos. De dónde le venía el pone; aquella forma única de caminar y de moverse, nadie sabría decirlo, pero Aurelia lo atribuía a que su hija había pasado la mayor parte de su adolescencia paseando por la playa con el agua a media pierna hablando con los muertos o construyendo un millón de mundos diferentes que tan sólo cobraban cuerpo en su portentosa imaginación. Tanto pisar sobre la arena y avanzar contra el agua habían acabado por tornearle aquellas piernas largas y esbeltas de mármol dorado sobre las que destacaban unas nalgas tan firmes que vibraban con cada movimiento, proporcionándole una forma de caminar a la vez erguida, lenta, felina y segura, como de leona al acecho o guepardo dispuesto a dar el salto; caminar que enloquecía a los hombres tanto o más que su pecho, disparado hacia el cielo, o su rostro de serena fiereza. — Esa pequeсa vuestra es un peligro… — musitó roncamente Maestro Julián «el Guanche»—. Ya ha muerto un hombre, pero no te sorprenda si muchos más se matan por su causa. — Ella no tiene la culpa… — replicó molesta Aurelia—. Así nació y así ha crecido. — Nadie la culpa… Pero ahí está, y a ver cómo lo evitas. Yaiza no había querido escuchar aquellas últimas palabras, acostumbrada como estaba desde que se convirtió en mujer a que las conversaciones cesaran cuando llegaba a alguna parte, y hablaran de ella en cuanto salía de algún sitio. Odiaba sentir los ojos de los hombres huroneando sobre cada partícula de su cuerpo; aborrecía los cuchicheos, los ligeros codazos y los susurros, y le envilecían los abiertos comentarios, la frase soez o el silbido vejatorio. Amaba el recuerdo de sus aсos de infancia, cuando podía recorrer una y otra vez la playa sintiendo bajo los pies la dulce arena y el agua que llegaba a acariciarle tibiamente, y cuando únicamente ella sabía que con ese agua llegaban de continuo pececillos minúsculos que la rozaban juguetones. Estaba entonces a solas con sus sueсos o con los personajes de los libros que su madre le había enseсado a amar profundamente, y aquellos paseos no atraían sobre ella las docenas de miradas que transformaron más tarde una simple costumbre de chiquilla en una sesión de exhibicionismo vergonzante. ¿Por qué había cambiado de aquella forma el pueblo? ¿Por qué había dejado de ser «Yaicita Maradentro», a la que los hombres podían mandar en busca de tabaco y las madres pedir que echara un vistazo a los chiquillos? ¿Por qué no era ya la pequeсa de Abel que bajaba las fiebres o anunciaba cuándo iba a entrar bien el atún o la sardina? ¿Por qué no querían las mujeres que cruzara su umbral cuando se encontraban en casa los maridos, o por qué le pedían tan insistentemente los maridos que lo cruzara cuando no estaban en casa sus mujeres? ¿Es que no comprendían que era la misma niсa y amaba las mismas cosas por mucho que su cuerpo se empeсara en llevarle la contraria? Aún prefería coserle el vestido a una vieja muсeca, o extasiarse ante el mar pensando en «Moby Dick» o en Sandokán, que escuchar la charla insulsa de los zafios mocetones que alargaban de inmediato las manos, o las insinuaciones, con frecuencia incomprensibles, con que hombres maduros le prometían un paсuelo estampado, una pulsera de bronce, o una blusa de colores. — ¿Te ocurría a ti lo mismo, madre? — No hasta ese punto. — ¿Por qué? Aurelia le acariciaba entonces el cabello, y la miraba largamente al fondo de los ojos. — Porque yo nunca fui tan hermosa, hija… Es hora que comprendas que Dios te ha proporcionado una belleza que trastorna a los hombres e inquieta a las mujeres… — Agitó la cabeza confundida—. No sé si eso es bueno o hubiera sido preferible que te mantuvieras dentro de unos límites lógicos… No puedo negar que me siento orgullosa de haber parido una criatura semejante, pero en cierto modo, me asusta. A Yaiza le asustaba. Y le asustaba aún más desde aquella noche de San Juan en que su hermano había matado a un hombre, y ahora allí, sentada en los toscos escalones de piedra que desde la cocina bajaban directamente al mar, contemplaba la cambiante luz del faro de Isla de Lobos, y se preguntaba hasta qué punto Asdrúbal la culparía por el hecho de tener que esconderse en aquel inmenso caserón, triste, vacío y solitario, cuando su verdadero lugar estaba al lado de sus padres. Sentados allí mismo, en la escalinata trasera de la casa, Asdrúbal le había enseсado a «empatar» sus primeros anzuelos, a ensartar bien el cebo, y a lanzar el aparejo cuando aún no había cumplido los seis aсos y ya adoraba conseguir su propia cena en forma de sargos y cabrillas. Y en aquel mismo mar, apenas a diez metros de su cama, Sebastián la enseсó a nadar manteniéndola sujeta por el vientre, porque toda su vida, desde que tenía memoria, había transcurrido en aquel diminuto y amado rincón del universo, adorando a un padre inmenso, protector y severo; a una madre dulce, sonriente y soсadora, y a unos hermanos con los que había aprendido a explorar cuanto le rodeaba. Y ahora todo se hundía y transformaba porque le habían crecido dos durísimos pechos y sus nalgas recordaban la de una nerviosa yegua purasangre. Incluso su padre había cambiado, incapaz de ocultar su desasosiego cuando venía a sentarse en sus rodillas a la caída de la tarde, y no pudo evitar el sentirse confusa cuando al fin la despidió con una palmadita en el trasero: — Ya no estás en edad de sentarte en las rodillas de los hombres, ni volverás a estarlo hasta el día en que te sientes en las de tu marido. Esa tarde de abril la habían expulsado para siempre de su mundo de niсa, y le amargó la boca comprender que ya nadie, ni aún su padre, la querría como antaсo. ¿Qué extraсo temor despertaba su cuerpo si hasta sus hermanos evitaban rozarlo? ¿Por qué tenía que cambiar su vida de ese modo, si lo mejor de esa vida había sido revolcarse con Asdrúbal por la arena, y obligar a Sebastián a que la subiera a horcajadas en el cuello, entrando así en el agua y saltando con la llegada de las olas…? Quería que Asdrúbal regresara, se sentara como tantas otras veces en el siguiente escalón, y apoyado en sus rodillas le explicara cómo había ido la pesca aquella noche, qué historia mentirosa había contado Maestro Julián, o cuándo ganarían suficiente dinero para comprar Isla de Lobos y convertirla para siempre en el reino exclusivo de la familia «Maradentro». — ¿Imaginas lo que significaría levantar una casa detrás de las lagunas y llenarla de flores y de plantas con un espigón para que el barco atracara junto al porche? Las lagunas eran de arena blanca y aguas cristalinas, llenas a rebosar en pleamar, y salpicadas de pequeсas piscinas cuajadas de cangrejos y quisquillas cuando la mar se retiraba; el lugar más hermoso que hubieran visto nunca; maravilloso paraíso en el que buscar pulpos bajo las piedras, jugar a la pelota, nadar, pescar desde una roca, o tumbarse sobre aquella blanda nieve ardiente a disfrutar del sol de media tarde. El buhonero turco, que bajaba a Playa Blanca cuatro veces al aсo, había traído en una ocasión entre sus mantas y perolas unas pequeсas lentes con montura de goma que se ajustaban a los ojos y permitían ver lo que ocurría bajo la superficie como si el agua no existiera, y los chiquillos se gastaron en ellas sus ahorros de aсos. Era cosa de verlos con los culos en pompa y la cabeza inmersa contemplando asombrados el mundo submarino, llamándose a gritos con cada descubrimiento o viendo cómo Sebastián descendía cada vez más profundo. Era aquél un lugar rico en pesca y virgen aún de extraсos visitantes provenientes del otro lado de la frontera plateada que era la superficie, pues las focas o lobos marinos que habitaron tiempo atrás aquellas mismas lagunas y dieron nombre a la isla, se habían marchado hacía aсos a las costas del moro, y aún podían verlas cuando bajaban a las grandes pesquerías de Cabo Bojador. Cómo llegaron hasta semejantes latitudes unos animales más propios de las aguas heladas de los polos, nadie podría saberlo, pero lo cierto era que allí, en aquel islote minúsculo y desolado establecieron su hogar hasta que la construcción del faro y la constante presencia de Tos hombres de Fuerteventura y Lanzarote les obligó a emigrar a las tranquilas rocas de la costa del desierto. Por ello, los peces, ajenos a los peligros que pudieran llegar desde lo alto, no se asustaban cuando Sebastián, el mejor dotado para el agua de la familia «Maradentro», descendía en su busca hasta tocarlos, y lejos de escapar, se aproximaban curiosos a analizar la razón por la que aquel ridículo pulpo de tan cortos tentáculos se agitaba de un modo tan grotesco. Sobre todo los meros y abadejos demostraban su asombro J ascendiendo a mirarle con ojos dilatados, y las morenas enseсaban los dientes cuando se aproximaba en exceso a sus guaridas. Yaiza, que no se sentía capaz de descender tan profundamente como sus hermanos, los contemplaba fascinada desde la superficie, y de aquellas portentosas y excitantes aventuras guardaría para siempre los más hermosos recuerdos de su infancia. ¿Por qué tuvieron que marcharse los chicos a la Marina; por qué se convirtió ella en mujer, y por qué quedó tan sólo en el recuerdo el tiempo de descender al fondo de los mares? — ¿Por qué no puede seguir todo como entonces…? Sebastián había surgido de la noche tomando asiento a su lado y encendiendo con su eterna parsimonia un cigarrillo. — Es el precio que tenemos que pagar por convertirnos en adultos. — ¿Ya quién le interesa ser adulto…? ¡Fíjate en lo que ocurre! Aquí estamos sentados, viendo brillar la luz del faro, e imaginando que Asdrúbal está sentado allí… ¡Qué solo tiene que sentirse en ese caserón tan viejo y cochambroso…! Sebastián tardó en responder. Era hombre de largos silencios; reflexivo; menos vehemente que Asdrúbal, y mucho menos soсador, desde luego, que su hermana. — Pronto tendrá que irse… — dijo al fin—. No sé adonde; tal vez lejos de casa. O se entrega, con todo lo que eso significa, o se marcha, porque tengo la impresión de que ese hombre que ha venido no tardará mucho en averiguar dónde se encuentra. — ¿Qué pasará si se entrega? Sebastián se encogió de hombros admitiendo su ignorancia. — No tengo ni idea, pero en el mejor de los casos, aunque tan sólo tuviera que pasar unos aсos en la cárcel, le destruirían… Asdrúbal no es hombre para estar encerrado. Ama el mar; necesita verlo y respirarlo cada día y si hasta la tierra, cualquier tierra, le parecía pequeсa, ¿cómo podría sobrevivir en una celda…? La muchacha acarició muy suavemente la fuerte y encallecida mano que colgaba a su lado. — Cierra los ojos e imagina que no es más que una pesadilla… — dijo—. ¿No habría forma de lograr que el tiempo volviera atrás tan solo veinte días…? ¡Era todo tan bonito! — No. No era bonito — replicó Sebastián jugueteando con sus largos y delicados dedos de los que no cabía pensar que hubieran pasado la mayor parte de su vida fregando platos o salando pescado—. Era un vida amable, pero que ahora nos parece portentosa porque la hemos perdido… — Le apretó suavemente la punta de la nariz—. Tu hace tiempo que te sientes desgraciada. — La gente no me quiere como antes. Sebastián no tenía respuesta porque incluso para él, que era su hermano, aquella criatura fascinante se le antojaba a veces un ser desconocido que usurpaba el lugar que siempre había ocupado una rapazuela incordiante y pegajosa. Permanecieron largo rato pensativos y en silencio; agradeciendo cada uno de ellos la presencia del otro, con la vista clavada en la oscuridad del mar y en la diminuta luz que brillaba intermitentemente en la distancia, hasta que de improviso advirtieron que una cerilla se encendía a unos diez metros de distancia, justo al borde del agua, y mientras prendía con excesiva calma un cigarrillo, un hombre los miraba. Cuánto tiempo podía llevar allí, ninguno lo sabía, pero resultaba evidente que observaba la casa desde hacía largo rato, y se regodeaba en el hecho de anunciarles de aquel modo su presencia. Sebastián hizo un gesto, como para levantarse y dirigirse a él, pero su hermana le detuvo apoyando en su antebrazo una mano que se había quedado helada: — ¡Por favor…! — suplicó—. Ese hombre me aterra. — Quiero saber qué es lo que busca. — ¡Déjalo en paz…! La playa es de todos y tiene derecho a estar ahí. — No lo tiene a rondar a estas horas nuestra casa… Pretende asustarte… — Ya lo ha logrado, pero no quiero más problemas por mi culpa. Satisfecho; convencido de que había conseguido su propósito, Damián Centeno dio una larga chupada a su pitillo, permitió que brillara con más fuerza, lo lanzó al mar para que la brasa trazara una larga pirueta en el aire, y se perdió nuevamente en la noche, como si se hubiera convertido en una sombra más entre las sombras, o se tratara de un mal sueсo. • Llegaron al mediodía siguiente, y eran seis. Algunos también lucían tatuajes; los más ni siquiera lo necesitaban porque su aspecto y su forma de hablar y de moverse, delataba a la legua que eran matones barriobajeros y ex presidiarios, buscadores de camorra. Llegaron al mediodía, y podía pensarse que habían escogido la hora para impresionar al cabildo de ancianos que se hallaba reunido como siempre frente a la playa y la taberna comentando las incidencias de la jornada de pesca y el devenir de los desagradables acontecimientos que, por primera vez en su historia, habían tenido lugar en Playa Blanca. Algunas mujeres que jareaban el pescado, lavaban la ropa, o atisbaban por las ventanas de sus cocinas mientras preparaban la comida también los vieron y pronto fueron a dar aviso a los hombres que descansaban tras la noche de faena en el mar, y así fue como todo el pueblo los observó en silencio mientras descendían de dos grandes y polvorientos automóviles, abrazaban con fuertes palmadas y grandes voces a Damián Centeno, y penetraban tras él en la amplia casa que había pertenecido a «Seсa» Florinda, y que su hijo se había sentido tan satisfecho de alquilar «a aquel desorientado godo del tatuaje» por veinte duros al mes. La casa de «Seсa» Florinda, blanca, ventilada y espaciosa, lucía en su patio central el único árbol de todo el tercio sur de Lanzarote; una enorme mimosa que en primavera cubría el suelo de una suave alfombra amarilla que hacía las delicias de unos niсos tan poco acostumbrados a las flores, y dominaba, desde lo alto del promontorio de roca que cerraba por levante la pequeсa playa y la bahía, el conjunto de edificaciones — todas blancas también— que conformaban el aislado y tranquilo villorrio. La casa de los Perdomo «Maradentro», que cerraba la playa por la banda opuesta, hacia poniente, se encontraba por tanto a poco más de setecientos metros de distancia, en línea recta, algo más baja que la ocupada por los recién llegados y desde el primer momento, Aurelia descubrió, porque ni siquiera trataron de ocultarlo, que en todo instante alguno de los desconocidos la espiaba por medio de un largo y ostentoso catalejo dorado al que el sol de media tarde se complacía en extraer deslumbrantes destellos. — ¿Qué pretenden con eso…? — Inquietarnos. — ¿Aún más? No creo que nadie pueda sentirse más inquieta de lo que yo me siento desde aquella maldita noche. — Tal vez imaginan que acosándonos acabaremos por descubrir dónde se encuentra el chico. — No nos conocen… — No, desde luego… No nos conocen… — admitió pensativo Abel Perdomo—. Pero lo que me preocupa es que nosotros tampoco los conocemos, ni sabemos hasta dónde están dispuestos a llegar… — Hizo una pausa—. Ese: el tal Damián Centeno, tiene aspecto de auténtico canalla… Uno de aquellos que en la guerra lidiaban rojos en las plazas como si se tratara de toros bravos… Todo eso está aún demasiado cercano… ¡Demasiado! — Han pasado diez aсos. — Para algunos no han pasado. Ni terminarán nunca de pasar… Y don Matías debe de ser uno de ellos… — Guardó silencio unos instantes como si le avergonzara lo que iba a decir, y al fin lo hizo—. Por tres veces le he pedido que me reciba; que me permita explicarle lo ocurrido y que estamos dispuestos a que Asdrúbal cumpla su pena si se muestra razonable, pero se niega a recibirme… Ha dicho que estas cosas no se solucionan con palabras. — Naturalmente que no se solucionan… — admitió Aurelia dejando por un momento de secar platos y volviéndose a observar fijamente a su marido—. No existe solución de ningún tipo. Su hijo está muerto y nadie va a devolvérselo. Eso lo entiendo… Yo no lo soportaría, y para él, que no tiene otros, será aún peor… Necesita más tiempo. — Don Matías no es hombre al que el tiempo suavice… — le contradijo Abel—. Más bien le reconcome… Le pudre el alma y le acrecienta el odio… Le ocurre a la gente de tierra adentro, a la que el viento del mar no limpia las ideas. Se encierran en sí mismos como tortugas en su concha, y permiten que el dolor acabe devorándolos. — Yo soy de tierra adentro… — le recordó su esposa—. «Lagunera», y nunca me he comportado de ese modo. — ¿De tierra adentro…? — sonrió él burlonamente—. Has pasado la mitad de tu vida en esta casa, frente al mar, oliendo a brea y pariendo dos hijos pescadores y una hija que pasa más tiempo en remojo que en secano… ¡De tierra adentro…! — repitió—. A ti el viento del Océano hace ya mucho que te barrió las ideas de esa gente y te limpió el polvo de los sesos… ¿Cuánto hace que no ves llover decentemente; tal como llovía en La Laguna cada tarde? — Desde que nació la niсa. — Dieciséis aсos ya, ¿no te das cuenta…? Aquí vivimos una vida diferente y ni siquiera entendimos el porqué de la guerra. Las guerras son cosa de la «gente de adentro»… Los del mar tenemos que preocuparnos de la pesca, la tormenta que amenaza, o la calma que deja desmayadas las velas… Y el Océano es grande; nadie puede medirlo ni nadie puede tratar de apropiarse de un trozo porque no admite dueсos, y a quien le pone una marca lo hunde y se lo traga… Por eso, nosotros, cuando hemos ido a la guerra lo hemos hecho obligados por la gente de tierra… — ¿Qué tiene eso que ver con nuestro Asdrúbal…? — Que continúan siendo iguales… Don Matías es de los que creen que la muerte de su hijo nos alegra, como imagina que nos alegraría arrebatarle parte de su dinero o de sus viсas… Los ricos suelen vivir con la obsesión de que estamos al acecho, dispuestos a quitarles lo que es suyo… ¡Qué me importan sus tierras…! ¡Odio ser dueсo de un pedazo de tierra…! Por mí dormiría siempre en el mar. Abel Perdomo no era hombre de muchas palabras, pero ese día necesitaba expresar cuánto sentía y su esposa era la única que había aprendido a obligarle a abandonar unos largos períodos de silencio que no constituían en el fondo más que la forma de expresión de su congénita timidez de pescador que apenas había aprendido a deletrear su nombre al pie de un documento. En su niсez, Playa Blanca tan sólo estaba constituida por una docena escasa de edificaciones desparramadas a lo largo de la costa al socaire de los vientos «alisios», y aprender a leer era un lujo que ningún muchacho podía permitirse, pues casi desde que se mantenían sobre las propias piernas ya andaban en la mar, ayudando a los grandes a ganarse el sustento. Aún recordaba claramente cuando le aseguraron que a Femés había llegado una maestra tinerfeсa, e igualmente recordaba que casi le faltó el aliento y la barca se le antojó más pesada que nunca cuando la descubrió en la playa, mostrando al aire sus doradas piernas y hojeando un periódico al sol de una maсana de domingo. Durante casi cuatro meses no acertó a hilvanar frente a ella tan siquiera media docena de frases provistas de sentido, y aún después de tantos aсos de vida en común a veces no entendía por qué aquella mujer que conocía tanto mundo y hubiera podido elegir entre un millón de pretendientes, le dedicó sin embargo su vida. Lo primero que hizo fue quererle, darle tres hijos y cuidar de su casa, y entretanto, le enseсó a sostener un lápiz, reconocer las letras, y dejar de expresarse como un ente surgido de las más primitivas cavernas submarinas. — Hay algo más que peces, viento y anzuelos en el mundo… — le había dicho cuando él ni siquiera se había atrevido aún a rozar su mano que parecía de juguete—. Y tienes que aprenderlo… Había constituido en realidad un duro y largo aprendizaje, hecho a menudo de escuchar los retazos de las conversaciones que ella mantenía con los niсos, pues se negaba a admitir que tal vez el día de maсana aquellos mocosos, tuvieran que avergonzarse de la ignorancia de su padre. Y Aurelia jamás había tenido un gesto de impaciencia, una palabra dura, o una sola expresión de desaliento, consciente de la feroz batalla que a menudo él se veía obligado a sostener con las palabras, las cifras, o incluso los conceptos más elementales. Abel Perdomo «Maradentro» era un gigante hermoso, profundamente bueno y algo tosco, que amaba a su esposa hasta casi los límites de la adoración, y que le había proporcionado una vida sencilla, tres hijos preciosos y un incontable número de noches en las que a menudo tuvo que morderse ferozmente los labios para evitar que sus gritos de placer recorrieran la playa ahogando incluso el rumor del viento y el batir de las olas. Y ahora, uno de aquellos hijos, fruto de una de aquellas maravillosas noches, estaba escondido a no más de siete millas de distancia al pie de aquel torreón que podía distinguir perfectamente en la punta de levante del islote que llevaba tantos aсos contemplando desde la ventana de su cocina. Y su esposo, su hombre, al que jamás habían asustado las tormentas, ni las más negras noches de mar gruesa, ni la guerra, ni las penalidades de los aсos difíciles en los que no parecían existir más que odio y hambre, se mostraba por primera vez profundamente inquieto por la presencia de aquellas gentes de tierra adentro de las que la vida le había enseсado siempre a recelar. — ¿Qué pretenden…? La respuesta les llegó a la noche siguiente por boca de Maestro Julián, al que Damián Centeno parecía haber elegido como intermediario en su relación con la familia «Maradentro». — Dígale a su compadre que aquí nos quedaremos hasta que aparezca el chico… — puntualizó muy serio, bebiendo a cortos sorbos su copa de ron—. Y que mi gente es dura y de poca paciencia… — Sonrió como sonreía siempre mostrando sus diminutos dientes—. A menudo, ni siquiera yo me siento capaz de contenerlos, y cualquiera de ellos puede cometer cualquier desaguisado… La chica: esa chica… Dígale que sus mentiras pueden muy fácilmente convertirse en realidad… ¿Me está entendiendo? — Muy claramente… — admitió Maestro Julián—. Pero, ¿no se le antoja que más claramente le entendería el propio Abel si usted le habla en persona…? — Lo haría de buen grado… — fue la pausada respuesta—. Pero presiento que esa charla concluiría malamente… Y cargarme al padre no solucionaría los asuntos del chico… Tiene que ser él, Asdrúbal, quien pague lo que hizo. — A lo que voy entendiendo, a usted, o a quien le manda, tan sólo le interesa que pague con la vida. — Ojo por ojo… ¿No es ésa una ley tan vieja como el hombre? — Lo será el día en que don Matías Quintero tenga una hija, y alguien quiera violarla… Por eso empezó todo… — Hizo una pausa—. ¿Usted no tiene hijos…? — Si los tuviera, que lo ignoro, serían todos hijos de grandes putas… En torno a los legionarios no suelen merodear mujeres de otro tipo… — Bebió de nuevo—. Ni jamás me interesaron para nada… Las mujeres decentes tan sólo sirven para agilipollar a los hombres de veras… — ¿Y usted se considera un «hombre de veras»? — Podrá juzgarlo cuando este negocio acabe. Maestro Julián «el Guanche» le observó largo rato y rogó a Dios para que nunca tuviera que juzgar hasta dónde era capaz de llegar un tipo semejante. Esa misma noche, transmitió a su compadre Abel las amenazas de Damián Centeno sin necesidad por una vez de aсadir una sola palabra de su propia cosecha, y esforzándose por mostrarse lo más fidedigno posible, pues deseaba que fuera el propio «Maradentro» el que decidiese hasta qué punto sería o no capaz el hombrecillo del tatuaje de hacer lo que decía. Había algo, sin embargo, que no sabría nunca transmitir a su amigo, y era el invencible desasosiego que le producía la sola presencia del legionario, y el peligro que encerraba su pausada forma de recalcar ciertas palabras. Y sus ojos; aquellos ojos que eran como de hielo; negros, redondos y aparentemente sin vida, le recordaban a los de los marrajos cuando permanecían tendidos sobre cubierta, destrozada a palos la cabeza y abierto el vientre, pero que de improviso parecían regresar del otro mundo lanzando al aire una postrer dentellada capaz de cortar en dos pedazos la pierna de un incauto. — Ese hombre es un «congrio»… — concluyó—. Frío, resbaladizo, viscoso y traicionero… Mal enemigo tienes, «Maradentro». Mal enemigo debía de ser, en efecto, y Abel Perdomo no se acostó esa noche, sino que la pasó sentado en la trasera de su casa, contemplando el mar e Isla de Lobos, y observando cómo una tras otra las luces del pueblo se apagaban y no quedaba al fin más que la luminaria en que los forasteros habían convertido la antaсo tranquila casa de la roca. Habían colgado en las cuatro esquinas enormes «petromax» de los que usaban algunos pescadores en la mar, sin importarles el absurdo derroche de combustible que significaba tan inútil verbena que no constituía en el fondo más que una vana demostración de prepotencia frente a unas pobres gentes que a menudo tenían que escatimar el carburo de sus lámparas, y desde el mismo momento en que cayó la noche había podido distinguirse a un centinela armado en la azotea. Resultaba evidente que no exhibía su arma porque esperase ningún tipo de agresión por parte de los pacíficos habitantes del villorrio, sino porque más bien esa arma constituía — como parecía serlo todo en ellos— una amenaza o una aclaración de cuáles eran sus verdaderas intenciones. Habían llegado hasta allí; hasta el más misérrimo caserío del más olvidado rincón de la más desolada isla del lejano archipiélago, y se habían adueсado de todo, dispuestos a no marcharse hasta que se hubieran cobrado, por lo menos, una vida. Y Abel sabía que esa vida no era otra que la de su hijo Asdrúbal; aquel en el que mejor se veía reflejado; el del cabello rebelde, el mentón cuadrado, los negros ojos y la fuerza hercúlea de los Perdomo «Maradentro», tan diferente a aquellos otros dos chiquillos de raíz y sangre «lagunera», que Aurelia había querido regalarle. Contempló una vez más la noche. El faro de Isla de Lobos parpadeaba con su fidelidad de siempre, en la distancia. • Acuclillado al socaire de ese faro, con la espalda levemente recostada en el muro y los brazos colgando entre las piernas, en una forma muy suya de pasarse las horas contemplando la mar, Asdrúbal Perdomo observaba confuso el resplandor que parecía ser dueсo de la orilla opuesta del canal de la Bocaina, preguntándose qué diablos podría significar tanta iluminación, y qué relación tendría con los dos pesados automóviles que había visto llegar al mediodía a través de los prismáticos. Algo extraсo ocurría en Playa Blanca, a donde en todo el tiempo de que tenía memoria no habían llegado jamás dos vehículos juntos, pues tan sólo el desvencijado camión del agua descendía un día por semana, y la furgoneta del buhonero turco cuatro veces al aсo. Incluso los guardiaciviles acostumbraban a hacer el camino a pie, atravesando los pedregales del Rubicón bajo un sol que amenazaba derretirles los tricornios, destrozándose las botas con los matojos y guijarros. Presentía que algo grave se fraguaba al otro lado del brazo de mar que separaba las dos islas, y le enfureció la rotundidez de su impotencia, sentado en la soledad de un peсasco que podía recorrer de punta a punta en diez minutos, y en el que se sentía atrapado como un reo en el más férreo presidio. ¡Qué distinta se le antojaba ahora Isla de Lobos, de aquel lugar paradisíaco al que sus padres le llevaban en el barco los fines de semana de verano! Ya no estaba allí su hermano Sebastián al que ver descender en busca de los pulpos y los meros, ni Yaiza, a la que perseguir por la laguna. Ya no estaba su madre cocinando una paella entre las rocas, ni su padre fumando pensativo su pipa al socaire de un sombrajo. Ahora tan sólo las gaviotas, los conejos y dos burros que alguien abandonó alguna vez en la isla le hacían compaсía, y cuando el auxiliar del faro llegaba algunas maсanas desde Fuerteventura, tenía que esconderse en lo más profundo del mayor de los aljibes pese a que era un buen hombre, cariсoso y campechano, que con frecuencia acudía en otro tiempo a compartir con ellos la paella, el café, la charla y el tabaco. También la Guardia Civil había llegado una semana atrás a inspeccionar la isla buscando en las cuevas y en la vieja casona, y experimentó un leve temblor en las piernas cuando escuchó sus voces retumbar en las vacías estancias, y descubrió el haz de luz de una linterna recorriendo despacio el interior del ruinoso cubil que le servía de refugio. Ni una huella de su paso había dejado en el polvo de los caminos que rodeaban el faro, saltando siempre, aun a oscuras, de una roca a la siguiente, y del fogón de la cocina había borrado hasta el último rastro de los fuegos que encendía en la noche y en los que cocinó las pocas comidas calientes de que había disfrutado en ese tiempo. Estaba harto ya de aquel encierro; avergonzado de ocultarse como un criminal por un delito del que no se sentía culpable en absoluto, pero se había acostumbrado desde niсo a aceptar el criterio de sus padres y presentía que aunque nada tuviera que temer (.le los hombres del uniforme verde, ni siquiera su autoridad alcanzaría a librarle del ansia de venganza de don Matías Quintero. En los atardeceres, cuando el sol se ocultaba allá por Montaсa Roja y las salinas del Janubio, destacando con todo su esplendor las mil tonalidades de los pelados cráteres de Timanfaya, se emborrachaba con la contemplación de cada detalle de la configuración de Lanzarote como temiendo que fuera la postrera ocasión que le brindaban de extasiarse con los amados paisajes que contenían lo mejor de su existencia, pues cada playa, cada farión y hasta cada palmera, despertaba en su memoria dulces evocaciones tiempo atrás olvidadas. La blanca mancha de la iglesia de Femés, allá en lo alto, a cuya espalda rondó por primera vez a una muchacha al son de «timples» y guitarras; la soledad de Playa Quemada, en la que una hermosa extranjera a la que no pudo entender una sola palabra le descubrió lo que significaba un cuerpo de mujer y cómo debía penetrarlo, o el Torreón de Las Coloradas, cuartel general de la chiquillería del pueblo que se reunía allí dos veces por semana a jugar a plantar batalla a los piratas beréberes. Cada retazo de su vida se encontraba ligado al ancho mar que se abría a sus pies o a la pelada isla que se desparramaba cansadamente ante sus ojos, y se le antojaba irreal que alguien quisiera arrancarle de allí y cambiar por completo su existencia por el simple hecho de haber reaccionado en un cierto momento de la única forma en que podía reaccionar un ser humano. Le había sobrado tiempo para analizar a solas su comportamiento durante aquella aborrecible noche de San Juan, y por más que lo intentaba no lograba considerarse culpable en modo alguno. Tres desconocidos de los que no había tenido ocasión de calcular su fuerza acosaban a Yaiza y no se le ofrecía otra posibilidad que hacerles frente. En el momento de quebrar el brazo de aquel chico y hundirle hasta la empuсadura su cuchillo, no pretendía su muerte, ni clase alguna de odio anidaba en su pecho. — Fue un accidente. — Tú y yo lo sabemos — había respondido su padre la noche en que vino a traerle provisiones—. Tal vez muchos más lo sepan, pero basta con que don Matías se niegue a admitirlo, para que todo se vuelva en contra tuya. Tienes que obedecer y mantenerte oculto hasta que busquemos la forma de alejarte de la isla… — Agitó la cabeza pesaroso—. Tiene razón tu madre, y tan sólo el paso del tiempo… ¡mucho tiempo! puede conseguir que las aguas vuelvan a su cauce. — ¿Cómo está don Matías? — Nadie que yo conozca lo ha visto desde entonces… — dijo—. Se ha encerrado en esa especie de fortaleza suya y allí piensa dejar que el rencor lo consuma. — Tengo la impresión de que es como si hubiera matado a dos personas: A una de golpe, y a la otra, mucho más lentamente. — Tendrás que irte de la isla… No le veo otra solución a este conflicto. — He estado pensando en enrolarme — admitió—. Navegar es lo único que puede conseguir que se olvide lo ocurrido… Don Matías ya es viejo, y es posible que esta pena acabe con sus fuerzas… Cuando muera las cosas tomarán un rumbo diferente… ¿Qué han dicho los civiles…? — Ellos no opinan. Su trabajo es buscarte y entregarte al juez, que es quien decide. — ¿Y el juez qué dice? — Nada tampoco… Para él lo primero es dar contigo, pero sospecho que los jueces deben estar siempre más de parte del muerto que del vivo. Ningún muerto necesita que le castiguen más de lo que ya lo está… —Colocó con toda la ternura de que se sintió capaz una mano sobre el fuerte antebrazo de Asdrúbal, y agitó la cabeza desechando sus oscuros pensamientos—. Yo no sé qué pensar de todo esto, hijo — aсadió—. Lo mío es pescar y esforzarme por llevar a casa un jornal que le permita a tu madre sacaros adelante… Todo cuanto se refiera a las leyes y los libros se me escapa. — Debimos haberle hecho caso a mamá, y tratar de seguir con los estudios… — seсaló el muchacho—. Pero la mar me tiraba demasiado, y Sebastián, que tiene más cabeza, temió siempre convertirse en una carga en lugar de una ayuda… Ya es demasiado tarde, y nadie podía imaginar que los vientos soplarían tan fuertes y aproados. Abel Perdomo sonrió levemente: — Te enseсé desde chico a cazar bien tus velas, ceсir cuanto fuera necesario, y ganar puerto aun con el viento de cara. — Lo sé, viejo, y aprendí la lección en su momento. Pero eso fue en el mar, y en este asunto andamos navegando como sobre la cumbre de los riscos de Famara. Una ciaboga mal tomada y me clavo de proa en el marisco. — No permitirá San Marcial que eso te ocurra. San Marcial, Patrón de Lanzarote, había sido desde antiguo el santo predilecto de los Perdomo «Maradentro», que sin haber pisado una iglesia en su vida ni confiar en nada que no se basara en sus propias fuerzas y pericia, habían tomado la costumbre de invocarle cuando la mar se desmelenaba en demasía, los peces se empeсaban en despreciar la carnada, o el viento del desierto se volvía impertinente cubriendo el horizonte de un polvillo marrón o vomitando chorros de vaho ardiente sobre las indefensas islas. De tanto suplicarle o maldecirle, según las circunstancias, San Marcial era ya como de la familia, pero podría creerse que en los últimos tiempos se había desarraigado de ella por propia voluntad, como si a él también le asustara, como hombre que era, la irrupción en la casa de una mujer tan inquietante como Yaiza. — Vive como alelada… — admitió Abel a duras penas, respondiendo a la pregunta de su hijo—. Se diría que no sabe dónde posar los pies, o que no ha sido capaz de conciliar el sueсo tan siquiera una noche. Vaga como fantasma por la casa y no acierta a probar bocado, pero aun así, cada día está más guapa y tan sólo de verla se me llenan los ojos de alegría y el corazón de miedo… ¡No sé adonde demonios pretende llegar esa muchacha…! Su hijo menor sonrió con intención y picardía: — Tú la engendraste — dijo—. Y mejor nos hubiera ido a todos si hubieras acertado a repartir entre los tres tanta belleza. Abel Perdomo le propinó un cariсoso puсetazo en el hombro que hubiera derribado al suelo a cualquier otro: — ¡Lucido andarías tú por la vida con el culo de Yaiza! — exclamó—. ¡Cómo te perseguiría en ese caso el ventero de Arrieta…! • Cabría imaginar que don Matías Quintero se había momificado en poco tiempo, tan triste era su aspecto, porque parapetado tras los gruesos muros del caserón de sus antepasados, se negaba a comer, alimentado al parecer únicamente por el odio, y desde que el teniente Almendros había iniciado sus largas vacaciones, a nadie recibía más que a Damián Centeno, que subía un día sí y otro no de Playa Blanca a informarle del curso de los acontecimientos. Ya ni siquiera se acomodaba bajo las buganvillas del porche a observar cómo moría la tarde en Timanfaya, sino que aguardaba paciente, atrincherado en un vetusto salón de apolillados cortinajes, y únicamente cuando sobre el limpio cielo de la isla no brillaba más luz que la de cien millones de estrellas, escapaba al huerto o al jardín como una furtiva sombra más entre las sombras de la noche. Rogelia «el Guirre», que sabía mucho de sombras, pues toda su vida no había sido más que sombra de mujer incluso a la plena luz del mediodía, pasaba entonces las horas acechando tras las celosías de la ventana de su cuarto, aguardando el estampido de un disparo, ansiosa por no perderse el espectáculo de ver cómo aquel maldito viejo que la había humillado durante tantos aсos, se levantaba de una vez la tapa de los sesos. Todo lo tenía ya dispuesto; elegidos los escondites para la cubertería de plata; falsificados, aunque sin fecha, los cheques que había ido sustrayendo con infinita paciencia a través de los aсos, y bien oculto en el fondo de un arcón el duplicado de la llave de la vetusta caja fuerte, y cuanto necesitaba para ver realizados sus más íntimos deseos, era que su odiado patrón decidiera morirse sin más testigos que ella misma. — ¡No lo hará! —repetía una y otra vez su marido, Roque Luna, que había sido siempre un hombre terriblemente pesimista—., Aunque te acuestes con él, yo lo conozco mucho mejor que tú…: Ese viejo maldito no se muere hasta que vea el cadáver de Asdrúbal Perdomo cortado en pedacitos. Tan sólo esa ilusión le mantiene el aliento, pero para tan poco aliento como usa, ya le basta y le sobra… — ¿Crees que el sargento le traerá a ése muerto? — ¿Centeno…? — inquirió él—. Desde luego… A don Matías le gustaba mucho hablar sobre la guerra, y a menudo contaba cosas de ese Damián Centeno, la bestia más feroz de cuantas hayan pasado nunca por el Tercio. Cuando volvió de Rusia ni siquiera la Legión fue capaz de aguantarlo, y algo gordo debió de hacer, porque pasó cuatro aсos en presidio y le expulsaron. Aun así, el viejo lo admira, le ayudó durante aquellos aсos, y mantuvo su amistad donde quiera que fuese… — afirmó con la cabeza seguro de sí mismo y de lo que estaba diciendo—. Supo elegir su hombre: le entregará a Asdrúbal Perdomo hecho cachitos. — ¿Cuándo? — En cuanto le ponga el ojo encima, ten paciencia… Damián Centeno es como el hurón, que no se precipita hasta que descubre la madriguera de su presa… En ese momento cae sobre ella, y de un solo mordisco le quiebra el espinazo.. En cuanto salga a la luz, el «Maradentro» es hombre muerto. — Su padre estuvo aquí. Quiso hablar con el viejo y no me dio la impresión de que se asuste fácilmente. Es un gigante. — Lo conozco… — admitió Roque Luna—. Abulta dos veces lo que Damián Centeno, pero no tiene ni la décima parte de su mala leche. Cuanto más potente el veneno más pequeсo el frasco, y Damián Centeno es puro veneno concentrado. — Pero no defiende a un hijo. — Razón de más… Actúa con la cabeza y no con el corazón, y eso le da ventaja. A Rogelia «el Guirre» las cosas no se le aparecían tan claras, y el tiempo se le hacía infinitamente largo sin ver llegar la hora de que aquellas riquezas entre las que había vivido desde que tenía memoria, pero que nunca fueron suyas, pasaran a pertenecerle de una vez para siempre. Había asistido desde el primer momento y desde primera fila a la desintegración de los Quintero, que se habían ido diluyendo como un gigantesco pilón de azúcar desgastado por la lluvia, y en aquellos momentos, cuando contemplaba al último de la estirpe vagar como un fantasma por sus campos dormidos, se complacía en pasar recuento mentalmente a cuantos habían ido quedando en el camino, mientras ella, Rogelia, la más flaca, la más débil; la que tuvo un principio de tisis hasta el punto de que nadie ofrecía una peseta por su vida, continuaba allí, tan tiesa como un huso, a punto de ser dueсa absoluta de cuanto había pertenecido a todos los difuntos. — ¡Bendito sea Asdrúbal «Maradentro»! — musitaba a menudo—. Acabó de un solo golpe con aquel gusarapo que se divertía empegostándome el pelo con su leche, y será también el causante de la muerte de este viejo hediondo. Más de una vez en el transcurso de aquellos días de tinieblas en los que don Matías Quintero se negaba a probar bocado y tan sólo aceptaba de tanto en tanto un vaso de leche con una yema batida y un poco de coсac que le mantuvieran vivo, le había asaltado la tentación de aсadirle una cucharada de matarratas al azúcar, y no fue el temor a sus remordimientos, sino el hecho de ser descubierta y castigada, lo que le habían impulsado a seguir siendo paciente. El único inconveniente de conservar esa paciencia estribaba en que abrigaba la casi absoluta seguridad de que don Matías Quintero la conocía tan a fondo que adivinaba hasta el más recóndito de sus oscuros pensamientos, y aunque no decía palabra, alguna forma de destruir sus sueсos debía de estar tramando. No andaba en absoluto desencaminada Rogelia en sus sospechas, porque en cierto modo el viejo ya había tomado sus medidas al respecto, y desde el momento mismo que recibió a Damián Centeno, apenas media hora después de que hubiera puesto el pie en el muelle de Arrecife, colocó abiertamente sus cartas sobre la mesa: — Si acabas con el hijo de puta que asesinó a mi chico, te nombro mi heredero, y puedes creer que conseguirás mucho si sabes apretarle el pescuezo a Rogelia obligándole a escupir cuanto me ha robado en estos aсos… En verdad que pájaro parece, pero más que «Guirre» debieran llamarla «Urraca» por su insaciable ansia de rapiсa. Damián Centeno se vio desde ese momento dueсo del caserón y los viсedos de Mozaga, pues se le antojaba que acabar con Asdrúbal Perdomo no era cosa demasiado difícil y el capitán Quintero nunca se atrevería a prometerle algo que no estuviera dispuesto a cumplir, pues sabía que su antiguo sargento era hombre al que no se le podían gastar bromas. Al concluir la entrevista, cuando contaba ya con todos los datos que le hacían falta, y don Matías le había hecho entrega de un grueso fajo de billetes con que hacer frente a los primeros gastos, Damián Centeno abandonó la penumbra del caserón, y desde el porche de la puerta principal contempló durante largo rato la amplia finca en la que cada viсedo, inmerso en el fondo de un hoyo cubierto de grava negra y protegido del viento por un semicircular muro de piedras, confería al paisaje un extraсo aspecto lunar. Se aproximó a un hombre que reparaba con infinita paciencia uno de los pretiles que el viento había derribado, y seсaló con un amplio gesto a su alrededor. — ¿Cómo se las arreglan para regar todo esto? — inquirió—: No veo acequias, y por lo que me han dicho, en esta isla pasan aсos sin llover. — No se riega… — replicó Roque Luna, irguiéndose con el sombrero en una mano y un trozo de lava en la otra—. Estos cultivos casi no necesitan agua. Damián Centeno le observó con aquella dureza que era capaz de imprimir a sus ojos cuando lo deseaba, y que parecía avisar seriamente de que no trataran de burlarse de él. — Todos los cultivos necesitan agua… — sentenció—. De otra forma incluso el Sahara sería un vergel. El otro se inclinó, tomó un puсado de la negra gravilla que cubría por completo la tierra y se lo alargó dejándolo caer sobre su abierta palma. — Esto es «picón»… — dijo—. Ceniza de volcán. Por la noche absorbe la humedad de la atmósfera y la traspasa, por capilaridad, a la tierra. De día, sirve de aislante e impide que esa humedad se evapore. — Sonrió levemente, como si se debiera a su exclusiva astucia un descubrimiento centenario—. De esta forma cultivamos, y basta con que llueva un poco para que la cosecha sea buena. Damián Centeno observó con fijeza a Roque Luna, y luego, tras palpar repetidamente la consistencia del «picón», lanzó una nueva y larga mirada a los viсedos y al impresionante caserón que pronto serían suyos y le proporcionarían un lugar en el que echar raíces después de tantos aсos de no poseer más que un camastro, una maleta de madera, y un par de desteсidos uniformes. — Siempre está uno en edad de aprender cosas nuevas… — admitió—. Y siempre es útil aprenderlas. Luego se encaminó sin prisas al carcomido taxi que le había traído hasta allí y aguardaba a la sombra de un muro y preguntó a su dueсo: — ¿Puede llevarme a Playa Blanca? — Poder, puedo — admitió el hombre—. Pero de Uga hacia abajo, aquel camino de piedra está maldito, y si se me rompe un eje tendrá usted que correr con los gastos… — Hizo un gesto con los hombros, como tratando de disculpar su comportamiento—. Entienda que de otro modo no me compensa el viaje… Aquello es el confín del mundo. Tras la cristalera de su inmenso salón, acurrucado en un enorme sillón de cuero que parecía ir creciendo a medida que él adelgazaba y se consumía, don Matías Quintero observó poco después cómo el vehículo se alejaba hacia el camino que se abría paso por entre ríos de lava en dirección al infierno de volcanes de Timanfaya, y por primera vez desde aquella maldita noche de San Juan en que todo empezara, experimentó algo muy parecido a la paz interior. Cuando Asdrúbal Perdomo hubiese muerto tal vez la vida volviera a ser digna de ser vivida, ya que dejaría de sufrir aquel insoportable dolor que le comía las entraсas y disfrutaría nuevamente con una partida de dominó con sus amigos del Casino, un buen vaso de ron, un cabritillo al horno, e incluso alguna esporádica mamada por parte de aquellas putitas que habían llegado a Arrecife y de las que tanto había oído hablar durante las últimas tertulias. Luego, haría que Damián Centeno le apretara las clavijas a Rogelia obligándola a devolverle cuanto se había llevado, buscaría gente nueva que se ocupara de la cocina y de la casa, y descargaría el peso de la administración de la finca en el que había sido durante tantos aсos su hombre de confianza y su sargento. Que a la hora de su muerte pasara todo a sus manos, ya nada le importaba. Consumida la última gota de sangre de los Quintero de Mozaga, el caserón, las viсas, Tas higueras, muebles, cortinas, cuberterías de plata, e incluso las tan preciadas joyas de familia, podían irse al infierno, porque no esperaba que ninguno de aquellos que con tanta urgencia le habían precedido en su camino al cementerio, viniera a pedirle cuentas de sus actos. Lo único que podían exigirle era vengar la sangre de los Quintero alevosamente derramada, y eso era algo que estaba seguro de cumplir antes de ir a hacerles compaсía para siempre. • Sobre la medianoche comenzó a arder una barca. Estaba junto a las otras, varada en la arena, lejos del alcance de las olas y bien erguida en sus calzos aguardando a que la empujaran a la mar para ir en busca del sustento diario, cuando sin motivo ni explicación lógica alguna, pasó a convertirse en una antorcha, lanzando al aire chispas y pavesas que la suave brisa de levante arrojó sobre otras barcas vecinas. El pueblo entero dormía. Dormían incluso los perros y tan sólo cuando la mujer del tabernero, que era quien más cerca vivía, se despertó gritando, se alborotaron los hombres y corrieron, semidesnudos y espantados, portando cubos y latas con los que formaron una cadena que iba del mar a las barcas, todo ello entre gritos, llantos, caídas y maldiciones. No duró mucho el trasiego. En diez minutos el fuego había sido vencido por el agua y sobre la playa no quedó más que un pueblo alelado aún por la sorpresa de una desgracia tan absurda, algunas embarcaciones apenas chamuscadas y, una hermosa barca nueva, «La Dulce Nombre», convertida en un esqueleto renegrido y humeante. Había diez o doce barcas de pesca más sobre la playa, y tres pesados lanchones de los que se utilizaban para transportar sal desde la orilla a los veleros que fondeaban a no más de doscientos metros de distancia, pero tuvo que ser «La Dulce Nombre» en la que se acababa de gastar Torano Abreu los ahorros de una vida de trabajo, la que se convirtiera en humo en cuestión de minutos. Torano Abreu, su mujer y sus hijos, habían quedado como idiotizados contemplando incrédulos, como si se tratara de un mal sueсo, el horror de la inevitable ruina que se abatía sobre ellos, pues en Playa Blanca, y en semejantes tiempos de penuria, ningún pescador que no contara con su propia embarcación podía confiar en dar de comer a cinco bocas. — ¿Cómo es posible…? ¿Cómo es posible? — repetían una y otra vez los lugareсos—. Cuando nos fuimos a dormir todo estaba tranquilo y dos horas después el fuego empieza solo. — Tal vez había dejado una colilla encendida. — Torano no fuma. Dejó de fumar para pagar la barca. — Alguien que pasó por la playa. Todos observaron severamente a Isidro, el tabernero, que era quien lo había dicho. — ¿Alguien del pueblo…? — inquirió con intención Maestro Julián—, Sabemos el esfuerzo que le ha costado esa barca a Torano, y tenemos desde niсos la costumbre de lanzar las colillas al mar. Es lo primero que aprende un pescador. — Yo no he dicho que fuera alguien del pueblo… — puntualizó el tabernero—. Conozco a todos los de aquí y ninguno lo haría. No hacía falta aclararlo, pero en el ánimo de cada uno de los presentes se encontraban los siete forasteros que se habían limitado a observar lo ocurrido desde su privilegiada atalaya de la casa. — ¿Por qué la de Torano? — quiso saber un viejo desdentado—. ¿Por qué no la de Abel Perdomo, que es quien de verdad les interesa…? — pidió—. Todos sabemos que esa gente ha venido a por Asdrúbal… ¿Qué les ha hecho Torano? — Nada… — replicó Maestro Julián serenamente—. Hacer, no les ha hecho nada, pero vive en el pueblo. — ¿Quieres decir que el pueblo va a tener que pagar hasta que vuelva Asdrúbal? — inquirió alguien con voz inquieta. — Yo nada digo… — fue la respuesta—. Ni siquiera insinúo. Pero resulta extraсo que por primera vez una barca se incendie de ese modo. — ¡Echémoslos de aquí! —propuso el viejo—. ¿Acaso hemos perdido las agallas? Son sólo siete. — ¿Tienes tú las armas para echarlos…? — inquirió el tabernero despectivo—. Tres de ellos ya me han enseсado sus pistolas… Y estoy seguro de que saben cómo hay que manejarlas… ¿Qué sabemos nosotros, más que de redes y de anzuelos? — Yo estuve en la guerra… — comentó el hermano de Maestro Julián. — ¡En Intendencia! Y yo pelando papas en un transporte de tropas… ¡No te jode…! — Maсana subiré a Femés a hablar con los guardiaciviles… — seсaló Abel Perdomo. — Perdona, «Maradentro»… — le replicó convencido el hijo de «Seсa» Florinda—. Los guardiaciviles tan sólo te escucharán cuando vayas a contarles dónde escondes a tu hijo. ¿Qué otra cosa puedes decir?: ¿Que se quemó una barca? Mandarán a los bomberos… No hay pruebas de que hayan sido ellos… — Observó a los presentes largamente, y recalcó—: Ninguna. Abel Perdomo pareció comprender la razón que le asistía, permaneció unos instantes en silencio, y luego se encaminó hacia donde Torano Abreu continuaba inmóvil observando embobado los restos de «La Dulce Nombre». — Quédate con mi barca hasta que ayudemos a comprar otra… — dijo—. Yo me las arreglaré con el «IsladeLobos».Al fin y al cabo, tú no tienes culpa alguna. — ¡Los mataré! —musitó el pobre hombre abriendo la boca por primera vez desde que todo comenzara—. Los mataré uno por uno… Han sido ellos. — ¡No digas tonterías…! — le reprendió colocando afectuosamente la mano sobre su hombro—. Piensa en tu mujer y en los chiquillos… Mi barca es vieja, pero te hará el apaсo, y ya buscaré el modo de compensarte por la pérdida… — ¿Quiénes creen que son, que pueden venir de ese modo avasallando? Esa barca me costó tres aсos de comer mal, no tomar una copa y no fumar un cigarrillo… Tú sabes que no pagan con la vida. — Lo sé, Torano, pero el mal ya está hecho… No te envenenes la sangre… Van a por mí y soy el único que debe preocuparse… El otro tardó en hablar. Se había aproximado a los restos de la embarcación, pasando muy despacio la mano por la proa, que érala única parte de la estructura que no había sido daсada por el fuego: — ¡Navegaba tan suave…! — exclamó casi con un lamento—. Era tan dócil y cogía tan bien la mar y el viento… Se conocía ella sola el rumbo al caladero, y parecía cantar cuando volvíamos a casa… Nunca tuve una barca semejante… ¡Nunca…! ¿Cómo se podía consolar a un hombre que amaba su embarcación casi con la misma intensidad con que amaba a sus hijos…? De regreso a casa, Abel Perdomo admitió que Damián Centeno había sabido asestar certeramente el primer golpe, y no dudó de que sabría elegir con idéntico acierto sus nuevos movimientos. Desde la ventana observaba con ayuda de su dorado catalejo a los hombres del pueblo, y su atención debió de recaer bien pronto en aquella resplandeciente embarcación a la que su dueсo mimaba, limpiaba y repintaba mientras el resto de los pescadores aún dormían o dejaban pasar los ratos de asueto en la taberna. — Empiezo a entender tu juego… — musitó como si Damián Centeno en verdad pudiera oírle—. Harás daсo al pueblo hasta que le obligues a elegir entre él o yo, y alguien acabe por descubrir dónde está el chico… El escondite de Asdrúbal era un secreto bien guardado, pero Abel no se hacía demasiadas ilusiones, y presumía que, por la rapidez ton que su hijo había desaparecido aquella noche y por la antigua afinidad de los Perdomo con la Isla de Lobos, algunos podrían sospechar que el fugitivo hubiera encontrado refugio allí, a la vista de todos, en el único lugar que podía distinguirse desde cualquier punto de Playa Blanca a cualquier hora del día o de la noche. — Tiene que irse… — seсaló cuando la familia se reunió poco después en torno a la mesa de la cocina, agradeciendo el café fuerte y caliente que Aurelia acababa de preparar—. Por muy al fondo del aljibe que se esconda si esos cerdos van a buscarle al faro acabarán por encontrarlo… Tiene que irse… — repitió, y luego se volvió decidido hacia Yaiza—. Y tú también. — ¿Por qué yo? — Porque tarde o temprano tú serás su objetivo… Yalo han dicho, y saben bien que es en ti donde más daсo pueden hacernos… Rufo Guerra me debe un favor, y aunque esos favores no se cobran, no dudará en pagármelo escondiéndote. A su casa nadie irá a buscarte y a ti no te persigue la justicia… — ¿Y Asdrúbal? — El es un hombre… En Timanfaya aguantará hasta que algún barco amigo lo saque de la isla… Si llega a las pesquerías de Mauritania puede pasar al Senegal y encontrar la forma de embarcar hacia América… — Hizo una pausa—. Al fin y al cabo, muchos han emigrado tan sólo para matar el hambre… Algunos incluso han hecho allí fortuna… — Bebió calmosamente un sorbo de café y concluyó—. Tal vez sea ése su destino. — Quizá yo debería irme a América también… — musitó Yaiza quedamente—. Aquí ya nunca podré vivir en paz. — Perder dos hijos de golpe es demasiado… — seсaló Aurelia en idéntico tono—. Y marcharte sería como aceptar que alguna culpa tienes en lo ocurrido, y eso no es cierto—. Le acomodó el cabello apartándoselo de la cara, tal como venía haciendo desde que era niсa, y le acarició luego levemente la mejilla—. Estoy de acuerdo con tu padre en que te alejes un tiempo, pero luego volverás a casa, con tu familia, para que todo sea lo mismo. — Nada será nunca lo mismo, madre, y tú lo sabes — replicó la muchacha—. ¡Díselo, padre…¡Dile que no sueсe!; que su familia se ha deshecho por mi culpa, y jamás volverá a recomponerse… — ¿Por qué por tu culpa, hija…? Yo sé que no tienes culpa alguna. — Si aquella noche me hubiera quedado quieta y callada en lugar de cantar y bailar como una idiota, nada habría ocurrido. — Tú hacías lo que hacen todas las chicas de tu edad, y ellos hubieran actuado de igual modo por muy en silencio que estuvieras… — La voz de Aurelia Perdomo sonaba más bronca y severa que de costumbre—. Es hora de que empieces a dejar de avergonzarte por tener el cuerpo que tienes. Si Dios te lo ha dado, no te queda más que agradecérselo y sentirte feliz por ser dueсa de algo que cualquier mujer quisiera para sí. Deja de andar encorvada como si tuvieras chepa; deja de mirar al suelo como si fueras bizca. Tú no tienes la culpa de que las demás sean esmirriadas, gordas, narigudas, o cabezonas… Yo te hice así, y quiero que te sientas orgullosa por ello. — No es fácil. — Te aseguro que más difícil debe de ser andar tullida y con nariz de bruja como Asumpta… — Agitó la cabeza con gesto de fastidio, como si le molestase continuar hablando de aquel tema—. Bastantes problemas tenemos para que nos vengas encima con monsergas. — Lo siento, madre. — ¡Pues deja de sentirlo y empieza a comportarte como una auténtica mujer! A tu edad, mi madre ya se había casado, y un aсo más tarde ya me había parido y casi se había muerto en el intento. — «Si ése es el ejemplo que le pones, no creo que le queden muchas ganas de ser mujer», — sentenció Sebastián que se había limitado a ser testigo de la conversación—. Pero de todas formas, tienes razón…: las cosas están difíciles y van a complicarse aún más, por lo que va siendo hora de olvidar cuanto no sea encontrar solución al principal problema…: ¿Cómo vamos a sacarla de aquí sin que lo adviertan? — Como lo hemos hecho todo en esta vida, desde que yo recuerde… — le replicó su padre—. ¿Qué hora es? — Las dos y veinte. Abel Perdomo salió a la puerta de la cocina y estudió el cielo y el estado de la mar. Necesitó tan sólo un minuto y, volviéndose, seсaló: — Sobre las cuatro entrará viento del Nordeste… Prepara tus cosas, Yaiza. Y tú, Aurelia, un saco de comida y un garrafón de agua… Las luces apagadas y en silencio… Sebastián, ven a echarme una mano… Una hora más tarde, cuando el pueblo dormía nuevamente, y antes de que los hombres, cansados por la agitada noche, comenzaran a pensar en saltar de la cama para salir a la pesca, tres sombras recorrieron furtivamente los diez metros que separaban la puerta de la cocina de la orilla del agua, y comenzaron a nadar muy suavemente y en silencio empujando una tosca balsa hecha con corchos y garrafas vacías. Resultaba imposible que nadie pudiera verlos por mucho que aguzara la vista y atento que estuviera, pues la luna era apenas un descuido en un cielo contagiado de estrellas que no permitían distinguir nada a cinco pasos de distancia. Incluso a ellos mismos le costó un gran esfuerzo descubrir la silueta del «Isla de Lobos» fondeado a unos trescientos metros de la costa, y a punto estuvieron de pasarse de largo y adentrarse nadando en el Canal de la Bocaina, de no haber sido porque Yaiza tuvo la impresión de que el abuelo Ezequiel la llamaba a sotavento. — ¡Hacia allí…! —susurró quedamente, y corrigieron el rumbo de modo que a los cinco minutos se encontraban a bordo, tiritando y castaсeteando los dientes. — ¡Suelta el cabo de la boya, y deja que el barco caiga solo…! — musitó Abel Perdomo aproximando mucho la boca al oído de su hijo—. La marea nos sacará hacia el Canal y a media milla podremos izar el trapo sin miedo a que nos vean… ¡Sécate y baja a por los foques! — ordenó luego a la muchacha—. Conviene tener todo el velamen preparado. Los «Maradentro» conocían bien su mar, su barco y sus mareas, y quince minutos más tarde la goleta enfilaba directamente hacia la intermitente luz del faro de Isla de Lobos empopados por un viento que comenzaba a desperezarse alegremente, despertando a la mar, los barcos y los pescadores que aún permanecían en sus camas. El navío crujía y susurraba feliz de cortar las olas y sentir la tensión de las velas presionando sobre sus viejos palos, porque era una embarcación que había surcado un millar de veces aquel ancho Canal de la Bocaina y parecía saludar personalmente a cada roca del fondo que le devolvía el eco de su paso como si en verdad se tratara de antiguos conocidos. Ni la más leve luz alumbraba en cubierta, y el «Isla de Lobos» semejaba un buque fantasma, puesto que junto a la proa resplandecía en el agua una leve fosforescencia provocada por miríadas de noctilucas alborotadas, lo que podía hacer sospechar a un observador imaginativo, que las estrellas que se estaban reflejando en la quieta superficie del Océano, se desmenuzaban ante el empuje de la goleta. Acodada en la borda, observándolas, y con la vista puesta también en el destello del faro que constituía su objetivo, Yaiza Perdomo experimentó de improviso la cercanía de una presencia extraсa y muy amada, y supo que el abuelo Ezequiel navegaba con ellos, aunque esta vez no lo hiciera con la despreocupación y la alegría de otras noches. Se volvió a mirar pero no pudo verlo, y no le sorprendió porque se había habituado desde niсa al hecho de que los difuntos jamás se le mostrasen cuando se hallaba plenamente consciente, sino más bien en aquellos momentos que precedían al sueсo y en los que tan difícil le resultaba fijar los límites de lo real y lo ficticio. Y era al alba, a punto ya de abrir los ojos, cuando en tantas ocasiones venía el viento a anunciarle desde dónde y con qué fuerza pensaba soplar esa maсana, o corrían por su mente los atunes, los chicharros y los «bonitos» seсalándole cuándo y dónde podrían encontrarlos. Pero ahora sabía que aunque no hablara ni se dejase ver, el abuelo Ezequiel les hacía compaсía e incluso rectificaba la caсa del timón si resultaba necesario, pues nadie conocía con tal lujo de detalles como él las corrientes y derivas del Canal de la Bocaina. Ya viejo y cansado, lo recordaba apoyado en el muro del patio, sentado en su banco de piedra preferido, observando las velas que iban y venían por el ancho canal, y aun sin reconocer la barca a causa de la distancia, sabia quién la patroneaba por la forma con que tomaba el viento o concluía una ciaboga. — ¡Ya no hay marinos como los de mi tiempo…! — repetía siempre—. Esa mierda de motores los echarán a perder a todos… Están tan enviciados con las máquinas, que ni con el «siroco» en popa serían capaces de meter una goleta como la mía en Arrecife. Era bueno sentir la presencia del anciano a bordo aun cuando lo advirtiera inquieto y preocupado, y por primera vez desde que comenzara aquella horrenda pesadilla, Yaiza abrigó la esperanza de que tal vez existía una posibilidad de que la familia volviera a reunirse nuevamente. Habían penetrado ya en las tranquilas aguas de la Caleta protegidos por la mole del viejo cráter dormido que constituía la única altura del islote, al noroeste, y Abel Perdomo, que conocía al dedillo aquellas aguas, puso rumbo, bordeando la costa, hacia la punta en la que se alzaba el faro. — ¡Arría la Mayor…! — ordenó a su hijo que permanecía atento a la maniobra—. Seguiré con los foques. Yaiza ayudó a su hermano a aferrar la vela de la botavara, y aprestaron luego el ancla que cayó al agua en cuanto alcanzaron el enclave elegido, justo frente a la alta torre cuyo haz de luz cruzaba sobre ellos barriendo el horizonte. Arriaron también los foques, y la goleta se balanceó sobre un mar en calma, a unos doscientos metros de la orilla. — ¡Ve a buscar a tu hermano! Sebastián se despojó de la ropa y se lanzó al agua de inmediato, nadando con brazadas rápidas y fuertes hacia la oscura línea de una costa contra la que las olas batían mansamente. Pudieron escuchar cómo llamaba a Asdrúbal apenas puso pie en tierra firme, cómo éste le respondía al poco rato, y cómo comentaban algo entre ellos antes de lanzarse de nuevo al agua. Reaparecieron al poco, nadando juntos y sin prisas, y Asdrúbal lo primero que hizo fue abrazar a su hermana, a la que no había visto desde la noche en que ocurriera la desgracia, aunque Abel Perdomo no les dejó mucho tiempo para las efusiones, pues ordenó izar de inmediato todo el trapo que fuera capaz de sostener sin resentirse el viejo barco, y en cuanto el ancla se acomodó en su sitio, viró en redondo y puso proa al Este, consciente de que tenía el tiempo justo para pasar entre las dos islas mayores y adentrarse en el Océano antes de que comenzara a clarear el día. La noche sabía ya que tenía una vez más perdida la batalla cuando interpusieron entre ellos y Playa Blanca la punta del Cabo de Pechiguera, navegaron así aún dos o tres millas, y viraron a babor dejando que el barco ganara velocidad. A las tres horas, protegidos por una suave calina que había convertido las costas de Fuerteventura en una levísima mancha y sin distinguir siquiera un solo contorno de las más altas cumbres de Lanzarote, Abel Perdomo pidió a sus hijos que arriaran las velas, y permitió que la goleta permaneciera al pairo, empujada suavemente hacia el sur por el viento y la corriente. Había llegado el momento de esperar. • Damián Centeno se maldijo por no haber calculado que los Perdomo «Maradentro» pudieran reaccionar con tanta rapidez. En cuanto el centinela vino a despertarle anunciando que el «Isla de Lobos» había desaparecido de su amarre, subió a la azotea y buscó con ayuda del catalejo dorado a todo lo largo y lo ancho del horizonte, aunque comprendió bien pronto que su enemigo no era estúpido y lo primero que habría hecho sería colocarse lo más lejos posible de su campo de visión. Advirtió luego que en la playa los hombres que no habían salido a faenar — que eran los más pese a que el mar apareciese en calma y con buen viento— se hallaban reunidos en torno a los renegridos restos de «La Dulce Nombre», y no le cupo duda, por cómo miraban de tanto en tanto en su dirección, de que estaban plenamente convencidos de quién había sido el causante del desastre. Sin volverse llamó a Justo Garriga, un alicantino que había sido siempre su mano derecha: — Coge tres hombres y baja a ver lo que dicen… — le ordenó—. No niegues ni admitas nada, pero que comprendan que no andamos con bromas ni jodiendas… ¡Y tráeme a Maestro Julián! Tomó luego asiento en el muro y encendió un cigarrillo dispuesto a disfrutar del espectáculo desde su privilegiada posición, advirtiendo el nerviosismo de los lugareсos y su contenida indignación cuando sus cuatro hombres avanzaron hacia ellos. Torano Abreu intentó dar un paso adelante y encarárseles, pero entre Isidro el tabernero y dos más, le contuvieron, atemorizados al comprobar que Justo Garriga y un tipo flaco y calvo, al que llamaban «Milmuertes», lucían a la cintura inmensos pistolones. Damián Centeno sabía a ciencia cierta que exhibir de ese modo sus armas podía acarrearle problemas con la Guardia Civil, que era en aquellos momentos la única autoridad conocida en la isla, pero confiaba plenamente en la palabra de don Matías Quintero, que le había prometido mantener a los hombres del tricornio lejos de Playa Blanca. — Conozco bien al Delegado del Gobierno — dijo—. Sé qué sistema empleó para apoderarse de unas tierras y una casa en Teguise, y él sabe que yo lo sé. Si hablo con mis amigos de Madrid se acaba su carrera, y por lo tanto me atenderá y mantendrá tranquila a su gente… ¡Tú a lo tuyo! La discusión entre sus hombres y los del pueblo no fue larga. La mayoría de los lugareсos se retiraron a la taberna o a sus casas convencidos de que Juan Garriga y sus acompaсantes serían muy capaces de echar mano a sus armas a la menor provocación, y cuando vio regresar a dos de ellos precediendo a Maestro Julián «el Guanche», bajó a recibirle al porche, manteniendo la charla al aire libre para que cuantos atisbaban tras las celosías de sus ventanas pudieran verle claramente: — ¿Dónde está su compadre? — fue lo primero que preguntó sin saludar siquiera—. ¿Cómo es que ha huido tan aprisa? — No creo que haya huido… — replicó el otro con un notable esfuerzo por conservar la calma—. Puede que haya salido a faenar, o prefiera fondear su barco en seguro… A nadie le gusta que le quemen el barco. Es el más sucio crimen que se pueda cometer por estos rumbos. — Imagino que peor será asesinar a un muchacho indefenso. — Eso depende… Hay gente que va por el mundo buscando que lo maten. — ¿Es eso una amenaza? — Yo nunca amenazo… La gente de por aquí no actúa de ese modo. Hace p no hace. — Espero que no hagan… — fue la suave respuesta—. No les conviene… Mi gente «sí» que hace. — Ya lo hemos visto… Pero ¿qué culpa tiene el pobre Torano? Ni siquiera estaba en Playa Blanca aquella noche de San Juan. Había salido a pescar. — ¿Quién es Torano? ¿El de la barca? Dígale que lo siento, pero que debería tener más cuidado… Tal vez eso le ocurra por tener los amigos que tiene…. — le miró largamente a los ojos, tratando de decirle con ellos, lo que no decía exactamente con palabras—. Convendría que se lo aclarara a sus convecinos: quien protege a un criminal se expone a que le sucedan cosas desagradables… — Sonrió cínicamente—. Resulta triste admitirlo, pero creo que nadie, ¡«Nadie»! volverá a vivir en paz en este pueblo, hasta que Asdrúbal Perdomo aparezca… ¿Me ha entendido? — Yo entendí desde el día en que llegó —admitió Maestro Julián con voz levemente temblorosa por la contenida indignación—. El que no quiere entender es usted. Asdrúbal no es tan tonto como para volver a que le maten porque «alguien» queme una barca… Hemos hecho una colecta y trabajando juntos le proporcionaremos una barca nueva a Torano, en poco tiempo. Pero ni la isla en pleno sería capaz de resucitar a Asdrúbal si lo matan, y por eso nadie quiere que vuelva… ¡Piénselo! Cuando usted y sus amigos ya estén cebando gusanos, Playa Blanca continuará existiendo, y continuará siendo como una gran familia. Con problemas internos algunas veces, pero familia al fin y al cabo. Yo me sentiré orgulloso de contarle a mis nietos cómo entre todos le compramos una barca a Torano Abreu, pero no quisiera tener que contarles cómo entre todos traicionamos a uno de los nuestros… ¿Me ha entendido? — Perfectamente. Pero usted aún no me conoce. — Ni usted a nosotros. Y más fácil nos resulta a nosotros conocer a un hombre como usted, que a usted a un pueblo como el nuestro. — ¿Es que pretenden jugar a convertirse en héroes? Maestro Julián «el Guanche» negó con la cabeza absolutamente convencido. — ¡No! ¡En absoluto! — aseguró—. Pero tampoco queremos que nadie juegue con nosotros a ser el «Coco». Somos gente de mar; algunos hemos soportado cien borrascas, y otros han naufragado hasta tres veces en la vida. La mayoría también estuvimos en la guerra aunque no hayamos hecho de eso una profesión o un motivo de orgullo — le apuntó con el dedo; un dedo tosco y fuerte; encallecido—: Y quiero darle un consejo — aсadió—. Tenga los ojos bien abiertos, porque si arde otra barca, puede que el viento traiga el fuego hacia acá, y los techos de esta casa son de tea vieja que prende como yesca… — Dio media vuelta—. Y ahora tengo que irme — aсadió—. No puedo perder el día hablando porque Yaiza Perdomo aseguró que esta misma semana entrarían los atunes… Damián Centeno lo observó mientras descendía hacia la playa y se alejaba despacio hasta su barca, y por un instante le asaltó el convencimiento de haberse equivocado. Asustar a un pueblo y obligar a sus moradores a que se atacasen los unos a los otros, denunciándose y traicionándose, era una táctica que daba fruto en tiempo de guerra, cuando existían odios internos y la mayoría de la gente vivía aterrorizada, pero no tenía por qué resultar necesariamente eficaz en toda época, especialmente con gente como aquella a la que su enfrentamiento diario con el mar y sus riesgos, exigía un arraigado sentimiento de solidaridad. «Quizá no sean estos unos „destripaterrones“ de los que echan a correr como conejos en cuanto presienten el peligro — se dijo—. Tal vez sea gente a la que convenga apretar más las clavijas…» — ¡Justo…! — llamó a su hombre de confianza, que continuaba cerca de las barcas—. ¡Necesito hablarte…! A solas en lo que había sido coqueto saloncito de la difunta «Seсa» Florinda — la que sabía leer el futuro en las tripas de los marrajos—, le confió sus temores, y aсadió convencido: — No hay que darles tiempo a reaccionar — dijo—. Tenemos que atizarles un golpe que les haga entender que vamos en serio… — ¿Cómo? — Demostrándoles quién manda aquí. — Creo que eso ya lo saben: Mandamos nosotros. — Sí… —admitió Damián Centeno—. Pero están convencidos de que lo conseguimos porque tenemos armas, y mientras lo crean no se sentirán realmente dominados. Hay que demostrarles que somos mejores… Con armas y sin armas… Damián Centeno había tenido tiempo de conocer a fondo las costumbres de Playa Blanca, y eligió bien la hora, sobre las nueve y media de la noche, cuando en la única taberna que hacía las veces de casino, la de Isidro, una docena de hombres jugaban a las cartas o se entretenían en comentar los acontecimientos de un pueblo que estaba pasando por más avatares en pocos días que en toda su existencia anterior. Aparecieron de improviso, todos juntos, se dirigieron a la tosca barra hecha a base de viejas barricas y un grueso madero que un día llegó flotando a Papagallo, y pidieron una jarra del mejor vino de Uga y siete vasos. Isidro dudó unos instantes, recorrió con la vista los rostros de sus convecinos, que habían quedado en silencio dejando incluso de jugar, y por unos segundos se pudo llegar a creer que iba a negarse, pero al fin pareció comprender que con ello empeoraría la situación, colocó los vasos sobre el mostrador y se volvió a llenar de vino la mayor de sus jarras. — ¡Buenas noches a todos! La voz de Damián Centeno había resonado fuerte, clara y retadora, y mientras saludaba se volvió hacia los presentes apoyándose en el madero y permitiendo que comprobaran que llevaba la camisa abierta y no portaba armas. Sus seis acompaсantes le imitaron y resultaba evidente incluso para el más lerdo que venían firmemente decididos a armar camorra. Nadie respondió, sin embargo, y se diría que Damián Centeno tampoco esperaba respuesta, pues casi inmediatamente, aсadió: — ¿Quién es Torano Abreu? — Torano nunca viene a la taberna… — replicó un viejo pescador cuyo rostro parecía haber sido dibujado entretejiendo más de un millón de pequeсas arrugas—. Todo su dinero lo empleaba en pagar una barca que le ha quemado algún hijo de puta. Damián Centeno tomó el vaso que le había servido uno de sus hombres, lo apuró de un trago, e inquirió en idéntico tono: — ¿Hay aquí algún «hijo de puta» que se atreva a asegurar que fue uno de nosotros quien prendió fuego a esa barca…? — Hizo una leve pausa, como para dar más énfasis a sus palabras, y aсadió—: Si lo hay, que se acerque, porque le voy a machacar la cabeza… Y si son dos, que vengan también… Ј incluso si son tres, porque cada uno de nosotros se basta y sobra para hacerle tragar los dientes a tres de ustedes. Los lugareсos comenzaron a ponerse en pie uno tras otro siguiendo el ejemplo del viejo pescador de las arrugas y retiraron las mesas y sillas mientras algunos se despojaban de las camisas y las doblaban cuidadosamente dejándolas a salvo en un rincón. Luego, excepto los más ancianos, que se apaсaron hasta el quicio mismo de la puerta, decididos a ser únicamente espectadores de la contienda que se avecinaba, iniciaron un lento avance y fue el hijo de Maestro Julián, más conocido por «Guanchito», el primero que amagó un puсetazo, que Justo Garriga esquivó con facilidad. Un minuto después la trifulca se había generalizado, y no podía negarse que los vecinos de Playa Blanca, siendo más numerosos, se encontraban sin embargo en inferioridad de condiciones frente a un compacto grupo de auténticos «peleadores» expertos en la lucha cuerpo a cuerpo practicada hasta la saciedad. El más eficaz de los lugareсos era sin duda Isidro, el tabernero, que a las primeras de cambio dejó fuera de combate al llamado «Milmuertes» de un brusco y sorpresivo golpe con la frente en plena nariz, pero Damián Centeno, que había presenciado la escena, se colocó ante él, esquivó fácilmente su nueva embestida ya que, al ser de mayor envergadura a Isidro le resultaba difícil acertarle en la nariz con la cabeza, y de un rodillazo en los testículos y un seco golpe en la nuca, lo envió a reunirse en el suelo con «Milmuertes». Extraсamente, la pelea, pese a lo encarnizada, transcurrió en absoluto silencio, como si todos comprendieran que no era aquél momento para desperdiciar energías en palabras ni lugar para las quejas y las lamentaciones, y salvo por los golpes, las caídas o el crujido de algún mueble o una barrica al destrozarse, nadie que cruzase por la calle podría imaginar que tras aquella enorme puerta verde se estaba desarrollando semejante contienda. No duró en total más de doce minutos, los últimos de los cuales constituyeron en verdad un auténtico ensaсamiento por parte de la ^ente de Damián Centeno con los escasos rivales que se mantenían en pie, y al final incluso los ancianos tuvieron que interponerse para evitar que entre Justo Garriga y un gallego destrozasen al hijo de Maestro Julián, al que una especie de amor propio sobrenatural e incomprensible mantenía en pie, apoyado en la pared, pese a la monumental paliza que estaba recibiendo. Cuando acabó por derrumbarse, Damián Centeno, del que se diría que ni siquiera se había alterado, lanzó una larga ojeada a su alrededor, ordenó con un gesto a sus secuaces que recogieran al «Milmuertes» y a un gitano que daba tumbos luchando por mantenerse en pie aunque en realidad se encontraba ya inconsciente, y abandonó el local que había quedado convertido en un lodazal de vino y sangre. • Aproximadamente a esa misma hora, las diez de la noche, el «Isla de Lobos», que había izado su velamen a la caída de la tarde poniendo rumbo, a base de largas ceсidas, hacia la costa de barlovento, perdía de vista por estribor la luz del faro de Pechiguera, y se aproximaba, con infinitas precauciones, a los peligrosos bajíos del «Infierno de Timanfaya», probablemente una de las regiones más desoladas que pudieran existir sobre la tierra. El primer día de setiembre de 1730, las verdes llanuras y las blancas aldeas del suroeste de Lanzarote se vieron sorprendidas por la más violenta erupción volcánica de que se tenga memoria, tanto por duración del fenómeno — seis aсos— como por la abundancia de una lava que sepultó diez pueblos y cubrió con un manto de magma incandescente la cuarta parte de la isla. Treinta nuevos volcanes vinieron a sumarse a los casi trescientos ya existentes, y fue tanta la energía y el calor desprendidos, que doscientos aсos más tarde aún existían puntos en el centro de la geografía del «Infierno de Timanfaya» en los que bastaba con profundizar unos centímetros bajo el manto de grava o introducir la mano en ciertas grietas del suelo para encontrar de inmediato temperaturas que superaban fácilmente los cuatrocientos grados. De la violencia de la batalla que tuvo lugar entre los ríos de lava incandescente y el fiero mar de barlovento, daban fe testigos de la época, que aseguraban que ininterrumpidamente se alzó al cielo una altísima nube de vapor, y quedaban para corroborar sus palabras negras masas de piedra calcinada que habiéndole ganado cientos de metros al Océano y no pudiendo vencer su inmensidad, configuraron no obstante para siempre una costa martirizada y tortuosa, temible y aterradora, a la que nadie osaba aproximarse pese a la riqueza de sus abundantes «caladeros». Aventurarse una noche sin luna y de mar agitada hasta las rompientes de Timanfaya constituía en verdad una temeridad inconcebible, y Abel Perdomo tuvo que poner en juego toda su habilidad y conocimiento del lugar para depositar a Asdrúbal y su pequeсa balsa a menos de cien metros de una corta ensenada de arena negra. Luego se dejó llevar por la marea, y tan sólo cuando se encontraba a dos millas de la costa, comenzó a virar en redondo aproando hacia la punta norte de la isla, de tal modo que, sobre las tres de la maсana, el «Isla de Lobos» se adentró en las quietas aguas del Río, un estrecho brazo de mar que separaba los altos acantilados de Famara de la arenosa isla de La Graciosa, en cuyo único pueblo no brillaba ni una sola luz a aquellas horas, aunque Abel Perdomo tampoco necesitaba luz alguna, pues era muy capaz de navegar sin más referencia que el destello lejano del faro de Alegranza y la mancha oscura que formaban recortándose contra el cielo los fariones que dominaban el canal por su salida hacia levante. La goleta, con el viento silbándole en las jarcias, jugaba a reclinarse sobre la tranquila superficie del Río, y vista desde La Graciosa por algún tempranero pescador que se encontrara dispuesto a ganarse el jornal, semejaría un barco fantasma recortando la blanca silueta de sus velas contra la amenazadora mole de los altísimos acantilados de la isla mayor. Acurrucada en proa, no lejos de la eterna y muda presencia de su abuelo, Yaiza Perdomo permanecía muy quieta observando el mar y las estrellas que aparecían y desaparecían entre las nubes o sobre la cima de los gigantescos farallones de piedra, y a medida que se aproximaban a su punto de destino, la sensación de angustia y vacío se iba agigantando en su interior, pues a cada minuto tomaba mayor conciencia de que por primera vez en su vida iban a separarla de los seres que amaba. Si se le había antojado insoportable la ausencia de Asdrúbal, sabiéndolo al otro lado del Canal de la Bocaina, le horrorizaba imaginar lo que sentiría al saber que se despenaría en las maсanas sin escuchar el ajetreo de su madre en la cocina y los familiares olores de su casa, o sin asomarse de inmediato a contemplar un mar por el que a menudo regresaba ya la barca de su padre. Recordaba a Rufo Guerra como a un hombrecillo solitario y retraído, siempre con la nariz dentro de un libro, que pasaba las horas leyendo apoyado en una vieja embarcación volcada sobre la arena de la playa, o pidiéndole a Aurelia Perdomo, a la que admiraba por lo que él consideraba una erudición enciclopédica, explicaciones sobre pasajes que no entendía. Había sido siempre, por tal razón, mucho más amigo de Aurelia que de Abel, pero a este último le profesaba un especial afecto, ya que una vez, siendo ambos muy jóvenes, habían mantenido a flote durante cuatro horas a su único hermano la noche sin luna en que un vapor partió en dos la barca en que faenaban. Ocho aсos atrás, cuando murió una tía dejándole unas tierras y una casa en Haría, Rufo Guerra había decidido que llevaba demasiados aсos luchando sin provecho con el mar, y había llegado el momento de sentarse a leer a la sombra de una palmera, porque «las cebollas y los tomates crecen solos, y no tienes que pasarte el día cebándoles anzuelos». Cada dos o tres meses bajaba, sin embargo, a pasar una semana al pueblo en que había nacido, llegaba con una flaca camella cargada Insta los topes de productos del campo, y la mayoría de las veces elegía hospedarse en casa de los Perdomo «Maradentro», porque así icnía ocasión de recurrir a Aurelia pidiéndole aclaración sobre sus dudas. Yaiza sabía que Rufo Guerra era sin duda uno de los pocos hombres ajenos a su familia con los que podía sentirse a gusto, aunque recordaba, de la única vez que estuvo en ella, que desde su i.isa, trepada en una ladera y rodeada de palmeras, resultaba imposible ver el mar, y para Yaiza el concepto de felicidad y casi el simple hecho de «vivir», estaba directamente relacionado con la presencia de sus padres, sus hermanos y el mar. Imaginar que todo ello le iba a faltar la deprimía, produciéndole una ansiedad insoportable, y por tanto su angustia iba en aumento 4 medida que la baja costa de La Graciosa quedaba atrás y la proa de la goleta se aproximaba inexorablemente a la ensenada. De La Graciosa conservaba uno de los recuerdos más hermosos de su vida, cuando al cumplir los diez aсos toda la familia embarcó en la goleta para pasar cinco días anclados al socaire de la isla, participando en los últimos preparativos, la ceremonia y los festejos de la boda del mejor amigo de Asdrúbal y Sebastián. El muchacho, que no había cumplido aún los veinte, llevaba ya tres aсos levantando la casa en que conviviría con su novia, y era tradición, entre los habitantes de la isla, que todo el pueblo ayudara rn el trabajo de alzar el hogar de una nueva pareja los días en que la mar no permitía salir en busca de sustento. En La Graciosa, a la que llamaban en el archipiélago «La Isla de las Dueсas Costumbres», todo se hacía en común; desde construir las casas, a reparar los barcos, cuidar a los enfermos o mantener limpio y «enjalbegado» el pueblo, y a Yaiza le había quedado especialmente marcado el impacto que produjo en su madre el haber asistido en aquellos días a una ceremonia de «Reparto». Durante todo el aсo la tripulación de cada barco iba entregando a una anciana el producto de la venta del pescado, y la buena mujer se encargaba de guardarlo — casi siempre en forma de monedas de duro— en un pesado arcón de madera. Concluida la «zafra» y siempre en vísperas de bautismos y casamientos, las tripulaciones se sentaban en la arena en torno a las ancianas y éstas iban depositando una moneda delante de cada hombre, aunque aсadiendo luego un montoncito más para las reparaciones que necesitase el barco, otro para los enfermos, un lercero para los convecinos que por cualquier motivo no hubieran podido salir ese aсo a la mar, y un último destinado a las viudas y huérfanos. Para Aurelia Perdomo aquel había constituido el más bello ejemplo de solidaridad de que hubiera tenido nunca noticias, y pasó semanas insistiendo a sus hijos, y a quien quisiera oírle, que si todo el mundo imitara el ejemplo que La Graciosa venía dando desde los < más remotos tiempos, la mayoría de los problemas de la humanidad desaparecerían, aunque para Yaiza, con diez aсos, lo inolvidable de aquellos días había sido correr con otros niсos por la inmensa Playa de las Conchas, bucear en los nuevos, desconocidos, y ricos fondos del Canal que las separaba de la isla grande, y atiborrarse de pasteles, sandías e higos secos, en una de las más alegres y maravillosas fiestas de que guardara memoria. Y por las noches la dejaron dormir sobre cubierta, contemplando aquellas mismas estrellas que ahora se mecían al final de los palos y las velas, imaginando que algún día también ella se casaría con un hombre de mar; también luciría un vestido semejante, y sus propios hermanos, con guitarras y «timples», alegrarían su boda. Y así hubiera ocurrido si se hubiera conformado con ser una novia tan sencilla y recatada como correspondía a un pescador de La Graciosa sin tratar de convertirse en la especie de portento de la Naturaleza en que se estaba transformando. La voz de su padre ordenando arriar velas, le sacó de su abstracción, y acudió en ayuda de su hermano al igual que hacía cuando no era aún más que una mocosa que estorbaba enredándose entre los cabos y las piernas de los mayores, y cuando se encontraron frente a la única luz que brillaba en una ventana de la media docena de casuchas de Orzola, Sebastián soltó el ancla, se abatieron los foques, y el «Isla de Lobos» quedó al amparo de la barra de rocas que protegían la estrecha cala en cuyo fondo se alzaba el primitivo puerto. — Acompaсa a tu hermana hasta donde lo de Rufo Guerra y procura que nadie os vea — indicó Abel Perdomo—. Luego, vete directamente a casa. — ¿Y el barco? — Puedo arreglármelas solo, saliendo mar afuera por sotavento y regresando despacio a Playa Blanca… — Besó con ternura a su hija en la frente—. Procura que nadie descubra dónde estás — suplicó—. Matías Quintero tiene mucha influencia, y las gentes de tierra adentro no son como nosotros… — Hizo una pausa y su voz sonó ronca y claramente preocupada—. Recuerda que si te encuentra no estaremos allí para protegerte… ¿Me harás caso? — Descuida… — Le acarició la incipiente barba con ternura—. No os preocupéis por mí y cuidaros vosotros. Su hermano se había desnudado y colocando su ropa y sus zapatos sobré un gran pedazo de corcho, se deslizó al agua para alejarse nadando por la quieta ensenada hasta poner el pie en tierra firme. Yaiza le imitó entonces, y Abel Perdomo se apartó unos metros, y comenzó a recoger un largo cabo evitando distinguir, ni siquiera a la escasa luz de las estrellas, el portentoso cuerpo desnudo de su hija. Diez minutos más tarde, cuando se cercioró de que ambos iniciaban el ascenso por el serpenteante sendero que se abría paso a duras penas por entre la negra lava cubierta de líquenes y tabainas que constituía el «Malpaís del Volcán de la Corona», izó los foques, fijó el timón a babor, y alzó a pulso el ancla como si fuera de juguete. El costado del «Isla de Lobos» pasó a no más de tres metros de la ultima roca de la punta nordeste, y Abel Perdomo puso entonces Croa a levante, fijó el timón a la vía y empleó toda su fuerza de hércules en alzar a pulso la vela mayor. Cuando al fin la cazó firmemente, la goleta dio un salto hacia adelante, ganó velocidad, y su proa comenzó a ronronear como un gato satisfecho a medida que se abría paso por el quieto mar de sotavento de la isla. • — Está en Lanzarote. — ¿Y eso es todo lo que has conseguido en este tiempo…? ¿Averiguar que está en Lanzarote? — Escuche, don Matías… — le hizo notar Damián Centeno—. Cuando llegué querían hacerme creer que estaba muy lejos, e incluso usted mismo se inclinaba a admitirlo convencido de que la Guardia Civil lo había registrado todo… — Negó con un gesto—. Pero he llegado a la conclusión de que no hay quién registre esta isla. Es probable que se trate de una de las más áridas del mundo, pero es, también, la que ofrece más lugares donde ocultarse. — ¿Te refieres a Timanfaya? — Me refiero a todo…: ese infierno de volcanes de Timanfaya; las cuevas, las costas, los islotes vecinos y, por úlimo, las casas… Aquí, la mayoría de las casas están muy alejadas unas de otras y la gente vive hacia dentro, aislada, no sólo por los muros, sino también por la costumbre… Se puede recorrer Lanzarote de punta a punta sin distinguir a una sola persona, y es como si se encontrara poblada de fantasmas y los campos se cultivaran solos. — Los campesinos se levantan muy temprano y cuando el sol comienza a calentar regresan a sus casas hasta la caída de la tarde… Y aquí, salvo en las épocas de siembra o de cosecha, no se trabaja más que en reparar los muros que protegen del viento o arrancar malas hierbas. Como no existe agua, no hay que regar… El rocío lo hace casi todo. — Ya me he dado cuenta… Y también me he dado cuenta de que basta con que alguien acepte esconder al asesino de su hijo, para que resulte imposible encontrarlo. — Si se tratara de un asunto fácil, no te hubiera llamado… — sentenció secamente don Matías—. Ni a ti, ni a tu gente… No quiero explicaciones. Quiero asistir al entierro de Asdrúbal Perdomo… — Hizo una larga pausa y le miró con extraсa dureza—. Es más: lo que me gustaría es que me lo trajeras vivo para pegarle yo mismo cuatro tiros, enterrarlo en el jardín, y mear cada día sobre su tumba… ¿Cuándo será eso? — Que será, estoy seguro de conseguirlo, pero lo que no puedo decir es cuándo… — sentenció Damián Centeno—. La muchacha también se ha escondido, pero supongo que no deben de estar juntos… El anciano no respondió. Se había puesto en pie, asomándose unos instantes a observar sus viсedos por el amplio ventanal, luego acudió hasta la vetusta chimenea de piedra — la suya era una de las pocas casas de Lanzarote que podía presumir de chimenea en el salón— y tomó una fotografía de su hijo que aparecía sobre la repisa. — Aún tengo la impresión a cada instante de que va a hacer su aparición por esa puerta pidiéndome unos duros para irse de parranda, y me despierto en las noches imaginando que es su «timple» el que suena, cuando lo único que suena es el viento en la parra — dijo—. Tú sabes que yo nunca había llorado, pero te confieso que ahora me paso los días llorando de desesperación y rabia… ¡Cómo permite Dios que continúe respirando quien fue capaz de cometer semejante villanía es algo que no entiendo, pero que espero preguntarle en cuanto me lo eche a la cara en el otro mundo…! Perdí tres aсos de mi vida jugándome el pellejo por defender a Cristo, y Dios no perdió un solo minuto por defender a mi hijo… ¡No me parece justo! No. No me parece justo, y cuando llegue el momento voy a tener que pedirle explicaciones. Observándole en silencio, y sirviéndose una nueva copa del dulce malvasía de la finca que Rogelia había dejado sobre la mesa junto a una bandeja con galletas y bizcochos, Damián Centeno llegó a la conclusión de que debía apresurarse, o corría el riesgo de que cuando llevara su misión a feliz término, su antiguo capitán estaría ya tan ido en sus desvaríos, que tal vez la ley no diese su nuevo testamento como válido. La soledad, el odio y la impotencia lo estaban transformando en una especie de animal obsesionado;1 un viejo irracional y esquizofrénico al que si se descuidaba podían encerrar antes de tiempo. — Debería intentar salir de vez en cuando… — se atrevió a insinuar cuando advirtió que se había sumido en uno de sus largos silencios con la vista clavada en la foto de su hijo—. Procure distraerse, volver por el Casino, echar una partida, o recibir aquí en su casa a los amigos. Hace mal en continuar martirizándose. — No necesito consejos, Damián… Necesito a un hombre muerto… — replicó el otro sin mirarle—. A un hombre muerto, Damián… ¿Te das cuenta? ¡Uno solo…! — Ahora sí que se volvió y en sus ojos había un extraсo brillo retador—. ¿Qué significa un muerto para ti, que puedes presumir de contarlos por cientos…? ¿Qué ocurre…? ¿Es que te estás haciendo viejo? — Usted sabe que no… — protestó el otro—. Pero es que en esta maldita isla las cosas no son como allá, ni los tiempos son los mismos… Entonces sólo a usted tenía que darle explicaciones. — Ahora, tan sólo a mí tienes que darme igualmente explicaciones. — Se equivoca, don Matías. Lo sé, porque pasé cuatro aсos de mi vida en un castillo y eso es muy duro, créame… Le traeré a ese muchacho muerto, pero quiero hacer las cosas de tal forma que no me arriesgue a pasar el resto de esta vida en un presidio. — Sabes que yo continúo respaldándote. — Lo sé y se lo agradezco. Pero por muchas ilusiones que nos hagamos, la protección que usted puede brindarme, no es la misma que me podía dar cuando la guerra. Lo queramos o no esos diez aсos han pasado para todos. — Ya me estoy dando cuenta. — No se muestre sarcástico conmigo… — La voz del ex legionario cobró un punto de acidez que no pasó en absoluto inadvertido a su interlocutor—. Una de las cosas que aprendí en el Tercio fue que quien antes pierde los nervios, antes comete errores… A usted le consta que si alguna posibilidad tiene de llevar a buen término este asunto, será porque yo mantenga la calma. Esa ha sido mi forma de actuar y no pienso cambiarla. — Eso estaría muy bien si viera resultados… ¿Qué has conseguido hasta ahora? — Que tengan miedo… Y más miedo tendrán cuando adviertan que pasan los días y el camión del agua no llega… — Sonrió levemente—. La sequía es ya muy larga, los aljibes están vacíos, y quedó atrás el tiempo en que los camellos bajaban el agua en barricas hasta Playa Blanca… Ahora les abastece un camión y me las he ingeniado para que no aparezca. — ¿Esperas que eso dé resultado? — No hay nada peor que la sed, téngalo por seguro… Estuve destinado tres aсos en el Sahara, y sé bien lo que es eso… Lo que la gente no haría nunca por millones lo hace por agua cuando llega el momento. Don Matías tardó en responder. Fue de nuevo hasta el ventanal, lo abrió de par en par, y aspiró el denso olor a higos maduros que llegaba del huerto. La noche se había abalanzado ya sobre la isla borrando sus paisajes y dejándola convertida únicamente en aromas y sonidos, y se diría que a esas horas el anciano cambiaba, como si la llegada de las sombras aplacara en cierto modo sus iras o las hiciera más intensas y profundas, pero al mismo tiempo, más calladas. — No sé si apruebo o no lo que estás haciendo… — seсaló al fin sin dejar de mirar hacia las tinieblas—. Y si me agrada la idea de que esa gente me odie y acabe odiando también la memoria de mi hijo… ¿Crees que en verdad no existe otro sistema? — No. Y recuerde que fue ahí donde lo mataron, y son ellos los que protegen con su silencio al asesino. — ¿Y si en realidad no supieran dónde se esconde? — Tendrán que averiguarlo, porque los Perdomo nunca me lo van a decir. Guardarían silencio aunque los cortara en pedacitos. Sonaron unos discretos golpes en la puerta y al instante apareció la alta y escuálida figura de Rogelia «el Guirre», que sin apartar la vista de Damián Centeno, inquirió con su ronca voz de siempre: — ¿Se quedará a cenar? — No, gracias… Me esperan en Arrecife… Dígame, Rogelia…: Usted que lo sabe todo de esta isla: ¿Quién conoce bien las Montaсas del Fuego…? — ¿Timanfaya…? Nadie se aventura por ese maldito pedregal, aunque hay un cabrero en Tinajo, Pedro «el Triste», que a menudo se adentra en busca de conejos y perdices… ¿Cree que ese malnacido se esconde en Timanfaya? Damián Centeno asintió convencido: — Si yo fuera él, allí me ocultaría — dijo. — En ese caso, vuélvase a casa… — sentenció la mujer, segura de sí misma—. Ni la Legión en peso sacaría a un hombre que no quisiera salir de Timanfaya. Son tantas sus cuevas y sus simas, que sería como buscar a una hormiga en un trigal. — Algún sistema habrá. — Yo conozco el único. — ¿Cuál? — Su madre… Si usted tiene a su madre, pronto o tarde Asdrúbal Perdomo se cambiará por ella. Damián Centeno observó unos instantes, con sus ojos helados, a Rogelia «el Guirre», sorprendido de que fuera una mujer quien propusiera semejante solución. — Lo había pensado… — admitió al fin de mala gana—. Pero si las cosas se tuercen y la Guardia Civil decide intervenir, puedo acabar sentado en el «garrote». No se andan con bromas cuando hay por medio un secuestro. — ¿Tienes miedo? Se volvió hacia el anciano que era quien había hecho la pregunta. — ¿Usted no? — inquirió—. Una cosa es la muerte, a la que estoy acostumbrado pues la elegí como oficio, y otra el «garrote». Y si me atrapan no creo que a usted le sentaran lejos. ¿Recuerda a Diego Vasallo? Se había ganado a pulso su «Laureada» en la batalla de Teruel y su padre era un influyente falangista, pero cuando violó y asesinó a aquella sucia lesbiana en Almería, el «viejo» no se lo pensó dos veces, firmó la sentencia, e hicieron que la lengua le llegara al ombligo. Lo visité en la cárcel. Había sido un tipo duro, capaz de jugar a la «ruleta rusa» con un gato, pero la simple idea de acabar en el «garrote» le convirtió en una piltrafa que se cagaba los pantalones cada rato… ¡No…! — seсaló convencido—. El «garrote» no es muerte para un hombre… — Se volvió a Rogelia—. ¿Dónde puedo encontrar a Pedro «el Triste»? — En su casa, en las afueras de Tinajo, junto al molino de «gofio»… Si quiere, voy a buscarlo. — No hace falta… Mandaré a mis muchachos… Se puso en pie cansadamente y se encaminó a la puerta: — Lo mantendré al corriente… — aсadió dirigiéndose a don Matías—. Lo único que le pido es que tenga paciencia. — Seсálame una tienda donde vendan paciencia, y te aseguro que compraré toda la que exista… Pero eso no se vende y tú lo sabes… Damián Centeno lo observó unos instantes pensativo, hizo un mudo gesto de despedida con la mano, y abandonó la estancia. Rogelia «el Guirre» se demoró hasta percibir el chirrido de la puerta y el motor del auto al ponerse en marcha, y, mientras recogía l bandeja con las copas, las galletas y los bizcochos, comentó sin alzar el rostro: — Mi comadre Nieves me ha pedido que dé trabajo a su hija. Es joven y bien dispuesta, y yo ya me siento fatigada. Esta casa es demasiado grande para una mujer sola… Si no le importa, la haré venir a que me eche una mano. — ¿Qué tal la mama? Inclinada aún sobre la mesa, Rogelia giró el rostro y le miró con sorpresa, pero don Matías hizo un gesto despectivo mientras se encaminaba a su sillón y se dejaba caer en él lanzando un resoplido: — ¡Vamos…! — exclamó—. No te hagas la ofendida. He oído hablar de la hija de tu comadre Nieves…: «Pinito, la de Masdache»… Aún no ha cumplido veinte aсos, ya se ha tirado a media isla, y ahora anda de puta en un bar de Arrecife… Hazla venir si quieres, pero no sé qué es lo que esperas… Tú cada día estás más vieja, pero lo mío no es problema de picha, sino de corazón… Mientras no tenga la seguridad de que mi hijo descansa en su tumba sabiendo que su asesino le hace compaсía, no seré capaz de disfrutar de nada en este mundo… Sentiría asco de mí mismo si lo hiciera… Lo primero es lo primero, y lo primero es acabar con Asdrúbal Perdomo. • Lo primero que hizo Asdrúbal Perdomo fue buscar en las proximidades de la negra playa en que había desembarcado una gruta que le sirviera de refugio, y un lugar en el que la tierra estuviera caliente. Timanfaya ofrecía un millón de grietas y cavernas que ni un ejército de hurones lograrían desentraсar, y le constaba que no existía en el mundo rastreador alguno que soportara caminar más de un kilómetro por aquel infinito mar de lava calcinada, magma hirviente que al enfriarse se había convertido en un conjunto de pedriscos amontonados, que exhibían al aire sus aristas punzantes como diminutas navajas de barbero capaces de desgarrar en poco tiempo las suelas de las botas más duras. No se tenía noticias de que nadie hasta aquellos momentos hubiese explorado por completo el mar de lava de Timanfaya, entre otras razones por el hecho evidente de que nada había que buscar allí más que esa misma lava renegrida, y en los pequeсos claros o «islotes» que la erupción había respetado por capricho, tan sólo sobrevivían escuálidos conejos y algunas perdices y tórtolas que anidaban allí por temporadas. El viento, un viento eterno que no encontraba en su camino desde el mar más oposición que algunas cumbres volcánicas de escasa altura, barría incansable el desolado paisaje y a partir de media tarde metía la humedad entre los intersticios de las rocas, convirtiendo el árido desierto de piedra castigado por el sol durante el día, en una sucursal de las estepas siberianas. Quien bautizó el lugar «Infierno de Timanfaya» lo conocía a la perfección, y no le pusieron tal nombre tan sólo porque durante seis largos aсos aquellos cráteres vomitaran todos los fuegos de los centros de la Tierra, sino especialmente por el hecho de que resultaría imposible encontrar, a todo lo largo y ancho del Universo, un lugar más inhóspito para cualquier forma de vida. Sobre el mar de lava nada alcanzaba a subsistir; ni tan siquiera una larva o un liquen, y en algunos lugares, como en el llamado «Islote de Hilario», bastaba arrojar a una grieta un cubo de agua para que al instante se elevase al cielo un violento chorro de vapor, pues tan alta era la temperatura a unos centímetros bajo la superficie del suelo, que se afirmaba que cavando un pozo en aquel punto no se tardaría mucho en conseguir una eterna fuente de calor que superase fácilmente los mil grados. Por ello, al segundo día de escarbar aquí y allá, e introducir la mano en pequeсas grutas que encontraba a su paso, Asdrúbal tropezó, a poco más de un kilómetro de la costa, con el rastro de una nueva fuente de calor que le condujo a un terreno de gravilla roja y suelta en el que profundizó hasta formar un hueco en cuyo centro la temperatura resultaba insoportable. Fue entonces en busca de la cafetera, la medió de agua, la incrustó en el fondo, y aguardó paciente, comprobando, satisfecho, que a los diez minutos el agua hervía. No precisaba mucho más para sobrevivir largo tiempo en Timanfaya, porque con ayuda de aquella vieja cafetera, un tubo de goma y una botella, el fuego que dormía eternamente bajo la piel de Lanzarote, transformaba el agua del cercano mar en agua destilada. Ese mar le proporcionaba alimento suficiente, y ese mismo fuego le permitía cocinarlo de mil modos distintos. Con su zurrón, un saco de «gofio», un queso y una pequeсa lata de aceite que la previsora Aurelia había aсadido al contenido de su macuto, ya de lo único que tenía que preocuparse era de que no le faltase agua de mar a la cafetera en constante ebullición, dormir de día y dedicar las noches y los amaneceres a buscarse el sustento con ayuda de un sedal y unos anzuelos. Le hubiera gustado ser tan aficionado a la lectura como su madre o sus hermanos, pues comprendía que un buen libro le hubiera ayudado a matar las largas horas de espera, pero era demasiado tarde para adquirir un hábito que no había sabido apreciar en su momento, cuándo niсo, y prefirió dejar pasar las horas meditando; tratando de imaginar cómo sería su vida lejos de Lanzarote, en lugares de los que probablemente ni siquiera entendería el idioma. Su madre les había enseсado sobre libros y mapas cómo era el mundo más allá del Archipiélago, pero jamás le había pasado por la mente la idea de que tales enseсanzas le sirvieran de algo más que de simple curiosidad, pues la vida fuera del entorno de las islas parecía carecer de sentido, hasta el punto de que le habían asegurado que ni siquiera conocían el «gofio». Cómo podía sobrevivir una gente que no comiese «gofio» era una pregunta que le había hecho a su madre a menudo, y aunque ésta le había confirmado que en el resto de Espaсa y en el extranjero lo sustituían por pan, ninguno de los tres hermanos pareció entenderlo, pues desde mucho antes de tener uso de razón los canarios estaban hechos a la idea de que el «gofio» constituía la base indiscutible de toda alimentación. Con agua, unas gotas de aceite y unas «rapas» de queso, los más pobres amasaban en el «zurrón» de piel de conejo una pasta Maíz o trigo tostado y luego molido hasta formar una harina compacta que les mataba el hambre; otros le echaban «gofio» al potaje, la leche o la más aguada de las sopas, que ganaba así cuerpo y calorías, y a los chiquillos les encantaba aplastarlo con plátanos maduros, o formar una bola con miel. Contaba la tradición que cuando siglos atrás los emigrantes canarios partieron a la colonización de Texas, cuyas principales ciudades fundaron, se les antojó tan inconcebible lanzarse a semejante aventura sin el «gofio», que exigieron llevar con ellos una rueda de molino que transportaron en barco hasta Veracruz, para continuar luego viaje a través de largas jornadas de sufrimiento y riesgos. Atacados por los indios y diezmados, se vieron obligados a abandonar su tesoro en pleno desierto, pero era tanta su ansia del preciado alimento, que una vez asentados definitivamente enviaron a un escogido grupo de sus hombres a recuperar la piedra de moler que se conserva aún como recuerdo en el Museo Municipal de San Antonio. Al igual que para aquellos lejanos antepasados, para Asdrúbal Perdomo lanzarse al mundo sabiendo que no podría recurrir en todo momento al reconfortante uso del «gofio», constituía una especie de herejía comparable a la del explorador que se plantease la posibilidad de atravesar las peligrosas selvas africanas sin contar siquiera con un cuchillo con el que defenderse de las fieras. En cierto modo, aquella simple harina constituía para los canarios una suerte de «cordón umbilical» que les unía a su tierra al igual que su música folklórica o el acento de cada isla, que conformaban las peculiaridades propias de su lugar de nacimiento. Y a Asdrúbal Perdomo lo que en verdad le atemorizaba era el hecho de que algún día pudieran llegar a faltarle sus raíces, porque era hombre encadenado a su casa, su pueblo, sus amigos y su familia, y desde el día en que lo sacaron al mar para que echara una mano en las faenas de la pesca, ese mar con sus tormentas y sus calmas, con vientos contrarios o favorables, y fondos rebosantes de hermosos meros y «viejas», había colmado por completo sus ansias de aventura. — Nada hay lejos del mar que merezca la pena… — aseguraba Abel, que había hecho incluso una larga guerra en tierra, y era ése un concepto y una verdad que se había aposentado en la mente.y el corazón de los Perdomo «Maradentro», que no habían sentido la necesidad de conocer otros lugares ni otras aguas que no fueran aquellas que habían aprendido a amar desde la infancia. Por todo ello, no resultaba extraсo que a Asdrúbal Perdomo le atemorizase más abrirse camino por lugares lejanos, por hermosos y cómodos que a otros pudieran parecerles, que sobrevivir en la agreste hostilidad del «Infierno de Timanfaya», puesto que aquélla, aunque dura, continuaba siendo su tierra, y estaba convencido de que siempre sabría enfrentarse a ella por más que le acosara. Pero, cuando una maсana, en su rutinaria exploración de los rocosos contornos, distinguió con ayuda de sus viejos prismáticos, tres figuras humanas y dos perros que ascendían pesadamente por las lejanas laderas ocres y violetas de un volcán desde cuya cima otearon el paisaje largo rato, experimentó de improviso la sensación de que se encontraba atrapado en aquel desierto de piedra renegrida; acorralado entre los cráteres y el mar. — ¡Pedro «el Triste»! — exclamó sin apartar la vista de los hombres, el primero de los cuales marchaba a largas zancadas como una grulla que apenas se detuviera a posar los pies sobre las piedras—. Si alguien viene a sacarme de aquí, no puede ser otro que ese maldito cabrero… Por una botella de ron sería capaz de vender el esqueleto de su madre. A Pedro «el Triste» le habían abandonado a los cinco meses de la boda, y su mujer no tuvo reparo alguno en confesar a todo el que quiso oírle que en ese tiempo su marido no la había tocado más que la primera noche, pasando luego más tiempo en compaсía de una cabra blanquinegra que con la persona a la que había jurado amor eterno. — Yo acepto tener como rival a otra mujer… — había confesado antes de marcharse definitivamente de la isla—. Ј incluso si me apuran, sería capaz de disputarle mi marido a un maricón, pero mi madre no me enseсó qué tengo que hacer para mostrarme más apetecible que una cabra. Pedro «el Triste» no se había dignado a responder a tales acusaciones, continuando impasible con su vida de siempre, limitada a largas jornadas de pastoreo y esporádicas internadas cinegéticas en el «Infierno de Timanfaya»; pero, a partir del día en que aprovechando una de sus ausencias las comadres del pueblo le mataron la cabra blanquinegra, se había convertido en el más mustio y retraído de los hombres. Asdrúbal Perdomo recordaba haber repetido, hasta desgaсitarse, la divertida canción que algún compositor anónimo dedicó tiempo atrás a las desventuras amorosas del cabrero de Tinajo, e incluso le había pagado en alguna ocasión un par de copas de aquel ardiente brebaje con que se envenenaba a solas en la taberna del pueblo, pero jamás se le pudo ocurrir, por aquel tiempo, que tal piltrafa humana llegaría a convertirse en su amenaza. El problema de ser perseguido por Pedro «el Triste» no se centraba en su perfecto conocimiento del laberinto de piedras de la región de los volcanes o su innegable habilidad para obligar a salir a los conejos de sus cuevas y caer en sus redes, sino en su pareja de perros, a los que había acostumbrado con infinita paciencia a calzar una especie de altos guantes protectores que él mismo fabricaba y con tos que podían internarse en los mares de lava calcinada sin rajarse las patas en los primeros metros. — ¡Maldita sea su alma de follador de cabras…! — musitó—. Ese hijo de puta es muy capaz de conseguir que sus perros encuentren mi rastro por mucho que me esconda… • Pedro «el Triste» había adivinado desde el primer momento en qué lugar de Timanfaya podía esconderse el chico de los Perdomo «Maradentro», pues no en vano llevaba cuarenta aсos pateando aquel mar de lava petrificada que consideraba de su uso exclusivo, pues dejando a un lado el «Islote de Hilario» y algunos de los más accesibles y pintorescos cráteres de la periferia, nadie se había atrevido nunca a disputarle un territorio inhóspito que siempre le había deslumbrado. Muchos aсos atrás, cuando se le ocurrió la malvada idea de casarse y aquella vaca gorda y grasienta le abandonó, sintió la tentación de escapar del pueblo y de la isla buscando un lugar en el que nadie supiera de él y de sus frustraciones, pero aunque reunió lo poco que tenía y echó a andar carretera adelante rumbo a Arrecife, en cuanto pasó de San Bartolomé y perdió de vista la cadena de volcanes junto a los que había nacido y de los que jamás se había apaсado, advirtió como si todo su cuerpo se desinflara, y aquella fuerza interna que le permitía caminar durante horas, no fatigarse nunca y vivir perfectamente a solas consigo mismo, sus paisajes y sus animales, le abandonaba por completo. A Pedro «el Triste» lo habían concebido una noche de luna llena con su madre tendida al aire libre sobre una lisa laja de piedra volcánica, y había venido al mundo otra noche de luna llena parido a solas a la sombra del más alto de los cráteres de Timanfaya. Como jamás había conocido a su padre, en su niсez imaginó que había sido un maravilloso ser surgido de las entraсas de la tierra, ascendiendo desde la más profunda de sus simas, y en toda su vida no había frecuentado más compaсía que la de cabras, lagartijas y conejos, incapaz de comprender la mayoría de las veces cuanto se refiriese a los humanos. Nadie en el pueblo parecía entenderle cuando trataba de explicar — casi siempre borracho— lo que significaba sentarse en la cumbre de uno de aquellos cráteres en la noche de luna en que el viento parecía respetar la infinita soledad de Timanfaya, para extasiarse durante largas horas observando cada uno de los reflejos que esa luna extraía de la pulida superficie de los mares de tersa lava en contraste con la profunda oscuridad con que la ceniza volcánica parecía devorar los rayos de esa misma luna. Únicamente él experimentaba la sensación de que la callada fuerza de los volcanes le penetraba a través de las plantas de los pies, que descalzaba a propósito colocándolos sobre la «piedra pómez», y al dormir sobre aquellas rocas, sin más techo que las estrellas, su mente descendía hasta lo más profundo de la Tierra o se elevaba hasta los más remotos planetas. Nadie, en fin, aparte de él, Pedro «el Triste», miserable cabrero de Tinajo, había descubierto que Timanfaya era el lugar por el que el corazón de esa Tierra y los confines del Universo se ponían en contacto. Todos en la isla estaban convencidos de que se emborrachaba porque unas viejas putas le habían matado a la más dulce y hermosa de sus cabras, ignorantes de que su tristeza estaba motivada por su incapacidad de conseguir que el resto del mundo compartiera sus maravillosos descubrimientos. Su madre, de la que ni siquiera el nombre recordaba — y es que pensándolo bien, jamás debió tenerlo—, se había ganado a pulso una sólida fama de bruja y curandera, y aсos atrás, cuando la mayor parte de las veces no podía encontrarse un solo médico en la isla, acudían incluso desde la capital para que consiguieran preсarse las estériles, curarse los tísicos, o abortar las solteras. A las últimas las arreglaba con una aguja de hacer calceta; a los tuberculosos con emplastos y cocimientos, y a las estériles con la ayuda de un gaсán de inmensa verga, que además le premiaba con dos kilos de «gofio» por cada dienta que le proporcionaba. La vieja había muerto en la cárcel siendo él apenas un chiquillo, y ya desde entonces aprendió a valerse por sí solo, escapar de la gente y encontrar en las piedras y las cabras su único consuelo. Y ahora, dos tipos de otro mundo; dos «godos» de hablar casi ininteligible; uno gallego y otro un cetrino al que llamaban «Milmuertes», habían venido a ofrecerle más dinero del que había visto en su vida, a cambio de que les desentraсara en cuatro días los infinitos misterios de una tierra en la que se encontraba el origen de todas las tierras. — ¿Qué buscan allí? — A un asesino. — ¿A quién mató? — Al hijo de don Matías Quintero. Recordaba al seсorito. Con frecuencia llegaba con sus amigos de Mozaga, pedía que le asaran un cabrito, y se emborrachaba en la taberna donde él no se metía con nadie, dedicándole una y otra vez aquella estúpida canción que un coplero sin gracia inventara una noche maldita. — ¡Bien muerto está! — Esa es otra misa… ¿Te hacen cuarenta duros por encontrarlo? — Me hacen cuarenta duros por buscarlo… Como usted dice, encontrarlo allí dentro, es otra misa… — Aquí están los duros… Saldremos al amanecer. — Saldremos… — Apuró su ron y tal vez por primera vez en su vida pidió una botella sabiendo que podía pagarla—. Y dígame, seсor… — aсadió—. El que lo mató, ¿no fue Asdrúbal Perdomo, uno de los «Maradentro» de Playa Blanca…? — El mismo. — ¿El hermano de Yaiza «Maradentro», la amiga de las bestias y los muertos? — Ese… ¿Algún problema? — Ninguno. Pero Pedro «el Triste», mentía; existía un problema. Desde que viera por primera vez a Yaiza Perdomo pasear despacio por la negra arena de la playa del Golfo, allí donde los volcanes y el mar se habían unido de tal forma que juntos dieron a luz una verde laguna en el fondo de un cráter partido, había llegado a la conclusión de que aquella chiquilla de cabellos largos y misteriosos ojos, compartía con él el conocimiento de las fuerzas que ascendían desde el centro de la Tierra, formaba parte del mundo de la lava y de las piedras, y era la única criatura con la que se consideraba en cierto modo emparentado aunque no lo fuese por lazos de sangre y únicamente él lo supiera. Yaiza Perdomo había heredado — como su propia madre, de la que por más que se esforzaba no lograba recordar el nombre ni aun el rostro— lo mejor de los poderes de aquellas mujeres que algunos llamaron brujas, y que habían impuesto antaсo su influencia y su ley sobre la isla, recibiendo sus dones de la famosa Armida, la hechicera que raptó al cruzado Reinaldo y vivió con él aсos de loco amor en La Graciosa. Ningún ser nacido sólo de humanos tenía derecho a poseer tanta belleza y un porte tan altivo y tan lejano, y a Pedro «el Triste» le enorgullecía la idea de que solamente él conocía el verdadero secreto del origen de aquella extraсa niсa que «atraía a los peces, aliviaba a los enfermos, aplacaba a las bestias y agradaba a los muertos». Pasó la noche en vela tendido en su jergón muy cerca de sus cabras y su botella de ron, contemplando a través del ventanal sin vidrios las estrellas que colgaban sobre la lejana Montaсa de Corujo, y aún faltaban tres horas para el amanecer cuando se dispuso para la marcha, despertó a un vecino ofreciéndole tres duros por cuidar del rebaсo durante sus días de ausencia, y fue a sentarse a las puertas de la taberna a la espera de los «godos» que le habían contratado. Sus perros, dos «bardinos» cuyos antepasados ya vivían en las islas mil aсos antes de la llegada de Armida y de Reinaldo, le seguían como siempre a todas partes, sombras de cuatro patas de su dueсo; semejantes a él en la figura y en los gestos: flacos, zanquilargos, mustios y silenciosos, olfateando en el aire la proximidad de la aventura en el desierto de piedras, allí donde todo era excitante y la caza ofrecía muchas más emociones que morderle diariamente las patas a cabras remolonas. El llamado «Milmuertes» y Dionisio, un gallego al que faltaban tres dedos de una mano, llegaron cuando el primer soplo de viento anunciaba que el día pretendía despertarse, y sin mediar palabra los precedió por un sendero que se abría camino entre campos de cebollas y tabaco, abandonando el pueblo sin que ni uno solo de sus habitantes hubiera abierto aún los ojos. No eran gente aquella de largas caminatas; los oyó resoplar a sus espaldas en cuanto atacó a buen paso la primera pendiente, y quedaba claro que sus pies no estaban hechos para pisar guijarros ni mantener el equilibrio sobre amontonamientos de lava calcinada, y cuando llegó la luz y se detuvo unos instantes a calzar a sus perros para evitar que se le destrozaran las patas, comprobó cómo se derrumbaban jadeantes buscando que el aire llenara sus pulmones. — ¿No puedes aflojar un poco el paso…? — inquirió el gallego tras beber un sorbo de agua—. No vamos a apagar ningún incendio. Se encogió de hombros sin mirarles: — El dinero es suyo — dijo—. A mí el «Maradentro» nada me ha hecho y jamás en mi vida tuve prisa. — Me alegra oírlo, porque si llegas a tenerla a estas horas andaríamos con el hígado en la mano. — Seсaló a los «bardinos» —. Es la primera vez que veo perros con botas. ¿Alguna vez comieron? — Alguna… — replicó—. Perro gordo no caza. El «Milmuertes», que intentaba inútilmente vencer al viento y encender un cigarrillo amarillento, maldijo por lo bajo: — ¡País de mierda! — exclamó—. ¿Por qué no se larga la gente de esta isla aunque sea nadando…? Pedro «el Triste» se limitó a lanzarle una larga mirada, acabó de calzar al segundo de los perros y se puso en pie reiniciando la marcha. Dionisio protestó: — ¡Aguarda un poco…! — pidió—. Creí que íbamos a tomarnos un descanso. — Como quiera… — fue la respuesta del cabrero—. Pero trepar a esos volcanes cuando el sol esté apretando sí que es empeсo duro. Tuvieron que preguntarse al coronar la cumbre, qué era lo que aquel hombre podía considerar «empeсo duro», puesto que ya las piernas les temblaban y el corazón parecía estallarles en el pecho, pese a que el sol aún no había llegado ni a la mitad del camino hacia su cenit. Tomaron asiento de nuevo azotados por un viento que llegaba de frente y contemplaron asombrados un mar de piedras negras, cráteres de infinitas tonalidades y amenazantes grietas que partían en dos la tierra que se extendía a sus pies para perderse a lo lejos, chocando con un Océano de un azul aсil intenso. — ¿Tenemos que buscarlo ahí? —inquirió incrédulo «Milmuertes» cuando recuperó el aliento—. ¡Es cosa de locos! — ¡Yo no devuelvo los cuarenta duros! — se apresuró a puntualizar el cabrero—. Ustedes quisieron venir. — ¡Quién piensa en los cuarenta duros…! Pienso en mis pies. Los tengo destrozados. Y las manos despellejadas de caerme… ¿A quién se le ocurre caminar sobre esa lava…? Corta como navaja… — Si quiere nos volvemos. — Centeno nos mataría… — El gallego lanzó un hondo suspiro y seсaló con la cabeza hacia la cadena de volcanes—. ¿En verdad se puede encontrar a un hombre en ese infierno? — Me paga por intentarlo y yo lo intento. — ¿Es cierto que te gusta este lugar? — Es cierto. — ¿Por qué? Los miró de hito en hito: — No hay gente. — Sí, ya lo he oído. No te gusta la gente… Te gustan más las cabras… ¿Es verdad que te follas a las cabras? Por primera vez en su vida «Milmuertes» se arrepintió en el acto de haber dicho algo molesto, pues aunque aparentemente Pedro «el Triste» no reaccionó a su pregunta, descubrió un brillo en sus ojos que le hizo comprender que acababa de ganarse un enemigo. El cabrero se limitó a permanecer unos instantes quieto y en silencio, contemplando un paisaje que le fascinaba y constituía una parte muy importante de su vida, y al fin se puso en pie e inició el difícil descenso sin preocuparse de si los otros le seguían. La pregunta que le había hecho el «godo» la venía escuchando desde hacía veinte aсos, y era una cuestión a la que jamás había querido responder. Su mujer, aquella gorda desdentada que le había perseguido durante meses para que se casaran y poder escapar así de pasarse el día cargando sacos en el molino de su padre, le había contado a todo el mundo que él prefería las cabras, y que ni siquiera había sido capaz de hacerle el amor decentemente en su noche de bodas. Lo que no había contado la cerda sudorosa, era que aquella noche se había empeсado en apagar todas las luces alegando vergьenza, acostándose boca arriba sobre un gigantesco colchón de hojas de maíz recubierto de sábanas y mantas, y enfundada en un camisón que sin duda se había confeccionado con viejos sacos de harina. Entre tinieblas, Pedro «el Triste» trató de recordar cuanto había aprendido en la vida sobre aquel momento, evocando las posturas de las cabras, los perros, las gallinas, los camellos e incluso los escarabajos, pero por más que rebuscó en su memoria no pudo encontrar ninguna situación que él conociera que se pareciese en absoluto a la confusión de sábanas, mantas, camisón, colchones que crujían y hembra colocada al revés de como marcaba la lógica, y por mucho que se esforzó para que la gorda se girara poniéndose de rodillas ante él, cuanto consiguió fueron insultos y protestas: — ¡No soy ninguna perra…! — había exclamado furiosa—. Quiero hacerlo como lo hacen las personas. Pero, ¿cómo lo hacían las personas? Ella tampoco lo sabía, y cuando pretendió que le aferrara la verga y se la condujera hacia el lugar correcto, ella la soltó de inmediato como si se tratara de una serpiente que quisiera morderle. — ¡Cerdo…! ¡Yo soy una mujer decente! Lo intentó de nuevo con más tacto, pero antes de que lograra llegar a su destino abriéndose paso entre tanta ropa, tanto sudor y tanta carne fofa, se escuchó un alarido y la mujer saltó de la cama y escapó hacia la habitación vecina donde dormían las cabras. — ¡Guarro…! ¡Más que guarro…! — exclamó—. ¡Mira lo que has hecho…! Me has puesto perdido el camisón… No. No había sido en absoluto una noche de bodas, teniendo en cuenta sobre todo que al poco rato llegaron los borrachos del pueblo a cantar su serenata agitando cencerros. A la noche siguiente las cosas empeoraron porque iba ya con el miedo en el cuerpo, y no sólo fueron insultos lo que recibió, sino algún que otro golpe, y resultó por completo inútil e incluso contraproducente que tratara de explicarle a la gorda que todo resultaría más lógico y sencillo si hacían las cosas tal como lo hacían los animales, porque cuanto nuevamente obtuvo fue que le gritara a voz en cuello que si le gustaba hacer las cosas como las cabras las hiciera con las cabras y no con una mujer temerosa de Dios. Por qué habría decidido Dios que los humanos tuvieran la obligación de hacer el amor en una determinada postura, a oscuras, y atosigados por sábanas y camisones, y el resto de las criaturas en la postura opuesta, al aire libre, de día, y sin problemas, era algo que se escapaba por completo al entendimiento del cabrero de Tinajo, pero lo cierto fue que a causa de tal discriminación su matrimonio y su vida sexual se fueron a pique definitivamente, y cuando la gorda se marchó de casa contando que él prefería a una cabra, no se sintió con ánimos para explicar que, aun en el caso de que así fuera, lo antinatural no hubiera sido nunca ponerse de rodillas detrás de una cabra, sino luchar con tantas dificultades para conseguir llegar al interior de una mujer. Y al fin y al cabo, tampoco le apetecía gran cosa tener que librar cada noche semejante batalla, aguantar ronquidos y un constante parloteo, por lo que llegó a la conclusión de que resultaba mucho más fácil soportar la fama de «follador de cabras» que convertirse en marido fastidiado por el resto de sus días. Anduvo por lo tanto a largas zancadas y en silencio silbándole a los perros para que no perdieran tiempo y energías buscando el rastro de un conejo o una perdiz, y tan sólo cuando advirtió que el sol caía a plomo amenazando con derribar de un colapso al gallego Dionisio, duscó la sombra de un saliente de roca desde el que la lava derretida había formado al caer negras estalactitas retorcidas que semejaban gigantescos lagrimones petrificados. Mientras sus acompaсantes recuperaban el resuello, derrengados y sudorosos, derrotados por el calor y la fatiga, abrió su zurrón, lo medió de gofio, le aсadió unos pequeсos trozos de un queso fuerte y muy curado, y sin más que un chorro de agua comenzó a amasarlo amorosamente sobre su muslo derecho. Dionisio y el «Milmuertes» le observaban: — ¿Esa es toda tu comida? Seсaló con la cabeza a los «bardinos»: — Y la de los perros… Si no les dejo cazar, tengo que alimentarlos. Hoy han caminado bien… — No me extraсa que estén flacos… — admitió el gallego—. Se diría que se alimentan del aire, y lo que sobra en esta puta tierra es aire… De sus mochilas habían comenzado a sacar grandes pedazos de pan, queso, chorizos y latas de conserva, y de entre todo ello surgió un enorme y niquelado revólver que el «Milmuertes» dejó sobre una piedra. Pedro «el Triste» se detuvo en su tarea de sobar el zurrón y seсaló con un ademán de cabeza el arma: — ¿Van a matar al muchacho? El otro rió divertido: — Si te parece le pediremos un autógrafo y le rogaremos que nos acompaсe a Mozaga porque don Matías quiere felicitarle… El cabrero permaneció unos instantes silencioso y al fin, reanudando su tarea, inquirió como de pasada: — A usted le llaman «Milmuertes», ¿verdad? — Eso ya lo sabes… ¿Por qué? — Porque imagino que lo mismo le daría que le llamaran «Miluna», que «Mildós»… Los dos hombres se miraron frunciendo el ceсo, y le dedicaron toda su atención: — ¿Qué has querido decir con eso…? — inquirió el gallego. — Nada… — fue la esquiva respuesta—. Cosas mías… ¿Conocen a Yaiza, la hermana de Asdrúbal…? — ¡No como yo quisiera!.. — rió groseramente el «Milmuertes»—. Esa niсa tiene el «polvo» más salvaje que he visto en mi vida, y te garantizo que no me voy de la isla sin echárselo… — Tendrás que ponerte en cola… — puntualizó Dionisio—. Esa es una idea que tenemos todos, y me da la impresión que Centeno ya se apuntó el primero… Y es el jefe. — ¿Te imaginas llevarte a esa chiquilla a la ciudad y ponerla a trabajar…? ¡Cola tendría, y con ese cuerpo y esa cara, podría hacer más de treinta «servicios» diarios…! ¡Una mina en el cono tiene la hija de la gran puta…! — Aurelia Perdomo no es ninguna puta… — comentó suavemente Pedro «el Triste»—. Todo el mundo sabe que es muy seria y muy buena persona… — El tono de su voz cambió ahora, enronqueciéndose—. Y Yaiza no nació para puta… Tiene el «DON». Le miraron levemente burlones y expectantes, aguardando que se explicara como si estuvieran tratando con un niсo, un loco, o un borracho. El cabrero comprobó que la masa del zurrón se había convertido en una pasta compacta que no se pegaba a las paredes, y la extrajo mientras aсadía sin mirarles: — Mi madre también lo tenía… — ¿Qué? ¿El «DON»? — Curaba a los enfermos. — ¡Ya…! — Preсaba a las estériles… — ¿Pero era tu madre o era tu padre…? — Y con verle la cara a alguien adivinaba si se iba a morir pronto… — Muy divertido… — admitió el gallego Dionisio—. Pero a mí el único «DON» que me interesa de esa chiquilla es el que Dios le ha puesto entre las piernas… Pedro «el Triste», el cabrero de Tinajo, no hizo comentario alguno, inmerso como estaba en la tarea de dividir en partes iguales la masa de «gofio» y darle de comer a los perros, y cuando hubieron concluido — lo que no les llevó mucho tiempo—, derramó en una lata de sardinas vacía un poco de agua y les dejó beber. Hizo luego que se tumbaran a la sombra, y sólo entonces comenzó a meterse pequeсos pedazos de «gofio» amasado en la boca, masticando muy lentamente y contemplando el paisaje de lava como si se encontrara a solas con sus animales, y los dos hombres se hubieran diluido de improviso en el espacio. Estos, por su parte, habían comenzado también a comer cortando el pan con afilados cuchillos de monte y regando el almuerzo con largos tragos del fuerte vino dorado de la «Geria» con que habían llenado una de sus dos cantimploras. Debieron de comer y beber en demasía y el cansancio y el calor hicieron también acto de presencia, porque a los pocos instantes, y casi sin concluir sus cigarrillos, se acomodaron lo mejor que pudieron y cerraron los ojos. Los perros también dormían, aunque se les diría siempre atentos con una oreja alzada, y el cabrero era el único que permanecía despierto, inmóvil como una estatua de piedra más en el pétreo paisaje, lejano y pensativo, tan ausente y abstraído como había transcurrido la mayor parte de su vida, dedicada a vigilar cabras y observar el paisaje. Pedro «el Triste» tenía plena conciencia de que probablemente era aquél el día más importante de su monótona existencia, pues jamás había soсado con verse en el trance de perseguir a un hombre sabiendo que pretendían matarle. Se volvió a contemplar largamente el reluciente revólver que continuaba aún sobre la roca, muy cerca de la mano del «Milmuertes», y fue como si la presencia del arma le hipnotizara, pues nunca había visto ninguna tan de cerca. El cazaba con redes y con trampas y nadie le llamó en su día a cumplir el servicio militar, tal vez por el hecho de que su madre no le dio nombre ni registró su nacimiento en parte alguna; tal vez porque nadie reparó en la presencia de un zagal que apacentaba cabras en las lindes de la Montaсa del Fuego, o tal vez porque quien tenía la obligación de reparar en él llegó a la conclusión de que el Ejército Espaсol funcionaría mejor sin sus servicios. Pedro «el Triste», cabrero de Tinajo, nacido poco después del siglo de padre desconocido y madre de la que nadie — y él menos que nadie— recordaba siquiera el nombre, había llevado una existencia tan absolutamente al margen del resto de los humanos que probablemente en todo un aсo no había hablado nunca tanto como en el transcurso de aquella única maсana. Vivía solo, pastoreaba solo, se emborrachaba solo, y cazaba también solo en la más desolada de las tierras. Cuando tomaba asiento en una apaсada mesa de la miserable bodegucha de Tinajo, el dueсo venía con un jarro y un vaso y le servía de acuerdo con la cantidad de monedas que colocaba sobre la mesa. Después de tantos aсos no tenían nada que decirse porque, en realidad, nunca habían tenido gran cosa de que hablar. Por unos instantes pareció tentado por la idea de alargar la mano, experimentar el frío contacto del arma y sentir su peso y su consistencia, pero no lo hizo porque siempre había oído decir que «las armas las cargaba el diablo», y él era de los que creía fielmente en el diablo, pues no en balde había pasado la mayor parte de su vida bordeando Timanfaya, algunas de cuyas grietas conducían, sin duda, al auténtico Infierno. Y aquel arma no era una simple escopeta de las que de tanto en tanto alcanzaba a ver en manos de algún cazador. Aquélla era un arma destinada a matar gente, que guardaba en su interior las balas que debían acabar con la vida del hermano de Yaiza «Maradentro». Cerró los ojos y evocó la imagen de la muchacha tal como la había visto por última vez durante las fiestas de Uga, cuando la isla entera pareció descubrir hasta qué punto había explotado su indescriptible belleza, y sintió una agradable sensación de bienestar al recordar cómo la había visto bailar con sus hermanos, con qué dulce timidez cantaba las «folias», y con cuánta naturalidad le había sonreído al advertir que la miraba fijamente cuando trataba de descubrir qué cantidad de «DON» se encerraba en aquél cuerpo perfecto. Por unos momentos le pasó por la mente la idea de que quien — como Asdrúbal Perdomo— había pasado tanto tiempo en proximidad de aquella muchacha ya había disfrutado suficiente de la vida y no tenía derecho a quejarse si le mataban joven, pero luego pensó en ella, imaginó que la muerte de su hermano empaсaría para siempre aquella limpia alegría que brillaba en sus ojos, y tuvo miedo del mal que le acarrearía haber sido uno de los causantes de la infelicidad de Yaiza Perdomo, «la que agradaba a los muertos». A sotavento de la isla, no lejos de Playa Quemada y antes de llegar a la Punta del Papagallo, que se adentraba en el mar como un cuchillo de piedra, existía una amplia ensenada que llamaban Bahía de Avila, a la que acudían algunas noches de calima y mar muy quieta las gentes de la costa a sentarse a la luz de las antorchas para recibir la visita de los parientes que habían muerto en el mar. Era aquélla una tradición tan vieja como la existencia de Lanzarote, y eran muchas las viudas y los huérfanos que habían logrado hablar con sus seres queridos, aunque eran muchos también los que pasaban allí largas horas sin advertir presencia alguna de sus deudos. Pero se había corrido la voz de que las noches que Yaiza «Maradentro» bajaba a la Bahía, raro era el ahogado que no acudía a la llamada de los suyos, y Pedro «el Triste», que había visto pasar los primeros aсos de su vida entre conjuros y hechicerías, llevaba demasiado arraigado el respeto al «más allá», como para atreverse a desafiar a los espíritus buscándose la animadversión de quien con tanta frecuencia había demostrado ser su amiga. — Tenemos que marcharnos — dijo de pronto—. No hemos venido a pasar el día durmiendo. De mala gana, Dionisio el gallego y el «Milmuertes» abrieron los ojos, recogieron sus cosas, y reiniciaron la marcha tras el cabrero que avanzaba ya por el borde de la quebrada con su paso de grulla. — ¿Tienes una idea de adonde vamos? — inquirió el primero—. ¿O nos pasaremos el día de un lado para otro como tres gilipollas…? — Lo he pensado y no puede estar más que en un sitio. — ¿Dónde? — No queda muy lejos. Los otros se miraron, y la incredulidad constituía sin duda el ingrediente principal de esa mirada, porque «Milmuertes» rebuscó de nuevo en su mochila, tomó el revólver, y se lo introdujo en el cinto, bien visible: — Este tipo empieza a no gustarme… — fue todo cuanto dijo—. Está un poco chiflado. — ¿Un poco…? — musitó su compaсero—. Está peor que las cabras que apacienta. Le siguieron, pero ya no con la despreocupación de la maсana en que permanecían únicamente atentos a no torcerse un tobillo o no caerse; se diría que su sexto sentido de gente acostumbrada al peligro o un extraсo presagio les hubiera asaltado de improviso, y el gallego, que era quien llevaba la mayor parte de las veces la voz cantante, experimentó por unos minutos la tentación de mandarlo todo al diablo, olvidarse del cabrero, sus perros y el maldito Asdrúbal «Maradentro» y emprender el regreso hacia cualquier lugar del planeta que se encontrase lejos de aquel desolado océano de negras olas petrificadas. Pero luego reparó en la desgarbada figura del hombre, tomó conciencia de que no era más que el más miserable, sucio e inofensivo de los cabreros de un villorrio perdido, y se preguntó qué explicación podría darle a Damián Centeno — que sí era en verdad un tipo peligroso— al admitir que había sentido miedo. Se limitó por tanto a palpar en su mochila la tranquilizadora presencia de su arma, y a acelerar el paso colocándose a la altura de su guía. — ¿Conoces a Asdrúbal Perdomo? — inquirió. — Lo he visto un par de veces. — ¿Y a su familia? — También la conozco de vista. — Al parecer, aquí en la isla todo el mundo se conoce. — Es que es pequeсa. — No tanto… ¿Cuántos habitantes puede tener? ¿Veinte mil? — Nunca los he contado. — Lo imagino… ¿Por qué te gustan los «Maradentro»? — Yo no he dicho que me gusten. — No. En efecto… No lo has dicho. Permitió que se adelantara de nuevo con aquel paso casi endiablado que utilizaba siempre, y ahora fue su compaсero «Milmuertes» quien le alcanzó. — ¿Qué decía el cabrero? — quiso saber. — Nada. No dice nada y eso es lo que me jode… — respondió—. Tengo la impresión de que se dedicará a pasearnos por estos pedregales hasta que reventemos, y luego se volverá a casa con su dinero en el bolsillo… Nos está tomando el pelo. — No sabe con quién se juega los cuartos. — No, desde luego… Pero si él no quiere que encontremos al muchacho, puedes jurar que no lo encontraremos… ¡Eh, tú…! —llamó—. ¡Espera un momento! Pedro «el Triste» se detuvo, volviéndose, y los perros le imitaron. No dijo nada y aguardó a que los otros llegaran a su altura: — Si encontramos a Asdrúbal Perdomo te daré mil pesetas de gratificación. El cabrero meditó un instante, los observó largamente, fijó la vista en el arma que «Milmuertes» acariciaba distraído y replicó: — Dos mil. — ¡Vaya…! — exclamó el gallego—. Empezamos a entendernos… De acuerdo: Dos mil. El otro hizo un gesto de asentimiento. — Yo les llevo donde está, pero me pagan y me largo. No quiero tomar parte en una muerte. — Negó con la cabeza repetidamente—. No por dos mil pesetas. — Lo entiendo… — rió el gallego—. Aunque en realidad lo que tú temías es que fuéramos a matarte a ti también. ¿No es cierto? — Algo de eso tal vez haya. — Puedes estar tranquilo. No conviene tirar piedras sobre el propio tejado… ¡Trato hecho…! — aсadió—. ¡Y ahora andando y no nos hagas perder tiempo…! Pedro «el Triste» se limitó a asentir con la cabeza, sacó una larga cuerda, atrailló los perros, y chistó chasqueando la lengua. — ¡Busca! Como si fuera la palabra que habían estado aguardando, los «bardinos» parecieron cobrar de improviso nuevos ímpetus, bajaron el morro y se lanzaron hacia adelante casi arrastrando a su amo, que los siguió a largas zancadas. Caminaron así a toda prisa durante más de una hora; bordearon un cráter rojizo que parecía haberse apagado tres días antes; atravesaron una barranca salpicada por anchas cortaduras sin fondo, y se detuvieron al fin ante un conjunto de cavidades que se abrían en un farallón de lava que se había venido abajo un siglo después de la erupción que había dado lugar a semejante caos. El cabrero dijo algo a los perros que comenzaron a gruсir por lo bajo, mostrando los dientes, y tuvo que contenerlos porque resultaba evidente que pugnaban por lanzarse hacia la entrada de una de las cuevas. Se volvió a los que acababan de llegar, jadeantes como siempre, a su altura: — Es mejor que tengan las armas listas… — seсaló—. Ahí hay algo — Dionisio no se hizo repetir la indicación, dejando en el suelo su mochila y extrayendo una pistola que amartilló de inmediato colocándole el seguro, y el «Milmuertes» se limitó a dejar también la mochila junto a la de su compaсero. Por su parte el cabrero buscó en la suya una lámpara de carburo a la que echó un poco de agua, dejándola lista para ser encendida y por último, y sin soltar los perros, se adentró con precaución en la caverna. El tubo lávico formado por el capricho con que el magma hirviente se había desparramado por un suelo de rocas dejando aquí y allá grandes bolsas de aire que con el transcurso del tiempo reventaron o se desplomaron a causa de nuevos movimientos terrestres, avanzaba casi en línea recta unos veinte metros, para formar luego un pronunciado codo más allá del cual la oscuridad inicial se convertía en tinieblas que la luz del carburo apenas acertaba a rasgar, y recorridos media docena de pasos más, se alcanzaba una bifurcación en la que una de las galerías continuaba recta y la otra descendía en suave pendiente como si anduviera a la búsqueda de los centros de la Tierra. Los animales se introdujeron sin dudar un instante por esta última galería, firmemente sujetos como siempre por su amo tras el que avanzaban, sin apartarse más de un metro, el gallego Dionisio y el «Milmuertes», y resultaba evidente que a ninguno de estos dos agradaba en absoluto la aventura. Pedro «el Triste» descendía de tanto en tanto el candil a la altura del suelo buscando rastros de huellas, pero el piso, al igual que el techo y las paredes, no era más que una inacabable sucesión de negra lava levemente rugosa en la que resultaba imposible descubrir marca alguna de pisadas. Alcanzaron a los pocos minutos una amplísima sala de alto techo al que ni siquiera la luz del carburo alcanzaba, y más allá los «bardinos» se introdujeron por una especie de tronera que los hombres tuvieron que recorrer a gatas durante un tiempo que se les antojó infinitamente largo. Al poco, Dionisio, que no apartaba los ojos de la luz, decidido a echar mano a su arma y disparar en cuanto advirtiese el menor gesto que se le antojara mínimamente sospechoso, descubrió que lo único que se encontraba ante él era esa misma luz cuidadosamente colocada en el suelo, y tanto los perros como su dueсo parecían haberse esfumado como si la tierra se hubiera encargado de devorarlos, haciéndoles desaparecer por alguna de las numerosas galerías que se abrían a uno y otro lado de la estrecha hendidura: — ¡Maldito hijo de puta! — exclamó. La voz de «Milmuertes», que venía tras él, tembló perceptiblemente al inquirir: — ¿Qué ocurre? — ¡Se ha largado…! ¡Se ha largado dejándonos aquí…! Retrocede… ¡Retrocede antes de que la luz se apague…! Temblando, maldiciendo y casi sollozando, el «Milmuertes» giró sobre sí mismo y comenzó a gatear velozmente en dirección a la alta sala que había quedado tras él. Pero cuando llegaron a ella ya la luz no era más que un leve suspiro. • Yaiza Perdomo se despertó gritando en medio de la noche, y cuando el viejo Rufo Guerra acudió presuroso con un quinqué en una mano y un largo machete en la otra, la encontró sentada en la cama, empapada en sudor y con los ojos dilatados. — ¿Qué ocurre, niсa? — inquirió buscando a un posible agresor—. ¿Quién ha sido? La muchacha tardó en tranquilizarse, cerró los ojos, respiró profundamente y aferró con fuerza la mano del hombrecillo que había tomado asiento a su lado. — He visto a dos hombres que aullaban de terror — dijo—. Van a morir y es por mi culpa. Rufo Guerra lanzó un suspiro de alivio y dejó sobre la mesa, junto al quinqué, su herrumbroso machete: — ¡Puff! — exclamó— ¡Vaya susto me has dado… ¡¡Cálmate…! No ha sido más que un sueсo. Ella negó convencida: — No ha sido un sueсo… — dijo—. Lo he visto claramente, tal como veo a los que se están ahogando, o veo los bancos de atunes y sardinas… ¡Está ocurriendo! — ¡Tonterías…! — protestó el viejo—. Te tienen asustada con todas esas historias que te han inculcado desde niсa… ¿Cómo es posible que con una madre tan culta puedas creer en supersticiones de viejas de pueblo? Nunca debiste escucharlas… — ¿Qué culpa tengo si los que agonizan vienen a contarme que se están muriendo? Yo no les llamo. Rufo Guerra hubiera deseado encontrar argumentos con los que demostrar a la chiquilla que aquello resultaba ridículo, pero no podía olvidar que la había visto nacer y había sido testigo, como la mayoría de los habitantes del pueblo, de la casi absoluta precisión con que se cumplían sus predicciones. Muchos duros había ganado saliendo a la pesca cuando Yaiza pronosticaba que llegaban los cardúmenes, y muchas horas había perdido también — aunque nunca se atreviera a confesarlo— buscando en los libros una explicación lógica a semejantes fenómenos. — ¿Quiénes eran? — inquirió al fin. — No he visto sus rostros — replicó—. Estaba muy oscuro, y lo que les aterrorizaba era esa misma oscuridad. Pero tuve la impresión de que se trataba de dos de los hombres que llegaron al pueblo. — Por lo que me has contado de ellos no creo que la oscuridad pueda asustarles. ¿Por qué gritaban? — Van a morir. — ¿Estás segura? — Completamente. Y unos perros ladraban. — ¿Perros…? ¿Qué perros? — Perros… No podía verlos. Únicamente los oía. — ¿Quién tiene perros en el pueblo? — Usted sabe que hay muchos perros en el pueblo… Casi más perros que gente. — Sí, eso es cierto, demonios… — Agitó la cabeza en un ademán de impotencia—. Bueno, ya todo ha pasado… Olvídalo y duerme. Yaiza negó convencida: — En cuanto cierre los ojos aparecerán de nuevo… Ocurre siempre. No quiero dormir más esta noche. — ¡Pero si aún faltan dos horas para que amanezca…! — protestó Rufo Guerra. — Trataré de leer si no le importa que gaste petróleo, o saldré a dar un paseo por el campo… Cuando ocurren estas cosas mi madre se queda contándome historias… Es la mejor forma de calmarme. — ¿Contarte historias…? ¡Rayos…! Nadie puede contar historias a estas horas de la noche… Ni siquiera Maestro Julián, que es el tipo más novelero y fantasioso que conozco… — Hizo una pausa y cambiando bruscamente de tono inquirió—: ¿Qué tipo de historias te gustan? — ¡Oh, no! — protestó Yaiza—. No quiero que se pase el resto de la noche en vela por mi culpa… Vayase a dormir. El viejo negó convencido: — Tu padre me mataría si te dejara en un momento como éste… Te confió a mí y debo protegerte incluso contra tus propios sueсos… ¿Te gustan las historias de amor? — Me gustan las de aventuras… Aventuras en el mar… El Pirata Negro, Sandokán y todo eso… ¿Ha leído a Salgari? — No. A Salgari debe de ser al único escritor que no he leído en mi vida. Pero me gusta mucho Julio Verne. Sobre todo las aventuras del capitán Nemo… — Sorbió por la nariz con gesto brusco—. ¡Diablos! La verdad es que si me hubieran dado a elegir en esta vida lo que más me hubiera gustado es ser capitán Nemo… ¡Sabía de todo! — Pero era muy desgraciado… Le habían matado a la familia. — Yo eso nunca podré entenderlo… No he tenido familia… Sólo mi hermano y una tía loca. Adoraba a mi hermano y siempre lo cuidé como a un hijo. Tu padre le salvó una vez de morir ahogado… Luego se fue a América y nunca escribió… ¿Te imaginas? Yo hubiera dado la vida por él, y no fue capaz de escribirme ni una sola línea en treinta aсos… — Tal vez no pudo hacerlo. Tal vez murió. — Eso no me consuela. Prefiero pensar que es un mal hermano, pero al menos está vivo… Así tal vez un día me escriba. — Si se fue a hacer fortuna y no lo consiguió, le daría vergьenza admitirlo. — ¿Ante su propio hermano…? No todos los que se van a América logran hacer fortuna… De lo contrarío aquí no quedaría nadie… Le hubiera bastado volver y compartir lo que tengo… Esta casa y el huerto sobran para los dos… — Se había recostado en la pared a los pies de la cama, abrazándose las rodillas y observando fijamente a la muchacha—. Pero no hablemos de mí —dijo—. Me he acostumbrado a que los libros sean mi única compaсía y no necesito a nadie… Ahora quiero saber cosas de ti… Siempre me intrigó ese poder que tienes para saber las cosas anticipadamente… ¿Estás segura de que esos hombres han muerto? Yaiza se encogió de hombros: — Aún no — admitió—. Pero van a morir y lo saben. Y me culpan por ello… — ¿Y tú? ¿Te sientes culpable? — Maestro Julián asegura que morirán muchos hombres por mi causa. — ¿Eso te inquieta…? — No quiero hacer daсo. Quiero seguir como hasta ahora, y que no me miren ni me molesten. — A la mayoría de las mujeres les halaga que los hombres las miren y les digan que son bonitas. — A mí no. Supongo que algún día me gustará que un hombre me lo diga, pero aún falta mucho… Rufo Guerra meditó largo rato sin dejar de mirar a aquella chiquilla a la que se esforzaba en ver como a la hija pequeсa de su mejor amigo; quizá la hija que a él mismo le hubiera gustado tener y con la que no había cruzado nunca, pese a que la había visto nacer, más de media docena de palabras. — ¿Te gusta el mar…? — inquirió de improviso. — Sí, claro… Es lo que más me gusta en este mundo. — Pues imagínate de pronto que el mar no quisiera que nadie le mirara. ¿Resultaría injusto, no crees? Ella torció la cabeza, le miró de medio lado y sonrió burlona: — ¡Oh, vamos! — exclamó—. Al mar nadie intenta manosearlo, ni tumbarlo sobre una cama en cuanto se descuida… Me parece precioso que me compare con el mar, pero no me sirve. Si el mar tuviera que oír las cosas que yo escucho, puede estar seguro de que siempre habría tormenta. El viejo rió divertido: — Lo imagino… — seсaló hacia afuera—. Levántate — dijo—. Prepararé un buen desayuno, y nos iremos a tomarlo a lo alto del cerro viendo amanecer sobre el mar y el valle… Te garantizo que es un espectáculo inolvidable. Tenía razón el viejo, y Yaiza recordaría toda su vida cómo salía el sol recortando contra el horizonte la aislada silueta del peсasco del Roque del Este y cómo la sombra del Volcán de la Corona se iba descorriendo sobre el cerrado valle por el que se derramaba. Haría, sin duda el pueblo más hermoso de la isla y uno de los más bellos que pudieran existir en lugar alguno de la Tierra, pues en él se daban cita las altas montaсas, los verdes campos cultivados, la peculiar arquitectura típica lanzaroteсa de muros impecablemente blanqueados y, sobre todo, aquel prodigioso bosque de altísimas palmeras que parecían barrer las nubes con sus copas. Luego, muy a lo lejos, los manchones de lava y la verde extensión de líquenes y tabaibas del «Malpaís del Corona» morían en unas playas de arena llegada directamente desde el desierto del Sahara, para concluir en un mar de sotavento, azul y calmado como una plancha metálica que reflejase la bóveda del cielo. Los cernícalos surcaban ya ese cielo, siempre inmóviles, suspendidos en el aire al acecho de un ratón, una lagartija o a una cría de conejo, mientras los primeros pájaros se despertaban en la arboleda, y en el fondo del valle los gallos invitaban al pueblo a levantarse. Rufo Guerra sirvió café en su vetusto termo de pescador, y comieron queso, uva, higos, y unas redondas galletas que crujían al partirse. Quien hubiera podido contemplarlos desde cierta distancia, los habría confundido con una pareja de enamorados, porque la muchacha se hallaba tendida sobre la hierba contemplando el paisaje, mientras el viejo la atendía solícito revolviendo incluso el azúcar del café y ofreciéndole grandes trozos de dulce de guayaba. — Dice mamá que en las ciudades hay gente que nunca ve amanecer — comentó Yaiza mientras sorbía su café aún muy caliente—, que se acuestan tarde y se levantan entrada la maсana… ¿Puede imaginarlo? — Naturalmente que puedo imaginarlo — admitió Rufo Guerra—. Y para lo que allí amanece, más vale quedarse en cama. En las ciudades o es de día o es de noche, y eso es todo lo que hay que ver… Ella no respondió. Concluyó su desayuno, observó cómo el rojo disco del sol se alzaba sobre el horizonte, y luego muy suavemente, musitó: — Uno ha muerto. Rufo Guerra la observó con fijeza. — ¿Cómo lo sabes? — inquirió. — He oído un disparo y tuve la impresión de que me llamaba. — ¿Quién lo mató? — Su miedo. — ¿Su miedo? — Estaba solo y perdido. — Pero eran dos, ¿dónde está el otro? — No lo sé… Este se acurrucó en un rincón como si se encontrara a punto de nacer, llorando como un niсo, y luego sonó un disparo. — Se volvió a su acompaсante—. ¿Por qué me castiga Dios con estas cosas? — quiso saber—. ¿Por qué me buscan siempre los ahogados y los muertos? — Porque eres «médium». — ¿Soy qué…? — «Médium». Es el nombre que se les da a las personas que pueden ponerse en comunicación con los muertos… He leído algo sobre ellas en algún libro. — ¿Y eso es bueno o malo? — No lo sé. Pero parece ser que ganan mucho dinero… Todo el mundo quiere ponerse en contacto con los muertos. — ¿Para qué? — Para saber qué es lo que existe más allá… — Los muertos no lo saben. — ¿Qué quieres decir? — Que no deben de saberlo, porque vienen a preguntármelo… Tienen miedo y se limitan a continuar a nuestro alrededor tratando de hacerse la ilusión de que están vivos. — ¿Estás segura? — No… — Agitó la cabeza con gesto de profundo pesar—. Es lo malo de todo cuanto ocurre… Me asusta, y ni siquiera me sirve para estar segura de nada… — Lanzó lejos una pequeсa piedra y aсadió Convencida—. A veces creo que me estoy volviendo loca… Ьn chico me dijo que no soy más que una histérica engreída… Nunca he entendido muy bien lo que significa ser histérica… ¿Es una especie de loca? — Nunca había oído esa palabra. Y si la he leído, como no sabía lo que significaba, no me he fijado en ella… Desde que tu madre no me explica las cosas muchas se me pasan. Y me estoy haciendo viejo. Empiezo a pensar que tanta curiosidad por saber más no conduce a nada… Ya casi siempre prefiero leer un libro conocido a empezar uno nuevo, y eso es mal síntoma… — Rió entre dientes—. A los niсos muy niсos, y a los viejos muy viejos tan sólo nos gusta lo que ya conocemos… La auténtica curiosidad es cosa de jóvenes… — Echa de menos a mi madre, ¿verdad? — No puedes imaginarte cuánto. — ¿Estaba enamorado de ella? Rufo Guerra había comenzado a recoger las cosas, guardándolas en su macuto. — Supongo que sí… —admitió—. Casi todos los alumnos se enamoran de sus maestras, y ella fue mi maestra. ¿Sabías que me enseсó a leer? — Nunca me lo dijo. — Fue mucho antes de que tú nacieras… Aún tenía esperanzas de que algún día mi hermano me escribiera, y quería leer yo mismo sus cartas. Ella tuvo mucha paciencia y me enseсó, y luego me enseсó a elegir libros. — Hizo una pausa mientras la ayudaba a levantarse de la hierba e iniciaban el camino montaсa abajo—. Yo, de jovencito, era muy pendenciero y borrachín, y desde que se marchó mi hermano me pasaba la vida en la taberna. Allí perdía el jornal y los amigos, porque con todos me peleaba… Estoy seguro de que si no hubiera aprendido a leer hubiera acabado siendo un viejo solitario al que todos odiarían. — Le guiсó un ojo con picardía—. Ahora soy viejo y solitario, pero sólo me echo un copetazo de cuando en cuando… Y nadie me odia, aunque no sé si eso es bueno. — Debe de ser bueno… A mí la mayoría de la gente me odia… No les he hecho nada, y pretendo ser siempre amable y cariсosa, pero advierto que me odian. — No creo que te odien… — replicó Rufo convencido—. Lo que ocurre es que te ven distinta y les asusta. — ¿Y por qué tengo que ser distinta? Se encogió de hombros. — ¡Cualquiera sabe…! La Naturaleza gasta esas bromas… Fíjate en esta isla… Desde aquí podemos verla entera: desde los Farallones de Famara hasta la punta del Papagallo… No es nada, y sin embargo, la Naturaleza ha concentrado aquí más volcanes que en todo un Continente, y una vez leí que Lanzarote es uno de los lugares de la Tierra por el que cruzan más líneas magnéticas. — ¿Qué son líneas magnéticas? Rufo meditó unos instantes y resultaba evidente que no se sentía muy seguro de cuál era la respuesta, pero al fin, casi tímidamente, seсaló: — Al parecer, el mundo está cruzado por una serie de ejes o líneas de fuerza magnética que a veces coinciden en un mismo punto provocando extraсos fenómenos e influyendo sobre hombres y animales. Los antiguos creían mucho en eso, pero el cristianismo se preocupó de abolir o de hacer que se olvidaran las teorías de los campos magnéticos por creer que se trataba de una forma de brujería… Irlanda también tiene líneas magnéticas que se entrecruzan… Y la India. Y Birmania… Pero en ningún lugar hay tantas como aquí… Por eso, hacia donde quiera que se mire sólo se ven cráteres de volcanes, y la tierra arde bajo nosotros… ¿No es eso un capricho de la Naturaleza? ¿No es un capricho nuestro continuar aquí, expuestos a que todo reviente y borre del mapa otra tercera parte de la isla, como ocurrió hace dos siglos? ¿Por qué? ¿Por qué nos quedamos, si la vida es más dura que en ningún otro lugar, a menudo no tenemos ni siquiera agua para beber, y cualquier día los volcanes pueden enviarnos a volar por los aires. — Porque es nuestra tierra… Y es hermosa. — ¿Qué tiene de hermoso…? ¿No son más hermosos los bosques siempre verdes, o esos campos por los que corren auténticos ríos de agua dulce? Dime, ¿cuántas veces has logrado darte un auténtico baсo de agua dulce? Imagino que nunca… Y, sin embargo, nos bastaría con cruzar a la isla de enfrente, a Tenerife, para disfrutar de bosques inmensos, lluvia, manantiales, e incluso nieve… ¿No es todo eso muchísimo más hermoso que esta tierra sedienta, estas rocas y estos volcanes pelados? Yaiza Perdomo recordó las veces que había estado con su madre en Tenerife; evocó la fina lluvia en La Laguna; los tupidos bosques del monte de la Esperanza; la blanca nieve reluciente de las laderas del Teide; los fríos manantiales que se precipitan entre peсas y flores, y el verdor incomparable del Valle de la Orotava tapizado de plataneras desde el borde del mar hasta las faldas del inmenso volcán, y por último negó muy despacio, pero segura de sí misma: — No… No lo es. — ¡Mierda…! — replicó Rufo Guerra—. ¿Por qué tendremos que ser siempre tan testarudos los lanzaroteсos? ¿Por qué…? • La caravana de camellos-dromedarios de una sola joroba — llegados del cercano desierto del Sahara— descendía sin prisas desde el pintoresco villorio de Femés, asomado entre dos montaсas como si estuviera tratando de cerciorarse de que Isla de Lobos v Fuerteventura no iban a alejarse adentrándose en el Océano, y los lentos y cansinos animales de estúpida expresión parecían avanzar con miedo a aplastar imaginarios nuevos que cubrieran el serpenteante sendero de piedra y lava. Cada bestia transportaba dos grandes barricas, y el ronzal de una iba sujeto al rabo de la que le precedía, mientras un muchacho jalaba nerviosamente de la primera y tres mujeres se encargaban de azotar las ancas de las que remoloneaban, atentas a esquivar sus esporádicos intentos de morderlas o alcanzarlas con una traidora coz. Era largo y pesado el esfuerzo de casi cuatro horas entre trepar monte arriba, cargar agua y regresar con peligro a cada instante de despeсarse por el precipicio; agotados bajo un sol que pretendía aplastarlos, soportando las ráfagas del fuerte viento que llegaba libre desde miles de kilómetros de distancia a través del mar, y que no tropezaba con obstáculo alguno hasta enfrentarse con aquella cadena de montaсas sobre la que mujeres, muchachos y camellos se esforzaban por abastecer a un pueblo que se moría de sed. Nadie hablaba — exceptuando las maldiciones a los renuentes animales—, porque todos aceptaban que aquella dura tarea era una más de los trabajos que había enviado Dios a los habitantes de Playa Blanca por haber elegido aferrarse a toda costa a sus hogares y continuar en la bahía solitaria pese a los impedimentos que la Naturaleza se había empeсado en imponerles. Desde hacía cinco aсos un renqueante camión había tomado el relevo de las bestias y bajaba el agua desde Arrecife a través del infernal camino de piedras del Rubicón, pero los lugareсos estaban acostumbrados desde siempre a que por una u otra razón dejara de acudir, y cuando los aljibes se encontraban vacíos y no quedaba en el pueblo agua ni para sancochar decentemente un «cherne», las mujeres enjaezaban de nuevo los camellos y a palos los obligaban a encarar una vez más la ascensión hacia Femés. La utilización de esos camellos había constituido desde antiguo una de las claves de la supervivencia en la isla, pues ningún otro animal hubiera soportado el calor y el esfuerzo con tan magra alimentación y tan escasas raciones de agua. Los dromedarios habían reemplazado a los mulos, asnos y caballos como bestias de carga a la hora de tirar del arado o trillar el grano en las eras, y contribuían a conferir al desolado paisaje salpicado de blancas viviendas y aisladas palmeras, aquel aire africano que hacía pensar que Lanzarote no era más que un pedazo de desierto que se hubiera desgajado miles de aсos atrás del Continente. Acomodado a la sombra en la azotea, y observando a través de su inseparable catalejo dorado la caravana que descendía sin prisas por la montaсa, Damián Centeno evocaba sus largos aсos de estancia en Marruecos, trataba de buscar rasgos que diferenciasen a aquellas sufridas mujeres, enfundadas en negros vestidos y cubiertas con anchos sombreros de paja de las beduinas de jaique azul o las beréberes de las montaсas del Atlas, y se veía en la obligación de admitir — una vez más— que estaba tropezando con gente demasiado sufrida y correosa, habituada por tradición de siglos a una vida tan dura e inclemente, que estaba convirtiendo en inútiles todos sus esfuerzos por dificultársela aún más. Ni las amenazas ni los hechos parecían ejercer presión alguna sobre los habitantes de Playa Blanca, y comenzaba a perder la paciencia ante su obsesiva inmutabilidad, consciente de que si durante siglos habían resistido al viento, la sed, la soledad y el hambre, con idéntica resignación soportarían su presencia, que no constituía más que uno de los tantos accidentes de su durísima existencia. Hacía ya una semana que nada ocurría en el pueblo, en el que se diría que cada familia se había refugiado en su casa a esperar el transcurso de los acontecimientos, cerrada la taberna y con la mayoría de las barcas ancladas a cincuenta metros de la costa, como si Playa Blanca hubiera muerto, con las únicas excepciones de las caravanas de camellos que traían el agua, el leve movimiento de los pescadores que zarpaban al amanecer, y un constante atisbar por las rendijas de las ventanas, como si cada hombre, cada mujer y cada niсo — que ya no jugaban en la playa— abrigara la absoluta seguridad de que los forasteros acabarían por hastiarse. Y hacía ya tres días que no tenían noticias de Dionisio y el «Milmuertes», a los que había enviado al temido «Infierno de Timanfaya», y Damián Centeno, que conocía bien a sus hombres, sabía que comenzaban a sentirse inquietos, la situación ya no les divertía como en un principio, y empezaban a cansarse de jugar a las cartas, tomar el sol sobre la arena, baсarse, o pescar en las rocas. Era gente de acción la suya, acostumbrada a la pendencia, el vino, la juerga, el ruido y las mujeres, por lo que el silencio y la calma del lugar les enervaba, y en más de una ocasión se había visto en la obligación de intervenir imponiendo su autoridad para zanjar una disputa. Una maсana, Paco, un gitano de Almanzora con el que siempre había contado en los momentos difíciles, se levantó con el pie izquierdo, olfateó el ambiente, comentó que aquel lugar tenía «malfario», y cargando con su pequeсa maleta de cartón se encaminó a la puerta. — ¿Por qué? — Porque yo antes que legionario fui banderillero, de la cuadrilla de Rafael, «el Gallo», y de él aprendí sólo una cosa: «Cuando una voz te grite dentro que no te pongas delante de un toro, no te metas en un negocio, o no te folies a una mujer, hazle caso y sal corriendo. Toros, negocios y mujeres hay muchos, pero a ti nadie va a repetirte…» — ¿Y qué es lo que te asusta? — quiso saber Damián Centeno—. ^Cuatro piojosos pescadores…? — No, y usted lo sabe… Yo, o me asusto solo, o no me asusta nadie… — replicó el gitano—. Y esta vez me asusté solo… En esta isla hay «algo». Algo que está por encima de usted, de mí y de todos nosotros… Algo que está incluso por encima de don Matías Quintero aunque se crea importante… Si supiera qué es, lo diría, pero tan sólo lo presiento y con eso me basta… ¡Adiós, sargento! — aсadió—. Nada me debe, ni le debo nada, y en compensación por haberse acordado de mí voy a darle un consejo:,Olvide este negocio! Se alejó sin prisas, consciente de que era largo el camino, indiferente a sus compaсeros que le observaban desde el umbral de la casa, y a las mujeres y niсos que atisbaban por las rendijas de puertas y ventanas, con el pausado paso del torero que soporta la vergьenza de una bronca en una plaza repleta de un público que le grita indignado por la propia aceptación, sin reparos, de su innegable cobardía. — ¡Bien! — admitió Justo Garriga mientras observaba cómo se iba empequeсeciendo en la distancia—. Ya no somos más que la mitad. Quedamos tres, y el pueblo continúa igual. — Contándome a mí, quedamos cuatro… — puntualizó, puntilloso, Damián Centeno—. Y Dionisio y el «Milmuertes» volverán pronto. — Lo dudo. — Se observaron fijamente, y había casi rencor en la mirada por parte de Centeno. — ¿A qué viene esa duda…? — Paco me lo dijo antes de irse: «Esos no vuelven y yo me largo.» Y le creí, porque es la primera vez en mi vida que veo asustado a ese gitano del demonio… Por ahí andan diciendo que la chiquilla es medio bruja, y eso impresiona. — ¡Mierda! Todo eso es mierda y monsergas de vieja a las que se aferran los cagados cuando no encuentran otra disculpa… Lo más probable es que «Milmuertes» y el gallego hayan localizado al pájaro y estén tratando de darle caza… Tal vez incluso se lo hayan cargado ya… ¿Cómo podemos saberlo? Aquí no hay teléfono, ni en Timanfaya tampoco… ¡Maldita sea…! Un simple retraso y ya estáis temblando. — Yo no tiemblo y usted lo sabe… No me importa lo que le haya ocurrido a esos dos… Vine aquí a realizar un trabajo y haré lo que me mande… Pero no puede impedir que diga lo que pienso. Conozco al «Milmuertes» hace ya quince aсos… Se supone que está a poco menos de treinta kilómetros de aquí, y me sorprende mucho que no haya encontrado la forma de ponerse en contacto con nosotros y decir qué es lo que ocurre. Desde las ruinas del molino de viento que se alzaban al borde del camino coronando una pequeсa loma a un kilómetro del pueblo, Paco el gitano se había detenido y miraba hacia ellos como si quisiera llevarse una última imagen de Playa Blanca, el mar e Isla de Lobos. Luego, giró sobre sí mismo y desapareció definitivamente con su paso de nombre que no va a ninguna parte porque nadie le espera en pane alguna. Paco el gitano ignoraba que pasaría el resto de su vida en Lanzarote, primero como chulo de prostíbulo, más tarde de encargado de un bar, y por último, con el transcurso del tiempo, como adinerado propietario de una flotilla pesquera, pero jamás en tantos aсos quiso regresar al lugar del que había salido una maсana a pie y avergonzado de sí mismo. Damián Centeno, que había guardado silencio observando a su vez al hombre que desaparecía, se volvió a Justo Garriga: — De acuerdo… — admitió—. Maсana tengo que subir a ver a don Matías… Me acercaré a Tinajo, y trataré de averiguar qué es lo que ha ocurrido… — Agitó negativamente la cabeza seсalando con un ademán hacia la nueva caravana de dromedarios que se aproximaban descendiendo desde las alturas de Femés —. Y tendremos que empezar a ponernos difíciles, porque estos cretinos son capaces de pasarse la vida acarreando agua… — Su vista recayó en la más alejada de las casas—. ¿Te has fijado en la gordita que anda siempre con un traje floreado…? — ¡Ya lo creo…! Cuando se sienta a salar pescado se le notan unos muslos como piedras. — Su marido es de los primeros que salen a la mar… Esta noche podríais hacerle una visita… — ¿Y por qué no a la mujer de Abel Perdomo…? Aún tiene un buen polvo, y al fin y al cabo, son ellos los que importan. — Porque encontrarías la casa vacía… Cuando su marido se va, ella duerme en otra casa y me da la impresión de que no han dejado dentro nada de valor… En realidad, no creo que jamás lo hayan tenido… — Chasqueó la lengua—. No son tontos, no, los «Maradentro»… Nada tontos. Efectivamente, Abel Perdomo había decidido tomar la precaución de no dejar a Aurelia sola, en especial cuando salía con Sebastián, aún oscura la noche, a las faenas de la pesca, y procuraba que no durmiera nunca en la misma casa, alternándose entre las de los vecinos y cerciorándose de que los hombres de Damián Centeno no la vieran. Desde que sabía a Asdrúbal oculto en Timanfaya y a Yaiza a salvo en casa de Rufo Guerra se sentía más tranquilo pese a que la tensión en el pueblo fuera en aumento desde el día en que los habitantes de Femés les comunicaran que muy pronto no podrían proporcionarles más agua. Aunque Damián Centeno y sus hombres lo ignoraban y los camellos continuaran subiendo y bajando la montaсa, la mayoría de ellos regresaban con las barricas vacías, y por más que fingieran que se estaban arreglando sin el camión, lo cierto era que en Playa Blanca escaseaba el agua incluso para lo más imprescindible. Sus habitantes estaban llegando al límite de sus posibilidades y Abel Perdomo comprendía que no podía continuar exigiéndoles sacrificios. Fue por ello por lo que aquella tarde, cuando por cuarta vez Rogelia «el Guirre» le comunicó que don Matías Quintero se negaba a recibirle, no emprendió como siempre, mohíno y cabizbajo, el largo camino de regreso, sino que aguardó en las inmediaciones a que cayera la noche, y se aproximó de nuevo, procurando no ser visto, al macizo caserón que se elevaba como una fortaleza, sobre el ligero promontorio que dominaba los contornos. Tuvo que aguardar casi dos horas hasta que la luz del gran ventanal se apagara y al poco advirtió cómo la puerta principal se abría, y la frágil y encorvada figura de don Matías Quintero, al que no había visto más que una vez en su vida, abandonaba el porche y se adentraba en las sombras del huerto que se extendía hasta las lindes mismas de los viсedos. Le siguió en silencio, y era tan menuda su figura y se movía tan despacio y a desgana, que por un momento incluso lo perdió de vista y tuvo que detenerse y permanecer unos instantes con el oído y la vista atentos hasta que le llegó un leve rumor de pasos que se arrastraban y lo distinguió de nuevo a la escasa luz de una luna en creciente. Surgió ante él como un fantasma nacido de la nada; como una torre que le doblara casi en peso y tamaсo, y el viejo dio un respingo y se quedó muy quieto, conteniendo el aliento. — ¡Buenas noches…! — saludó Abel Perdomo—. Por favor, no se asuste… No pretendo hacerle daсo… Únicamente quiero hablarle. — Tú eres el «Maradentro», ¿verdad? — replicó al poco don Matías con voz tranquila—. El padre del asesino de mi chico… No tengo nada que hablar contigo… ¡Nada en absoluto! — Hizo una leve pausa, y luego aсadió con intención—. ¿Sabes cuándo hablaré contigo…? Cuando nos crucemos en el Cementerio el Día de Difuntos… Tan sólo entonces tendremos algo en común…: un hijo allí descansando. La enorme mano de Abel Perdomo se lanzó hacia adelante, y aferró al hombrecillo por el cuello levantándolo en vilo y cortándole la respiración. — ¡Escuche, viejo maldito! — exclamó mientras el otro pataleaba y lanzaba inútiles manotazos tratando en vano de zafarse—. Me bastaría con apretar un poco para acabar con este asunto… Pero los «Maradentro» no somos asesinos… — Aflojó levemente la presión para no estrangularlo por completo—. Aquello fue un accidente… Asdrúbal mató a su hijo porque pretendían abusar de mi Yaiza, que es aún casi una niсa… ¿Por qué no trata de aceptarlo…? Tal vez su chico estaba borracho… Tal vez fue un mal momento… ¡Yo qué sé…! Pero le juro que esa es la verdad, y si se lo propusiera lo averiguaría… Reconozco que debe de ser muy duro aceptar algo así de un hijo muerto, pero yo no puedo hacer nada por cambiar las cosas… ¡Ni usted tampoco! Lo soltó, y don Matías Quintero se dejó caer sobre un muro de lava, llevándose la mano al cuello y aspirando profundamente en busca del aire que con tanta urgencia necesitaban sus pulmones. Tardó casi un minuto en recuperar el habla, y al fin alzó un rostro en el que podía leerse la misma fanática decisión de siempre: — Más te valdría continuar apretando — dijo al fin—. Así terminaríais juntos en el «garrote», padre e hijo… — Hizo una corta pausa, como para medir el alcance de sus palabras, y aсadió—: ¡Decídete, porque de lo que puedes estar seguro, es de que no descansaré hasta que vea a tu hijo bajo tierra…! Abel Perdomo permaneció confuso unos instantes, como si le costase aceptar la magnitud de un odio tan profundo o tan irracional ansia de venganza, y se dejó caer a su vez sobre otro de los muros, mientras agitaba repetidamente la cabeza: — Entiendo… — dijo—. Le gustaría que le matara porque no tiene cojones para suicidarse, y borrarse del mapa es ya el único camino que le queda… Pero no pienso darle ese gusto… Usted va a tener que seguir viviendo con su dolor y su vergьenza, don Matías… Y tanto más grande serán cuanto más trate de borrarlos con nuevas canalladas… Quemar barcos o matar de sed a un pueblo inocente no cambiarán la realidad de que su hijo era un cerdo y un borracho que tuvo el fin que merecía… Fue mi Asdrúbal, pero pudo haber sido cualquier otro, porque además era un cobarde traicionero de los que usan cuchillo… Tan cobarde como usted, que no se atreve a hacerle frente a su problema y tiene que contratar asesinos a sueldo para tratar de enmascararlo… Permanecieron muy quietos, mirándose; ignorantes de que desde la oscuridad, a no más de diez metros de distancia, la negra y escuálida figura de Rogelia «el Guirre» los observaba, porque su fino oído de tísica le había permitido escuchar voces y se había deslizado como una sombra, segura desde el primer momento de que el visitante nocturno no podía ser otro que aquel Abel Perdomo que esa misma tarde había intentado por cuarta vez que su patrón le recibiera. Una leve esperanza; la de que acabara con su amo ya que él mismo no se decidía a quitarse la vida, se desvaneció muy pronto al advertir que Abel Perdomo se derrumbaba perdido su momentáneo gesto de ira, y que lo que podía haber sido un trágico enfrentamiento, no quedaba, una vez más, más que en palabrería. Continuó inmóvil y atenta mientras el hombretón se ponía de nuevo en pie cansinamente y se perdía de vista en las tinieblas, y durante largos minutos continuó acechando la desvalida figura de su amo, que como un muсeco roto continuaba despatarrado sobre el muro, incapaz al parecer de reaccionar y volver a la casa. La mano de Rogelia «el Guirre» tanteó a su alrededor hasta tropezar con un grueso pedrusco que aferró con fuerza, y luego, muy despacio, se puso en pie y se deslizó como un fantasma hacia donde don Matías Quintero parecía muerto o dormido, pues había llegado a la conclusión de que tenía que actuar por sí misma o todos los sueсos que había ido alimentando durante los últimos aсos se esfumarían por no ser más que sueсos. Si su patrón moría tras recibir la inesperada visita nocturna de Abel Perdomo nadie abrigaría dudas de quién había sido el causante de tal muerte y ella tendría las manos libres para desvalijar la casa antes de dar aviso a la Guardia Civil de lo ocurrido. No experimentaba la menor indecisión mientras avanzaba en silencio, como un lince, ni el menor remordimiento de conciencia tampoco, pues desde que tenía uso de razón no había recibido de aquel hombre más que desprecios, humillaciones y malos tratos, y constantemente repetía en su mente las soeces palabras con que la obligaba a arrodillarse ante él, como una perra, y abrirle luego muy despacio los botones de la bragueta, para meterse en la boca un colgajo blando, sudoroso y maloliente. • Damián Centeno llegó a Tinajo a primera hora de la maсana y en el molino de gofio le aseguraron que Pedro «el Triste» había subido como siempre al monte con las cabras, por lo que se lanzó en su busca por los más endemoniados caminos que hubiera recorrido aquel viejo automóvil en toda su vida de traquetear por la isla. Tuvo que preguntar aquí y allá, en caseríos aislados o a algún solitario campesino que reconstruía, como todos, los muros de piedra que el viento se empeсaba en derribar una y otra vez, y al fin, cuando ya el sol caía a plomo y el calor agobiaba, el último rastro de sendero desapareció y llegó a la conclusión de que no le quedaba más remedio que continuar a pie. Lo vio de lejos; sentado en la ladera de un viejo cráter contemplaba la silueta de las Montaсas del Fuego que se recortaban en el horizonte, y de tanto en tanto silbaba a sus animales o lanzaba una piedra para que no se alejaran demasiado. Las cabras ramoneaban aquí y allá los resecos matojos que apenas acertaban a asomar por entre las rocas y la lava, y los «bardinos» dormitaban junto a su amo siempre atentos — con un ojo entreabierto — a las evoluciones del ganado. Pedro «el Triste» no hizo gesto alguno y se diría que ni siquiera movió un músculo durante el tiempo que Damián Centeno tardó en ascender por la pendiente, limitándose a saludarle con una leve inclinación de cabeza cuando el otro se detuvo frente a él. — ¡Buenos días! — ¡Buenos días! — ¿Es usted Pedro «el Triste»? — Así me llaman. — Busco a dos amigos… — Por aquí no están… — Ya lo veo… Pero vinieron a hablar con usted y no han regresado. — Tal vez cambiaron de idea. — ¿Quiere decir que no vinieron? El cabrero le miró largamente, impasible, pero al fin hizo un gesto de asentimiento: — Venir, vinieron… — admitió—. Si es a esos a los que se refiere… A uno le mentaban «Milmuertes» y al otro, Dionisio, si mal no recuerdo… Me pidieron que les llevara a Timanfaya, les llevé y no les gustó. Damián Centeno intentó leer más allá de los inmutables ojos de su interlocutor, pero le resultó imposible, pues no se sentía capaz de discernir si se encontraba frente a un disminuido mental, o un astuto cazurro. — ¿Qué quiere decir con eso de que no les gustó…? ¿Qué hicieron? — Irse… Dijeron que allí hacía mucho calor y había demasiadas piedras… ¡No…! — repitió—. No les gustó. — ¿Ya dónde fueron…? El cabrero ladeó la cabeza levemente: — ¿Es usted amigo suyo…? — inquirió, y ante el mudo gesto de asentimiento, aсadió con naturalidad—. Pues si usted, que es su amigo, no lo sabe, ¿cómo quiere que lo sepa yo, que no los he visto más que una vez en mi vida…? Damián Centeno tomó asiento sobre un peсasco, buscó un cigarrillo, le ofreció otro y tras encender ambos, aspiró una profunda bocanada de humo y seсaló: — Tengo la impresión de que está tratando de ocultarme algo… No me dice todo lo que sabe… El otro se encogió de hombros. — Cada cual piensa lo que quiere… ¿Por qué tendrían que haberme dicho adonde iban…? ¿Qué me importaba a mí? — Tal vez no fueron a ninguna parte. — Es posible… — Si hubiera sido capaz de sonreír alguna vez en su vida, Pedro «el Triste» hubiese sonreído en ese momento—. También es posible que me los haya comido… ¿Tengo aspecto de comerme a la gente…? — No me hable en ese tono — le advirtió Damián Centeno cambiando el timbre de su voz que enronqueció de improviso—. No me gusta. — A mí tampoco me gusta el suyo… — fue la respuesta—. Yo estoy aquí, tranquilo con mis cabras y mis perros y es usted quien viene a nacerme preguntas. Ya le he dicho lo que quiere saber… — Aún no me ha dicho nada. — Pues se me antoja que fue mucho… Se fueron, y si quiere saber adonde, cuando los encuentre, les pregunta… Resultaba evidente que mentía, pero Damián Centeno pareció comprender que no obtendría nada en claro con semejante interrogatorio. Observó al cabrero, flaco, casi escuálido, con aspecto de grulla zanquilarga y el aire de no haber roto un plato en su vida, y recordó a Dionisio y el «Milmuertes». Hubiera puesto la mano en el fuego por cualquiera de ellos, consciente de su capacidad de hacer frente a situaciones difíciles, y le constaba que se encontraban armados puesto que les había dado órdenes precisas de acabar con Asdrúbal Perdomo si lograban echarle la vista encima. Se le antojaba a tanto incongruente que, sin razón válida alguna, aquel tipo se iera enfrentado a sus dos hombres. Aplastó la colilla del cigarrillo con la punta del zapato e inquirió: — ¿Le ayudarían mil pesetas a recuperar la memoria y decirme adonde fueron mis amigos? — Ayudarían mucho si lo supiera… — fue la socarrona respuesta—. Pero le repito que no dijeron nada… Hizo un último intento aunque lo consideró también inútil: — Tal vez la Guardia Civil resulte más convincente. — ¿Usted cree…? Damián Centeno se sentía impotente ante la cazurronería de su interlocutor, y eso le enfurecía. De buena gana hubiera echado mano a su larga y afilada navaja, pero desde el primer momento había reparado en la presencia de los perros, y le constaba que aquellos animales podían llegar a ser muy peligrosos y saltarían sobre él a la menor indicación de su amo. — ¡Bien…! — dijo al fin poniéndose en pie dispuesto a marcharse—. Volveremos a vernos. — Como guste… Yo suelo estar siempre por aquí… Mientras descendía, resbalando, por la pendiente, Damián Centeno agradeció el hecho de no haber traído una pistola, pues en aquel momento se hubiera vuelto a pegarle cuatro tiros al cabrero, provocando con ello una muerte inútil que no le hubiera acarreado más que problemas. Algo había ocurrido entre Pedro «el Triste» y sus hombres, pero se suponía que éstos sabían andar por la vida y él no tenía por qué convertirse en su guardián. Los había contratado para que le ayudaran, no para ocasionarle problemas, y si el cabrero los había matado, quizá para robarles, no tenía la menor intención de ejercer de detective. Bastante tenía con continuar buscando a Asdrúbal Per domo. Damián Centeno había visto morir a muchos hombres en su vida, pues había luchado en las campaсas de Marruecos, la Guerra Civil, e incluso la Segunda Guerra Mundial formando parte de la División Azul que se enfrentara a los rusos, por lo que había aprendido a olvidarse aprisa de los muertos aunque fueran amigos, ya que acordarse de ellos jamás resucitó a ninguno y a lo único que conducía ese recuerdo era a tomar conciencia de que estaban aguardando impacientes a la vuelta de la esquina. Mil veces había enviado exploradores y patrullas que nunca regresaron, y pronto perdió el hábito de preocuparse por lo que podría haberles ocurrido, pues desaparecer como si se las hubiera tragado la tierra, era probablemente el destino lógico de toda avanzadilla. Su auténtica furia se desató por tanto al llegar al automóvil, porque descubrió que uno de los neumáticos se había deshinchado, y como esa misma maсana otro de ellos había reventado también en los infernales caminos de la montaсa, carecía ahora de repuesto. A solas, sabiendo que nadie podía verle, comenzó a patear la rueda y soltar reniegos con toda la intensidad de su peor vocabulario cuartelero, maldiciendo a aquella isla pedregosa y desolada en la que todo parecía ponerse siempre en contra suya, porque Damián Centeno, ex sargento de la Legión, cuatro veces condecorado por su valor y su extraordinaria sangre fría, experimentaba la desagradable sensación de que Lanzarote parecía tener la maldita virtud de destrozarle los nervios ya que no era hombre de mar, ni era aquél su paisaje, ni comprendía a sus gentes. Sufridos, distantes, callados y absurdamente apegados a una tierra inhóspita, los «conejeros», como se llamaban a sí mismos los lanzaroteсos, se le antojaban en cierto modo seres de otra galaxia que no respondían a los mismos estímulos a que estaba acostumbrado a que respondieran el resto de los mortales. Ni el dinero, ni las amenazas, ni incluso la violencia le habían servido de nada hasta ese instante y aquella misma madrugada, cuando Justo Garriga regresó con los muchachos de su aventura nocturna con la mujer del pescador, su encogimiento de hombros y su expresión de desencanto le desconcertaron una vez más. — No hizo nada — le había contado—. Entramos en silencio, la sorprendimos en la cama, y en un principio pataleó y trató de resistirse, pero cuando comprendió que resultaba inútil, se quedó muy quieta, como muerta y aguantó sin protestas… — Hizo una pausa mientras se servía café—. Cuando nos fuimos pensé que iba a gritar como una loca, pero aún no ha rechistado, y mi impresión es que no piensa abrir la boca. — ¿Le pegaste? — ¿Para qué? No hizo falta… Justo Garriga parecía no haber comprendido que no les había enviado a pasar un rato divirtiéndose con una estúpida pueblerina, sino a intentar que todos en Playa Blanca llegaran a la conclusión de que no sólo estaba dispuesto a quemar barcas, apalear pescadores, o interceptar el camión del agua, sino que podría llegar muchísimo más lejos si no obligaban a los Perdomo «Maradentro» a que su hijo Asdrúbal diera la cara. Mientras caminaba, perdido, sudoroso, muerto de sed y hambriento, en busca de un camino que le condujese a algo que remedase una carretera y le pudiera llevar al fin a algún lugar habitado desde el que llegar a Mozaga, continuaba preguntándose en qué había fallado y cuál debía ser su actitud para conseguir un objetivo que cada día parecía más distante. El viejo comenzaba a impacientarse y le constaba. Quería resultados y no había sabido ofrecerle nada que pudiera tan siquiera calmarle de momento. Si además le contaba que dos de sus hombres habían desaparecido comenzaría a perder la fe que siempre había depositado en él, y él, Damián Centeno, expulsado de la Legión y a punto de cumplir ya los cincuenta, tenía plena conciencia de que la única oportunidad que se le presentaría en la vida de llegar a ser algo, era conseguir que don Matías Quintero le nombrase heredero de su inmensa fortuna. Una vez muerto Asdrúbal Perdomo el anciano ya no tendría demasiadas razones para seguir viviendo, y sería cuestión de aguardar el momento en que aquel hermoso caserón y los viсedos pasaran a sus manos. Todo resultaba aparentemente fácil y, no obstante, todo se iba complicando por culpa de unas gentes absurdas que parecían haberse contagiado por el absurdo paisaje que las circundaba, negándose a reaccionar como debían.. Encontró una casa solitaria, pero un perro comenzó a ladrarle sin permitirle aproximarse, y por más que llamó, no acudió nadie que pudiera ofrecerle un vaso de agua o indicarle el rumbo. Quién habría levantado aquella casa allí, en medio de un pedregal inhabitable, y dónde estaba en ese momento el dueсo que la había dejado al cuidado de un perro eran el tipo de preguntas para las que jamás se encontraba respuesta en Lanzarote y el tipo de preguntas que a Damián Centeno le enervaban. Mientras continuaba su marcha con los pies destrozados de caminar sobre las piedras y la lava, fue llegando al convencimiento de que no le quedaba más remedio que pasar de una vez por todas a la acción y concentrarse en quienes de verdad importaban: los Perdomo «Maradentro». Si para conseguir que Asdrúbal apareciera tenía que verse en la obligación de matar a todos los Perdomo, uno por uno, no dudaría en hacerlo, porque a lo que no se encontraba en absoluto dispuesto, era a permitir que un grupo de palurdos desbarataran sus planes riéndose en sus barbas. Media hora después, al doblar un recodo se tropezó de frente con un hombre que cargaba de «picón» los inmensos serones de un camello, y que le indicó que aún le quedaba una hora larga de camino campo a través hasta Mozaga. — No… — replicó convencido a su pregunta—. Por aquí no encontrará carretera, ni vehículo alguno que pueda transportarle… — ¿Está seguro? — He vivido siempre aquí, seсor, y estoy seguro… El camello es la única forma de transporte posible en esta parte de la isla. Fue por ello por lo que Damián Centeno se vio en la obligación de soportar la humillación de tener que entrar en el pueblo de Mozaga trepado sobre los serones de carga de un estúpido y cansino dromedario, conducido por un paciente «conejero» que sonreía burlonamente torciendo su poblado bigote. — ¡Aquí le traigo un «cristiano»…! — seсaló divertido el hombre, al obligar al animal a arrodillarse ante la puerta en la que había hecho su aparición Rogelia «el Guirre»—. Andaba perdido y lo traje porque me aseguró que era amigo de tu amo… Rogelia, que no había apartado su mirada cargada de rencor y desprecio del fatigado jinete, hizo un gesto de asentimiento: — Agradecida por el favor, «Cho» Anselmo — dijo—. Entre en la cocina, échese un trago de vino y llévese unas rosquillas para sus muchachos… Recién las saqué del horno hace una hora… — Se dirigió luego directamente a Damián—. El amo está en su dormitorio — aсadió—. El médico ha ordenado que nadie le despierte. — ¿Está enfermo…? — Abel Perdomo quiso matarlo anoche… Por suerte mi marido oyó los gritos y llegó a tiempo haciéndole escapar. — ¿Abel Perdomo…? — se asombró el camellero—. ¿El «Maradentro» de Playa Blanca…? ¡Raro se me parece…! — ¿Por qué…? —replicó agriamente la mujeruca—. ¿Si el hijo mató a su hijo, por qué no puede el padre intentar matar al padre…? El llamado «Cho» Anselmo pareció captar de inmediato que aquél no era un asunto en el que debía meter las narices, y sin una palabra más se encaminó a la cocina en busca del vaso de vino y las rosquillas prometidas, porque bastantes problemas tenía con tratar de cubrir de «picón» su campo a base de transportar serones desde una montaсa situada a más de quince kilómetros de distancia. Durante los próximos seis meses esa tenía que ser su única preocupación, y el resto era cosa de otros. Damián Centeno por su parte pidió a Rogelia que le indicara un baсo en el que poder desprenderse de la mugre del día. — Esperaré a que don Matías despierte… — puntualizó—. ¿Ha venido la Guardia Civil? Hubiera jurado que el rostro de la mujer se contraía levemente, pero fue tan sólo un instante, porque ya se había vuelto siguiendo al camellero hacia la cocina: — El patrón no quiso llamarla — replicó—. Dijo que usted arreglaría ese asunto… En la segunda puerta de arriba encontrará un dormitorio y un baсo… Puede usarlos… En media hora le serviré la cena. Agradeció poder sumergirse en agua caliente, placer del que no había logrado disfrutar desde que llegara a la isla, se enrolló luego en una gran toalla, ordenó que le tuvieran la ropa limpia a la maсana siguiente, y cuando terminó de cenar, a solas en el abovedado y lóbrego comedor de la casona, rogó a Rogelia que hiciera venir a su marido, Roque Luna: — ¿Para qué…? — Quiero que me explique cómo ocurrió todo. — Ya se lo he dicho: oyó gritos, acudió y puso en fuga a Abel Perdomo. — Prefiero que me lo cuente él mismo… Rogelia «el Guirre» pareció comprender que levantaría sospechas si continuaba oponiéndose y fue en busca de su marido, que se encontraba en la bodega ocupado reparando los aros de un tonel: — Quiere verte… — dijo. — ¿Y qué voy a contarle? — Lo mismo que al médico o al viejo… — gruсó—. Me impediste matarle, pero te juro que si me mandas a la cárcel vienes conmigo. — ¡Estás loca…! — murmuró el hombre dejando a un lado el martillo con que golpeaba el aro de metal—. ¡Completamente loca…! ¡Matar al viejo…! ¿Cómo se te pudo ocurrir cuando ya únicamente se trata de tener paciencia…? — ¡Paciencia…! Me he pasado la vida teniendo paciencia… Yo paciencia y tú cuernos… — exclamó—. No te importaba cuantas pollas tuviera que mamar, ni cuantos retretes tuviera que fregar con tal de que a ti te dejaran tranquilo en tu rincón, bien cómodo, bien fumado, con tu partidita de dominó todas las urdes y tus salidas a pescar cada domingo… — Dejó escapar una corta carcajada amarga—. ¡A pescar…! Cuatro horas pescando y el resto en el burdel de Tahiche… ¿Crees que no lo sabía…? Lo que yo ganaba acostándome con otros, te lo gastabas tú acostándote con otras… ¡Pero he aguantado…! He aguantado porque tenía la seguridad de que un día esta casa y estas viсas serían mías… — Escupió con rabia en el suelo—. ¡Maldito seas, porque si no llegas a interponerte, a estas horas ya lo serían! Roque Luna le dirigió una larga mirada de incredulidad, se encaminó a la puerta, y ya en ella se volvió agresivo: — ¿Cómo puedes ser tan necia…? — inquirió—. Aun cuando el viejo se muera por las buenas, ni la casa ni las viсas serán tuyas. ¿Dónde se ha visto que una criada herede al amo…? ¡Deja ya de soсar…! Cuando el patrón la diсe tal vez nos quedaremos con muchas cosas, pero tendremos que irnos para siempre… ¡Cretina…! No voy a denunciarte, pero deja de fantasear y pon de una vez los pies sobre la tierra… ¡No eres más que una vieja criada, puta, ladrona y, si no es por mí, asesina…! Salió sin aguardar respuesta, y a los pocos instantes golpeaba respetuosamente la pesada puerta del comedor. Su tono de voz y su expresión habían cambiado por completo cuando, al abrir, inquirió servilmente: — ¿Quería usted verme, don Damián? — Quiero que me cuente lo ocurrido. El nombre, con el manoseado sombrero en la mano, pareció estar haciendo un gran esfuerzo en su sincero afán por recordar hasta el último detalle de cuanto había acontecido la noche antes. — Verá usted, don Damián… — comenzó—. Yo tengo el sueсo ligero… Duermo como los perros…: una oreja tiesa y otra caída, y ese ha sido siempre un hábito de mi familia: de los Luna, a los que tal vez por el apellido nos viene eso de ser más de la noche que del día… — Hizo una pausa—. Ya tarde, escuché voces allá por el jardín o el huerto y eso me sorprendió, pues el patrón no esperaba visita… Luego las voces subieron de tono, sonaban a discusión, y recordé que Abel Perdomo había intentado una vez más entrar a ver a don Matías… Me alarmé, comencé a vestirme y fue entonces cuando me llegó claramente un grito a los oídos… Salí como estaba, grité también preguntando qué ocurría, y vi cómo alguien escapaba saltando entre las viсas… Busqué, guiándome por unos lamentos que sonaban y encontré a don Matías tendido en el suelo y abierta la cabeza… Daba lástima verle. — ¿Estaba inconsciente…? — No del todo, pero sí muy aturdido. — ¿Le dijo que había sido Abel Perdomo…? — Era Abel Perdomo. — ¿Cómo lo sabe? — El huerto y el jardín están plagados de sus huellas… Las mismas que dejó por la tarde en el camino de entrada… Nadie más vino ayer, y únicamente un hombre de su estatura puede dejar huellas de ese tamaсo… ¿Quiere verlas…? — No. No es necesario ahora… ¿Qué dijeron al médico? — Lo que ordenó don Matías: que se había caído golpeándose contra uno de los muros de las viсas. — ¿Qué más dijo el patrón? — Nada, y ya fue suficiente… Se encontraba muy débil y atontado… — ¿Y usted qué piensa…? — Yo no pienso. — Roque Luna ensayó una tímida sonrisa—. Quiero decir que me pagan por cumplir con mi trabajo y no por meterme en asuntos ajenos… Todo lo que está ocurriendo es muy triste y doloroso, pero mi obligación es mantenerme lejos. — ¿Y Rogelia…? — Hace lo mismo. — ¿Dónde estaba Rogelia? — Durmiendo. Por suerte para ella no tiene un sueсo tan ligero como el mío. — Comprendo… — Le miró largamente; el otro sostuvo la mirada como si se encontrase dispuesto a continuar respondiendo preguntas indefinidamente, pero le despidió con un leve gesto de la mano—. ¡Bien…! — dijo—. Ahora puede irse… Voy a acostarme, pero quiero que me despierte en cuanto despierte don Matías. ¿Está claro…? — Muy claro, don Damián… Yo mismo me quedaré a cuidarle no sea que a ese maldito Perdomo «Maradentro» se le ocurra la idea de volver a rematar su obra… ¡Buenas noches…! — ¡Buenas noches…! A punto de dormirse, Damián Centeno experimentó de nuevo la certidumbre de que ese día todo el mundo mentía. Tal vez la edad le estaba volviendo demasiado quisquilloso, pero estaba seguro de que ni Pedro «el Triste», ni Rogelia, ni Roque Luna habían dicho una sola palabra de cuanto sabían sobre Dionisio, el «Milmuertes», don Matías Quintero, o Abel Perdomo «Maradentro». — ¡Maldita sea esta isla…! — musitó—. ¡Y maldita la gente que vive en ella…! • Manuela Quijano bajó al amanecer a la playa, se alejó hasta un caletón escondido entre las rocas y allí se desnudó introduciéndose en el agua hasta que el frío la dejó tiritando, en un inútil esfuerzo por arrancar de su piel y de cada rincón de su cuerpo el asco que sentía. Al fin, y aunque la verde pastilla de fuerte jabón no le ayudó mucho, incapaz de conseguir espuma ni aun con agua dulce, dejó que el viento de la maсana la secara, se puso una vez más el único vestido que había podido comprarle su marido, y se fue a ver a Aurelia Perdomo, la que había sido su maestra, y a la que había elegido como madrina el día de su boda. — Anoche me violaron tres hombres… — dijo. Aurelia se desplomó sobre el taburete de la cocina, se mordió los labios para no dejar escapar un grito, y contempló con infinito dolor y lástima, sin acertar a pronunciar una sola palabra, a aquella muchacha a la que había visto nacer y de la que un día imaginó que acabaría casándose con su hijo Sebastián. — Se tapaban con máscaras y estaba oscuro… — continuó Manuela—, pero sé que eran los forasteros… No olían a mar, ni tenían manos de pescador. — ¿Se lo has contado a Honorio…? — Aún no ha vuelto de la mar. — ¿Piensas contárselo…? — ¿Para qué…? ¿Para que vaya allí y lo maten…? — Negó suavemente—. Nadie más que tú debe saberlo… Ni siquiera mi madre… Empezaría a gritar y armaría un escándalo de todos los demonios… Me convertiría para siempre en «la Violada», y ni Honorio ni yo podríamos vivir a gusto en este pueblo… Y aquí he vivido siempre, y aquí quiero seguir viviendo… Aurelia asintió en silencio, y nada dijo mientras preparaba la achicoria que hacía las veces de café en tiempos de penuria. Sirvió dos tazas, trajo unas galletas que ella misma había hecho y queso de cabra, y tomo asiento frente a su ex alumna: — ¿Y por qué únicamente a mí vas a contármelo? — Tú lo sabes. — Lo sabré mejor si me lo explicas… — Esa gente está aquí por vosotros… — puntualizó Manuela—. Buscan a Asdrúbal y no dejarán de hacer daсo hasta encontrarlo… — Hizo una corta pausa mientras mordisqueaba, desganada, un pedazo de queso—. Hoy me ha tocado a mí, que no voy a decir nada, pero maсana, o dentro de una semana, elegirán a otra que tal vez grite y se lo cuente a su marido para que se inicie un baсo de sangre… — La miró de frente, con extraсa fijeza—. O tal vez se resista y acaben por matarla… — Entiendo… Manuela Quijano no dijo nada y Aurelia sostuvo su mirada, que expresaba mejor que sus palabras lo que sentía: — Entiendo… — repitió—. Crees que lo que te ha ocurrido es culpa nuestra, y que lo será también si las cosas empeoran… — Yo no soy quién para juzgar a Asdrúbal… — fue la respuesta que daba por sentado la aceptación de sus palabras—. Supongo que cualquier otro hubiera hecho lo mismo, pero no cabe duda de que si se entregara, esos hombres se irían y todo volvería a ser como antes. — Si se entrega lo matan. — La Guardia Civil lo protegerá. — ¿Cuánto tiempo…? — inquirió Aurelia agresiva—. Si Matías Quintero ha sido capaz de enviar aquí a esos canallas, ¿crees que tardará mucho en pagar en la cárcel a un asesino para que acabe con mi hijo…? ¡No…! — aсadió con firmeza—. Si hubo un momento en que abrigué dudas sobre lo que deberíamos hacer, se disiparon hace tiempo… Nadie quiere hacer justicia con mi hijo; quieren matarle, y como comprenderás, no voy a consentirlo. — ¿Y qué culpa tengo yo…? ¿O el pobre Torano, al que le quemaron la barca…? ¿O toda esa gente que no tiene agua ni para un «sancocho»…? ¿O Isidro, al que le destrozaron la taberna y aún anda baldado…? — Extendió la mano por encima de la mesa y tomó la de Aurelia que descansaba junto a la taza—. Yo te aprecio… — aсadió—. Somos amigas, te agradezco cuanto me enseсaste, e incluso me ilusioné unos aсos con la idea de entrar a formar parte de tu familia… Puedo soportar lo que me han hecho… Aparte de la humillación y el miedo, que ya han pasado, no va a ocurrirme nada, porque hace dos días que me acabó mi regla y sé que no han podido dejarme embarazada… En unos meses todo se habrá olvidado… Pero, ¿y los otros…? — ¿Crees que no pienso constantemente en ellos…? — Se diría que por primera vez Aurelia se encontraba a punto de perder su entereza y se le saltarían las lágrimas—. Vivo con la obsesión de que algo como lo que te ha sucedido ocurriría, o de que esos malnacidos matarán a cualquier hombre por capricho… Nos están presionando en vosotros y lo sabemos porque sabemos también que, como familia, seremos siempre inquebrantables… ¡Te juro que no duermo buscando la manera de dejar al pueblo fuera de este problema, y no la encuentro…! — Marchaos… — ¿Marcharnos…? — asintió con un gesto— Sí, lo hemos pensado, pero… ¿adónde? No tenemos dinero, y aquí está nuestra casa, nuestro barco y el mar que conocemos… Abel es pescador; y pescador de estas aguas en las que nació y donde sabe desenvolverse… ¿De qué viviríamos en cualquier otra parte…? — Tienes familia en Tenerife. — Mi madre murió hace tiempo… Todos son ya parientes lejanos que no quieren saber nada de una muerta de hambre que eligió casarse con un pescador analfabeto… ¡Y aunque nos fuéramos…! ¿Crees que allí nos dejarían en paz…? — Negó con un brusco ademán de cabeza—. ¡No! El odio de ese hombre va más allá… Ha jurado matar a Asdrúbal y nada le detendrá hasta conseguirlo… — Asdrúbal tiene que irse para siempre de estas islas, e incluso de Espaсa — sentenció Manuela Quijano—. El mundo es muy grande y don Matías Quintero no es el hombre más poderoso de la Tierra… Acabará por comprender que su empeсo resulta inútil y desistirá. — No desistirá… Se vengará en Yaiza, o en Sebastián o en nosotros… Intentamos razonar con él, pero está loco… ¡Loco de odio y soledad…! A veces, cuando estoy despierta en la cama dándole vueltas y más vueltas al problema tratando de ponerme en su lugar y comprenderle, llego a pensar que lo que en realidad le duele es el hecho de que formamos una familia unida, mis hijos están sanos, y siempre hemos constituido un grupo homogéneo. — ¿Homo… qué…? — «Homogéneo…» Quiere decir que somos todos iguales, de la misma clase, y en este caso, que estamos como apiсados, juntos… — Nunca me habías enseсado esa palabra. — Sí que te la enseсé, pero en aquel tiempo tu andabas más atenta a mirar por la ventana para ver si mis hijos volvían del mar, que a prestar atención a lo que yo decía… ¿Por qué no te casaste con Sebastián…? — El no estaba demasiado convencido… — sonrió levemente—. Yo habría encontrado el medio de darle el último empujón, pero tuve miedo… — ¿Miedo? ¿A qué? — A Yaiza… — ¿A Yaiza…? — se sorprendió Aurelia—. Pero Yaiza es su hermana, y Sebastián jamás… — Lo sé… —admitió la muchacha—. No es lo que piensas, pero en vuestra familia Yaiza es como una diosa… — Chasqueó la lengua y alzó las manos con gesto de impotencia—. La verdad es que, dejando la envidia a un lado, Yaiza es una diosa… Me asustó entrar a formar parte de una familia en la que siempre estaría a su sombra, eternamente comparada y eternamente perdiendo en la comparación… — Arrugó la nariz en un cómico mohín casi infantil—. Yo me conozco: Soy una canariona hermosota y tetona, de las que gustan a los hombres… Al Honorio lo traigo loco, besa donde piso y se le cae la baba en cuanto empiezo a desnudarme… En mi casa, pobre o rica, soy la reina, y mi hombre no ve más que por mis ojos… — Chasqueó de nuevo la lengua, ahora mucho más sonoramente—. Pero aquí, estando Yaiza y tú, no sería más que una pobre gordita paridora de críos… — Hizo una pausa—. Y tuve miedo. — Tú me gustabas como nuera. — Pero no por mí, sino porque vivía en el pueblo, y nunca me hubiera llevado muy lejos a tu hijo… Una chica conocida, decente, sanota y sin ambiciones… — Rió divertida—. ¡No niegues que era la nuera ideal para una gallina clueca que quiere tener siempre cerca a sus polluelos…! Se miraron largo rato, sonrientes, como descubriéndose por primera vez a pesar de los muchos aсos que hacía que se conocían y por último, Aurelia inquirió: — ¿Sabes una cosa…? — Sí… —fue la rápida respuesta—. Que soy más lista de lo que tú pensabas… ¡Naturalmente…! Soy tan lista, que comprendí inmediatamente que a una suegra no le gusta que su hijo se case con una mujer demasiado lista, y me hice la tonta… Ni mucho, ni poco…: Sólo lo justo… — Hizo un gesto de repetida afirmación con la cabeza, como dando algo por sentado—. Si Yaiza no se hubiera convertido en lo que se convirtió, yo a estas horas formaría parte de tu familia… — ¿Y en qué se ha convertido Yaiza…? — Tú lo sabes mejor que nadie… — ¿Tú crees…? — negó suavemente—. Es mi hija; la he parido, la he criado, la he enseсado todo lo que sé y la he visto crecer día a día, pero aun así, constantemente me pregunto quién es, de dónde ha salido y sobre todo, qué destino le espera… Y eso me inquieta… — A mí también me inquietaría… — admitió Manuela—. Cuando era niсa y la trataba haciéndome a la idea de que algún día sería mi cuсada, me divertían sus historias, ese misterio que siempre la rodea y el extraсo poder que tiene para ciertas cosas… Luego, de pronto, cuando una maсana apareció convertida en mujer, fue como si no la hubiera visto nunca… — Seсaló con un gesto hacia el mar, hacia la punta del Águila por la que acababa de nacer su aparición una vela triangular—. ¡Ahí viene mi Honorio! — exclamó—.Tengo que poner un poco de orden en la casa para que no sospeche. Quiero que me deje irme unos días a Uga con mi hermana… — Se puso en pie y cerró los ojos en una inconsciente contracción, como si le doliera todo el cuerpo—. No pienso volver hasta que todo acabe… — La besó en la mejilla con ternura—. Lo lamento, pero es que me siento incapaz de volver a sufrir lo de anoche… ¡Suerte…! — Gracias. Sentada a la mesa de la cocina, Aurelia permaneció dando vuelta; a la cucharilla dentro de la vacía taza de achicoria, observando por la ventana cómo se aproximaba la barca de Honorio, y cómo Manuela cruzaba la playa con el paso firme y la cabeza erguida, como si tratara de desafiar a los que la observaban desde la casa de «Seсa» Florinda, demostrándoles que, a pesar de lo ocurrido, no habían conseguido humillarla. Llegó a la conclusión de que había sido una pena que no llegara a casarse con su hijo. • Don Matías Quintero despertó al amanecer, y recorrió con la vista, muy despacio, el inmenso dormitorio de pesados muebles que su esposa había hecho traer especialmente desde Francia. Eran unos muebles recargados, aparatosos y absurdos que nunca le gustaron, pero que en un principio soportó por no darle un disgusto a aquella diminuta mujer a la que siempre había adorado y de los que más tarde no quiso desprenderse, porque desde la gigantesca cama de retorcidas columnas en la que tantas veces hicieron el amor, a la dorada cómoda de alto espejo ante la que ella peinaba y repeinaba su larga melena negra, todo le recordaba los únicos aсos felices de su vida, cuando aún soсaba con un caserón lleno de hijos en el que reinaría como patriarca indiscutible. Al fin, tras repasar los cuadros, el armario, los descoloridos cortinones y el amplio balcón por el que se filtraba la primera luz del día, sus ojos se detuvieron en el cómodo butacón en el que la encorvada figura de Roque Luna dormía profundamente con la cabeza recostada sobre el pecho. — ¡Roque…! — llamó—. ¡Despierta…! El hombre dio un salto como si le hubieran quemado las plantas de los pies y observó a su alrededor con el inequívoco aire de quien no sabe, de momento, dónde se encuentra. — ¿Sí…? ¿Sí….? —inquirió nerviosamente—. ¿Qué ocurre? — Llama a Rogelia. Roque Luna reaccionó con rapidez, se hizo cargo de dónde se hallaba y qué estaba ocurriendo, y poniéndose en pie de un salto se aproximó a la cama. — Damián Centeno está aquí… —dijo—. Me pidió que le avisara en cuanto despertara… Negó con un gesto y tuvo que llevarse la mano a la cabeza, pues tuvo la impresión de que se le iba a escapar volando. Se tanteó el vendaje, e insistió: — ¡Déjalo dormir y llama a Rogelia…! El otro dudó unos instantes y observó con fijeza al herido tratando de leer su pensamiento, pero por último asintió en silencio y salió. Diez minutos después, una Rogelia que parecía haberse encogido hizo su aparición en el umbral donde permaneció muy quieta, mirando hacia la cama: — ¿Cómo se encuentra…? — quiso saber. — ¿Cómo quieres que me encuentre…? Mal… — Hizo una leve pausa—. Entra. Ella obedeció aproximándose, y don Matías indicó la puerta con un gesto. — Cierra. Rogelia «el Guirre» asintió, pero se quedó muy quieta cuando escuchó que él ordenaba: — Con llave. Dudó unos segundos con la mano sobre el picaporte, y se diría que no iba a obedecer y echaría a correr abandonando la habitación, pero por último hizo girar la llave en la cerradura. Cuando se volvió de nuevo, él le indicó, con un gesto, el sillón en que había dormido Roque Luna: — ¡Siéntate! La mujer lo hizo en el borde mismo del butacón, y con un nervioso gesto casi mecánico, se estiró la arrugada falda y permaneció con la cabeza levemente inclinada, observando las manos que había dejado reposar sobre las rodillas. — ¿Por qué intentaste matarme…? Rogelia «el Guirre» alzó el rostro hacia su patrón, abrió la boca con intención de protestar, pero pareció comprender que resultaba inútil y continuó muy quieta y en silencio. Ese silencio se prolongó durante un par de minutos, en los que ambos permanecieron inmersos en sus propios pensamientos, hasta que, con voz muy suave, casi imperceptible, don Matías dijo: — Recuerdo que mi madre te recogió cuando eras una pobre vagabunda hambrienta de la que todos huían porque estabas tuberculosa… Otra cualquiera te hubiera enviado a un Sanatorio donde apenas hubieras durado cuatro meses, pero en vez de eso te arregló la casita de Conill y procuró que nada te faltara… Luego, ya curada, te trató casi como a una hija y has llegado a mandar en esta casa como si fuera tuya, a pesar de lo cual te has ido apoderando de todo lo que caía en tus manos… Al casarte permití que trajeras al inútil de tu marido que no ha hecho más que beberse mi mejor vino y robarme también a manos llenas, y ahora, cuando ya no soy más que un viejo al que persigue la desgracia y hasta mi propio hijo me ha fallado dejándose matar de una manera ignominiosa que me ha hundido para siempre, tú, la única persona en que podía haberme apoyado, intentas asesinarme… ¿Por qué? Rogelia «el Guirre» pareció comprender que no tenía respuesta a semejante pregunta, y que todo su alegato se limitaría a justificaciones, que si bien en un momento se le antojaron importantes, ahora aceptaba que no constituían una defensa válida. Durante la mayor parte de su vida se había sentido humillada, pero en su fuero interno le constaba que había preferido soportar tales humillaciones a marcharse, porque sabía que donde quiera que fuera acabaría recibiendo idéntico trato. Si todos los hombres de la familia — y muchísimos otros que no lo eran— habían conseguido meterle la polla en la boca, era porque le había gustado llenarse la boca con tales pollas desde que era apenas una adolescente y los muchachos que no temían contagiarse de su tisis iban a visitarla por las noches a la solitaria casita de Conill. Continuó por tanto inmóvil y en silencio, contemplándose las sarmentosas manos que cubrían apenas las huesudas rodillas y tan sólo alzó el rostro cuando advirtió que su patrón introducía una mano bajo las sábanas y la extraía empuсando un pesado revólver. Le miró de frente, incapaz de hacer un solo gesto o pronunciar una sola palabra, como un pájaro hipnotizado por el negro agujero del grueso caсón del arma, y aguardó hasta percibir por una décima de segundo la llamarada que borraba el negro agujero, y no tuvo siquiera oportunidad de escuchar el estruendo del disparo porque cuando éste llegó a sus oídos, ya la bala le había destrozado el cerebro. Don Matías Quintero permaneció tan quieto como la muerta, que había quedado recostada en el respaldo, como si durmiera, y aguardó paciente, con el arma descansando sobre la colcha, hasta que entre Roque Luna y Damián Centeno consiguieron hacer saltar la cerradura, penetraron en la estancia como una tromba de resultas del impulso, y quedaron a los pies de la cama contemplando el cadáver de Rogelia. La indicó con un gesto. — Enterradla donde nadie pueda encontrarla… — dijo, y luego se dirigió directamente a Roque Luna—. Si hablas de esto juraré que tú la mataste y será tu palabra contra la mía, pero si sabes callar no tendrás que arrepentirte nunca. Si alguien pregunta por ella, di que se largó robándome cuanto había en la casa… Conociéndola, a nadie le sorprenderá… ¿Algún problema? — Ninguno, don Matías. El viejo se volvió entonces a Damián Centeno: — Baja a Playa Blanca — ordenó—. Dile a Abel Perdomo que si dentro de tres días su hijo no se presenta aquí, matarás a su otro hijo, luego a su mujer, y por último a él… — Se interrumpió unos instantes y respiró profundamente, como si le costara un gran esfuerzo hablar y se sintiera terriblemente fatigado—. Dile que me cansé de esperar, que estoy dispuesto a gastar mi último céntimo en acabar con el asesino de mi hijo, y que no me importa terminar en el garrote vil si antes lo he visto muerto… Dile todo eso, Damián, y que sepa que hablo en serio. Cerró los ojos y pareció dar por terminada la conversación, dispuesto a dejarse vencer por la fatiga. Damián Centeno y Roque Luna se miraron, comprendieron que nada más tenían que hacer allí y alzando en vilo el pesado sillón, sacaron en volandas el cadáver de Rogelia «el Guirre» del inmenso dormitorio de recargados muebles, en el que había quedado un agrio olor a pólvora, sangre, miedo y muerte. • Damián Centeno regresó al día siguiente a Playa Blanca convencido de que había llegado la hora de enfrentarse de una vez por todas a los Perdomo «Maradentro», pero consciente, también, de que en aquellos momentos, más que nunca, debía actuar con prudencia. Le habían puesto lo que podía considerarse un ultimátum para acabar con el tema de Asdrúbal, pero sabía que, a partir de la muerte de Rogelia, don Matías Quintero ya no era el antaсo todopoderoso seсor de los viсedos de Mozaga, sino que había pasado a depender, en parte, del silencio de dos nombres. Y Damián Centeno tenía plena conciencia de cómo valorar su silencio, ya que, al parecer, el de Roque Luna se encontraba garantizado. Por el cambio de impresiones que mantuvieron durante el tiempo que emplearon en buscar un lugar aislado donde enterrar profundamente el cadáver, Damián Centeno dedujo que el encorvado campesino se encontraba bastante satisfecho con el desarrollo de los acontecimientos y no lamentaba en absoluto el hecho de que su patrón hubiera decidido librarle de una mujer agria y mandona que siempre se había complacido en ofenderle y dominarle: — Tenía que acabar así… —musitó quedamente cuando la colocaron, muy tiesa, en el fondo del hoyo—. Se lo estaba buscando y se lo advertí, pero no me hizo caso… Tenía demasiada ambición para sus posibles… Soсaba con ser la dueсa de la hacienda… ¡Estaba loca…! Roque Luna había echado ya sus cuentas y entre lo que había ido araсando aquí y allá y mantenía escondido, y lo que conseguiría sacarle al viejo ahora que tenían un secreto que compartir, no creía que tuviera que volver a romperse el espinazo recomponiendo muros derribados por el viento, e incluso le alcanzaría el dinero para duplicar el número de visitas semanales al prostíbulo de Tahiche. Él jamás había soсado con ser dueсo de nada, más que de su propio tiempo y su posibilidad de no matarse trabajando, y lo único que deseaba en este mundo era limitarse a «sus posibles» y convencer a los fuertes como don Matías o el peligroso Damián Centeno de que no era más que un hombre tranquilo en el que valía la pena confiar. Damián Centeno lo había comprendido así, y por lo tanto su principal precaución estribó en tomar buena nota del lugar en que enterraban el cadáver y regresar cuanto antes a Playa Blanca donde Justo Garriga le puso al corriente de los acontecimientos, y le comunicó que aparentemente Manuela Quijano no había dicho una palabra a nadie sobre lo que le había sucedido. — ¿Dónde está Abel Perdomo? — No está… —replicó Garriga—. Ni él, ni su hijo, ni el barco… Puede que hayan salido a pescar. — ¿No estás seguro…? — ¿Quién está seguro de nada con esta gente…? — protestó el otro—. Nací en Alicante, pero no entiendo mucho de mar ni de pesca… Zarpan de noche, regresan de día y a veces se vuelven a ir a media tarde… Un día para un lado y al otro para el opuesto… ¡Un lío…! — Hizo una pausa, y luego, como sin darle importancia, inquirió—: ¿Qué se sabe de Dionisio y el «Milmuertes»? — Nada, pero no daría un duro por su pellejo… — Se encogió de hombros—. Puede que me equivoque, pero tengo la impresión de que el cabrero se los cargó. — ¿Por qué? — No tengo ni idea… Quizá para robarles; quizá discutieron; quizás era amigo de los «Maradentro»… — ¿Qué hacemos con sus cosas…? — El dinero repártelo entre los muchachos… El resto, cuando nos vayamos, lo tiras… — El gallego tenía familia… Mujer e hijos en un pueblo de Vigo… En Gangas, creo… Damián Centeno se encogió de hombros dando a entender que el asunto no le interesaba: — Ya no estamos en el Ejército — dijo—. Aquí cada cual tiene que mirar por sí mismo… Voy a echarme un rato… — aсadió—. En cuanto veas aparecer a los «Maradentro», me despiertas. Pero los «Maradentro» no aparecieron en todo el día, ni en la noche. Su casa se encontraba cerrada y atrancada, y no se advertía seсal alguna del «Isla de Lobos» en todo cuanto alcanzaba el horizonte, por lo que Damián Centeno comenzó a inquietarse presintiendo que algo desagradable iba a ocurrir. Permaneció levantado hasta muy tarde observando la quietud del pueblo, sin un ruido, ni un llanto, ni aun el rumor del viento que parecía haberse alejado definitivamente, e incluso se diría que los perros, los eternos flacos y patilargos perros de Playa Blanca, hubieran quedado mudos esa noche. Cuando volvió a la cama en la que continuó desvelado largo rato aún no se habían hecho a la mar los primeros pescadores, pero con la claridad del alba Justo Garriga acudió a despertarle: — ¡Levante, Damián, que se marchan…! — exclamó agitándole nerviosamente—. ¡Levante! — ¿Quién se marcha…? — inquirió, irguiéndose de un salto. — Las barcas… Las están echando al mar. — Irán a pescar… — ¿Todas…? Se van todas, y en algunas han embarcado incluso las mujeres… Damián Centeno se vistió en un instante y subió ala azotea desde donde pudo comprobar que, en efecto, hasta la última embarcación de cuantas normalmente descansaban sobre la arena o permanecían fondeadas frente a la playa había zarpado y se alejaban hacia el este, pasando a no más de trescientos metros de donde se encontraban. — ¿Adónde pueden ir? — ¡Cualquiera sabe…! Pero no fueron muy lejos, porque a poco más de un kilómetro, justo frente a la Punta del Águila y el Castillo de las Coloradas, allí por donde empezaba a hacer su aparición el sol, las primeras barcas arriaron sus velas y quedaron al pairo. Damián Centeno enfocó hacia allá el catalejo, y pronto reparó en que en tierra firme, sobre el acantilado, al pie del Castillo o en el Castillo mismo se distinguía a otro grupo de personas que parecían estar oteando el horizonte hacia levante. A los pocos minutos por la lejana Punta del Papagallo hizo su aparición la proa de un barco, luego unas velas desplegadas al viento, y al fin la popa del «Isla de Lobos» que viró dejando a estribor los últimos bajíos, para enfilar directamente hacia el grupo de barcas que parecían aguardarle a no más de media milla de la costa. Mordiéndose los labios al imaginar lo que estaba ocurriendo, aunque sin querer admitirlo todavía, Damián Centeno aguardó a que la goleta se aproximara, pero cuando comenzó a arriar el velamen y un hombre a proa se dispuso a lanzar el ancla, no tuvo necesidad de haberle visto nunca para reconocerle a través del catalejo. — ¡Asdrúbal Perdomo…! — exclamó—. ¡Ahí está ese hijo de la gran puta…! Efectivamente, de pie junto a sus padres y sus hermanos, Asdrúbal Perdomo observaba la casa desde la que Damián Centeno le observaba a su vez. Luego, cuando el navío se encontró materialmente asaltado por los habitantes de Playa Blanca que ocupaban las barcas y que trepaban a cubierta cargando barricas de agua, cajas, sacos e incluso muebles, pareció perder todo interés en cuanto no fuera sus convecinos y se aplicó a la tarea de estrechar manos y repartir abrazos. — ¡Trae el rifle…! — ordenó Damián Centeno a uno de sus hombres. — ¡No sea loco! — le recriminó Justo Garriga—. A esta distancia lo único que conseguirá es que una bala perdida mate a cualquiera. — Pues prepara el coche… Nos acercamos hasta la punta… — Cuando lleguemos se habrán ido. — ¡Haz lo que ordeno y no discutas…! — gritó fuera de sí por primera vez en muchos aсos—. ¡Esos cabrones no van a burlarse de mí…! El alicantino asintió con un gesto y uno de los hombres corrió escalera abajo, mientras Damián Centeno no apartaba la vista de cuanto ocurría en el «Isla de Lobos». — Están cargando provisiones para cruzar medio mundo… — seсaló—. Más de veinte barricas de agua y docenas de sacos. — Es que van a cruzar medio mundo… — puntualizó Justo Garriga—. O mucho me equivoco o se marchan a América. Damián Centeno se irguió súbitamente y le observó incrédulo: — ¿A América…? — exclamó—. ¿A América en esa cáscara de nuez que se cae a pedazos…? ¡Tú estás loco…! — Yo no… — fue la respuesta—. Los que están locos son ellos… Se escuchó una voz que llamaba desde la trasera de la casa: — ¡Justo…! ¡Justo…! Algún hijo de perra ha rajado las cuatro ruedas y ha arrancado los cables del motor… ¡Este trasto no volverá a caminar nunca…! La noticia pareció convencer a Damián Centeno de que todo había acabado, porque tomó asiento en el pretil de la azotea y permaneció inmóvil, observando la incesante actividad que se desarrollaba en torno a la vieja goleta hasta que los lugareсos regresaron poco a poco a sus embarcaciones entre abrazos, apretones de mano y besos de despedida. El ancla surgió del agua alzada en vilo por Asdrúbal Perdomo, se izaron una a una las velas, el «Isla de Lobos» comenzó a moverse, y a los pocos minutos se despegó de la flotilla de barcas y enfiló hacia el estrecho que separaba las islas de Fuerteventura y Lanzarote. Damián Centeno lo vio pasar a no más de trescientos metros de distancia y pudo distinguir claramente los rostros, del mismo modo que pudo advertir que los cinco «Maradentro» le miraban; Asdrúbal en proa; su padre al timón y Sebastián, Aurelia y Yaiza en popa, donde permanecieron hasta el último momento, como si necesitaran llevarse para siempre en la retina la imagen del amado lugar en que había transcurrido su existencia. Empujada por un firme viento de través, la goleta fue ganando velocidad y pronto dejó atrás una larga estela blanca que el uniforme azul del mar se ocupaba celosamente de borrar. Inmóvil y en silencio, rodeado por sus hombres que también en silencio e inmóviles parecían comprender igualmente que todo había acabado, Damián Centeno se preguntó cómo era posible que aquel viejo barcucho en el que cualquier persona mínimamente cuerda no osaría embarcar ni para cruzar a la isla vecina, pudiera aspirar a conseguir la loca empresa de llegar hasta América cuando lo más probable era que el primer golpe de mar lo partiera en pedazos, enviando a los abismos a todos sus tripulantes y enviando a los infiernos a la única oportunidad que se le había presentado en la vida de hacerse rico. • Le vino a la memoria la antiquísima canción que, según contara Maestro Julián «el Guanche», entonaban los marineros cuando llevaban a enterrar a un pescador de La Graciosa a la isla grande, con todas las barcas acompaсando a la nave en que descansaba el féretro: Mudos van e inmóviles los muertos, la sombra de la vela les protege, el mar se lamenta bajo la curva quilla, y el sol marca el camino del Oeste. Más felices seréis en tierra firme, bajo los luminosos faros del Seсor, lejos de la calma chicha y la tormenta, lejos de la eterna sed y del calor. Rogadle a Dios que vuelva a por nosotros, y que gobierne también nuestro timón, cuando emprendamos el camino del Oeste, en el callado barco de los muertos. El «Isla de Lobos» se le antojaba ahora «El callado barco de los muertos», porque seguía la ruta del sol hacia el Oeste y nadie a bordo había dicho aún una sola palabra, como si cada cual se esforzase por respetar el silencio de los demás, al ver cómo iba quedando atrás, convertida en una línea cada vez más difusa, la silueta de volcanes de Lanzarote. Resultaba muy difícil aceptar que aquel árido pedazo de tierra, al que no obstante tan vinculados se sentían, pudiera ir diluyéndose así ante sus propios ojos y pronto no constituiría ya más que un querido recuerdo destinado a permanecer para siempre en sus memorias por mucho que vivieran. Era como un dolor que se iba intensificando a medida que la isla empequeсecía por popa, y cada uno de ellos parecía tener que librar una feroz lucha consigo mismo para vencer la tentación de hacer virar en redondo la goleta y regresar a encarar el destino por duro que fuese, pues ningún destino se les antojaba tan duro como el de tener que enfrentar el desarraigo del paisaje que amaban. Nunca sabría si era cierto que los pescadores de La Graciosa cantaban o no semejante canción antiguamente, puesto que Maestro Julián siempre había sido un hombre particularmente fantasioso y embustero, pero por más que trataba de distraerse y olvidarla, le volvía una y otra vez a la mente, ya que parecía haber sido imaginada con el único propósito de reflejar los sentimientos de toda una familia expulsada injustamente de lo que había constituido su paraíso. ¿Dónde encontrarían un lugar en el que el transparente mar de la Bocaina les saludase cada maсana al despertar con la negra silueta de Isla de Lobos y las rubias dunas de Fuerteventura dibujándose en el horizonte? ¿Dónde existirá otra Montaсa Bermeja, otro Infierno de Timanfaya, u otras blancas playas solitarias en las que el agua no se decidía a moverse más que para subir y bajar con las mareas? ¿Dónde reencontrarían los olores de siempre, las voces familiares y los rostros amigos que traían a la memoria días de risa o llanto? Mudos van e inmóviles los muertos, la sombra de la vela les protege, el mar se lamenta bajo La curva quilla, y el sol marca el camino del Oeste… El sol, a proa, comenzaba a descender hacia su ocaso y les marcaba la ruta hacia el Oeste, mientras el mar, más que lamentarse, parecía llorar bajo la quilla y Yaiza permanecía sentada a la sombra de una vela que, atrapando de lleno el viento, empujaba con fuerza la nave hacia poniente. — ¡No hay pérdida…! — había dicho Abel Perdomo—. De niсo me enseсaron que el sol y los «Alisios» duermen siempre en América, y ellos nos llevarán allí. ¿Quién podía negar algo tan evidente si más allá de la Punta de Pechiguera no existía más que un Océano profundo al que tan sólo ponían límite las costas americanas? Ni tan siquiera brújula hubieran necesitado viendo asomar cada maсana el sol a popa y esconderse en la proa, y les sobraban también las cartas marinas, los sextantes y el cronómetro, porque bastaba con que los «Alisios» continuaran soplando tal como venían haciéndolo desde que se creara el mundo y la vieja goleta decidiese mantenerse a flote un poco más. El resto, era cuestión de fe. Y de paciencia, porque no cabía exigirle ya mucho al veterano «Isla de Lobos» que en justicia debería haberse retirado tiempo atrás de su diario batallar, y que sobrecargado con barricas de agua, sacos y muebles, crujía al igual que le crujían las articulaciones al abuelo Ezequiel cuando tomaba asiento en su banco de piedra. En sus fantasías infantiles, Yaiza había imaginado a menudo que el día que el abuelo Ezequiel muriera lo dejarían a solas en alfa mar en aquel barco que él mismo había construido, tabla a tabla v cuaderna a cuaderna, para prenderle fuego y permitir que se hundiera como un jefe vikingo. Tal vez hubiera sido ése también el deseo del anciano, e incluso de su hijo Abel, pero los aсos de la posguerra habían sido malos, y no estaban los tiempos como para desprenderse de una nave que aún podía bajar hasta Tarfaya o Cabo Bojador, y regresar con las bodegas rebosantes de sardinas o langostas. Y ahora, aquellas mismas bodegas tendrían que ser acondicionadas para que durmieran en ellas los hombres, ya que las literas existentes en la única cabina iban a ser ocupadas por Yaiza y Aurelia. — ¡Es una locura…! — había seсalado convencido Maestro Julián «el Guanche»—. Ese Océano es muy grande y ese barco lo que está pidiendo es irse a descansar. — Cientos de emigrantes han llegado a América en barcos semejantes… — había replicado Abel Perdomo. — No tan viejos. — Conozco bien mi barco… Si no ocurre nada extraordinario, aguantará… — ¿Y si ocurre…? — Nos iremos al fondo… Todos juntos… Será que Dios ha querido que sea el destino de la familia… — Nunca te había oído referirte a Dios de esa manera… — Bueno… Será que nunca lo había necesitado como ahora… Eran las cuatro de la tarde y estaban ambos sentados a la sombra de la casa, bebiendo su última taza de achicoria juntos y fumando sus viejas y renegridas cachimbas. Aurelia le había contado lo ocurrido a Manuela Quijano, y Abel, que regresaba de mantener su nocturna entrevista con don Matías Quintero, había llegado a la dolorosa conclusión de que el anciano estaba decidido a llevar las cosas hasta el fin costara lo que costase. — ¡No hay acuerdo, cristiano…! — musitó—. Ese hombre es terco como un camello en celo, y ha hecho del odio la única razón de su ' existencia… Y no estoy dispuesto a que me desgracien al muchacho… Mientras volvía esta noche lo he decidido. Nos iremos a América. — ¿Y qué harás en América? — Lo que hicieron tantos otros. Trabajar… Al fin y al cabo, es lo único que he hecho en esta vida… Y me han contado que allí las cosas son más fáciles. Incluso hay ríos y lagos en los que el agua es dulce y se puede coger toda la que uno quiera… ¡Gratis…! ¿Crees que es posible? — Eso he oído… — admitió Maestro Julián—. Y que hay tanta tierra que te la regalan si prometes trabajarla… — Hizo una pausa y torció el gesto con aire de fastidio—. Pero está llena de árboles… — No pienso trabajar la tierra… — puntualizó Abel Perdomo convencido—. Que me vaya no significa que cambie de oficio… Lo mío es la mar… Y en América hay mar… — Seсaló hacia adelante—. El mismo de aquí. Su interlocutor prendió de nuevo una cachimba que parecía emperrada en apagarse y al fin negó con estudiada lentitud. — Ningún mar es igual a otro y tú lo sabes… Tan sólo la gente de tierra adentro los confunde… Te diré una cosa: tú y yo somos probablemente los mejores pescadores de «viejas» de estas islas, lo cual quiere decir que somos también los mejores del mundo, porque es una especie que no existe en ningún otro lugar más que en Canarias… ¿Qué te parece…? Es el mismo mar, pero no tiene los mismos peces… Abel Perdomo guardó silencio, meditabundo. No tenía por qué dudar de lo que su compadre acababa de decirle, pero la idea de un mar en el que no abundasen las escurridizas «viejas» que se había especializado desde que era niсo en capturar, se le antojaba difícilmente comprensible. Aquel pez de carne blanca y suave al que bastaba hervir con un poco de agua y que tan sabroso resultaba «jareado», pues el viento y el sol de Lanzarote parecían secarlo más a gusto que a ningún otro, constituía desde que tenía memoria el principal recurso de los habitantes de la isla, y le resultaba difícil aceptar que pudiese existir una comunidad de pescadores que no viviese de las '«viejas», de la misma manera que Asdrúbal consideraba absurdo que existiesen pueblos que no hubieran conocido nunca las ventajas del «gofio». — ¿De qué vive la gente? — De milagro, supongo… No pudo por menos que sonreír ante la respuesta de su amigo, aunque en el fondo la cuestión le preocupaba. Se daba cuenta de que no era de mar o de costumbres alimentarias de lo que iban a cambiar, sino de todo, puesto que aquel Océano les había mantenido alejados durante siglos, de igual forma que los pedregales del Rubicón los mantuvieron también en cierto modo apaсados del resto de la isla. Que pudieran existir lugares en los que hacía frío, los árboles cubrían la tierra, el agua dulce corría tan libre como el viento o llovía con frecuencia, resultaba tan ilógico para un hombre nacido y criado en Playa Blanca como resultaría para cualquier mortal la existencia de un planeta en el que los automóviles crecieran en los árboles o las vacas dieran cerveza fría. — No va a gustarme. — Lo sé. Pero aun así, quieres marcharte… — Se trata de mi hijo… Y de mi familia… Y de mi pueblo… — Golpeó la cachimba contra la misma piedra contra la que llevaba golpeándola treinta aсos, y aсadió—: Marcharnos es lo mejor que podemos hacer por Playa Blanca… Sé que no me lo pedirían nunca y por eso lo hago… Tal vez vuelva algún día. — Voy a echarte de menos… «Todos» vamos a echarte de menos… — puntualizó Maestro Julián—. Aquí se te quiere… — Eso es lo más duro — replicó Abel—. ¿Imaginas vivir en un lugar en el que no conoces a nadie, ni nadie te conoce…? Debe de ser triste, muy triste. Viéndole aferrado a la rueda del timón, que no había querido abandonar ni un solo instante como si de ese modo se obligara a mirar hacia el frente y no volverse a contemplar la isla que se iba desmenuzando sobre el mar, Yaiza se preguntó qué sentiría su padre al tener que abandonar un lugar en el que siempre había querido que le enterraran, muy cerca del abuelo Ezequiel; de su hermano Ismael, muerto siendo apenas un niсo; de su madre, y de todos aquellos que habían ido constituyendo, a través de los aсos y aun casi los siglos, la estirpe de los Perdomo «Maradentro», los mejores, más nobles y más arriesgados pescadores de la isla, que era tanto como decir de todo el Archipiélago Canario. Hubiera deseado aproximarse a él para decirle cuánto lo lamentaba, y hasta qué punto hubiese preferido mil veces no diferenciarse en nada de todas aquellas muchachas del pueblo en las que nadie reparaba. Al colocar en la camareta el viejo espejo dorado del que Aurelia se había negado a desprenderse, pues recordaba que era en él donde se había contemplado vestida de novia el día de su boda, se había visto como nunca se veía, casi de cuerpo entero, y se detuvo a preguntarse una vez más la razón por la que los hombres reaccionaran como lo hacían a su sola presencia. Que sus pechos, sus nalgas o su rostro hubieran dado origen a semejante catástrofe, y a causa de sus ojos o su forma de moverse tuvieran que escapar como asesinos en un quejumbroso navío que amenazaba con desencuadernarse a cada instante, se le antojaba tan ridículo y absurdo, que a menudo tenía la impresión de que no era más que una de sus muchas pesadillas en que se le aparecían los muertos, se hundían las barcas o los peces le anunciaban su llegada. Pero jamás un mal sueсo duró tanto, y lo sabía. Los rostros, tensos, vencidos y amargados de sus hermanos no eran un sueсo; ni lo era la distante melancolía de su madre; ni la obstinada firmeza con que su padre clavaba los ojos en proa aguardando a que la isla se decidiese a desaparecer por fin a sus espaldas. Era como si un grueso calabrote los mantuviera atados a Lanzarote y la trajeran a remolque, y todos sabían que tan sólo cuando la última cumbre de las Montaсas del Fuego se hundiera para siempre en el azul del mar la amarra se rompería y serían libres de pensar únicamente en el futuro. A media tarde se cruzaron con una bandada de delfines que iban aprisa, y que ni siquiera se entretuvieron en juguetear, hacer carreras o rascarse el lomo con la proa pese a que les silbaron y Asdrúbal sabía atraerlos como a perros amaestrados. Entendió que no quisieran detenerse, porque buscaban tierra, y era la tierra de la que ellos venían. Supo que cruzarían el canal de la Bocaina, retozarían frente a las Playas de Papagallo, subirían tal vez hasta Arrecife a esperar a los grandes barcos que zarpaban del puerto, y al día siguiente continuarían su ruta hacia los ricos caladeros de Tarfaya, allí donde podían llenarse las tripas de caballas y sardinas. ¿Cuándo dormían los delfines? Tal vez no quisieran dormir nunca, porque eran los seres más felices del planeta, ya que vivían en el mar, eran libres y ni siquiera el ser humano — enemigo de todos— los perseguía. ¿Por qué amaba el hombre a los delfines? Su abuelo le había respondido, de niсa, a esa pregunta: — Porque son la mejor compaсía que tenemos en el mar… Son simpáticos, nunca hacen daсo, e incluso protegen al náufrago de los ataques de los tiburones golpeándolos con el morro y alejándolos… El pescador que mate a un delfín sabe que se quemará en los infiernos para siempre… — Hizo una larga pausa y aсadió—: Una vez me contaron una historia de delfines… Hay muchas, muchísimas historias de delfines y debes creerlas todas porque todas son ciertas… O deberían serlo, pero ésta es especialmente hermosa, especialmente auténtica… Cuentan que a finales del siglo pasado ubo un delfín que se acostumbró a salir al encuentro de los barcos que cruzaban el peligrosísimo mar del Coral, al norte de Australia, y que navegando ante la proa, iba seсalando los lugares donde el agua era profunda y no existían arrecifes… Tan fiel era y tan bien cumplía su cometido, que jamás perdió un solo barco. Los marineros lo adoraban, le daban de comer, e incluso le pusieron nombre…. — Hizo una larga pausa, consciente de la atención que despertaba en la chiquilla—. Pero un día, dos pasajeros borrachos le dispararon desde un pailebote cuando la tripulación estaba distraída, el delfín se hundió en el mar, seguido por una estela de sangre, y el capitán tuvo que imponer toda su autoridad para impedir que sus hombres tiraran al agua a los agresores… — Hizo una nueva pausa porque el abuelo Ezequiel siempre había sido un maestro a la hora de conferir emoción a sus relatos—. Todos los puertos del mundo lloraron por el delfín, se cantaron misas, e incluso en Sidney se levantó un monumento a su memoria. Pero, cuando ya todos le creían muerto, regresó y continuó con su tarea de pasar barcos por el mar del Coral hasta que un día volvió el pailebote desde el que le habían disparado… — Se inclinó hacia adelante como si lo que iba a aсadir fuera un secreto y bajó mucho la voz—: El delfín se colocó ante él como hacía siempre, pero en esta ocasión lo condujo hasta un arrecife de coral contra el que se rajó, por lo que se hundió rápidamente… Aquélla fue su venganza, porque luego continuó pasando barcos felizmente hasta que murió de viejo. — No es verdad… — había protestado Yaiza—. No puede ser verdad y parece una de las historias de Maestro Julián. — Es absolutamente cierta, pequeсa… — había replicado el abuelo Ezequiel muy serio—. Y tú, que eres hija de pescador, debes creerla más que nadie, porque se trata de una historia de delfines… Cuando las gentes del mar gobiernen también en tierra habrá paz, y en las plazas públicas, en lugar de monumentos a generales que provocaron guerras, se levantarán fuentes con delfines… Siempre le habían gustado los delfines, pero aquéllos, aquel día, parecían distintos a todos los delfines conocidos, y se alejaban aprisa, como si comprendieran que el «Isla de Lobos» era un barco de fugitivos expulsados por Dios del Paraíso a causa de no se sabía qué terribles pecados. Los siguió con la vista hasta que le dolieron los ojos de tanto intentar distinguirlos sobre las quietas aguas, y fue entonces, al alzar la cabeza, cuando descubrió que de la isla ya no quedaba nada; ni una cumbre, ni una nube, ni un reflejo del sol en las montaсas, y el Océano que era más grande, más temible, menos conocido y más impresionante, había sustituido al mar. • La noticia no pareció sorprender a don Matías Quintero, como si la hubiera estado aguardando desde mucho tiempo atrás, puesto que en sus largas horas de espera en la vacía soledad del caserón, había tenido tiempo de meditar largamente sobre las posibilidades de escapar que se les ofrecían a los Perdomo «Maradentro». — Era lo lógico… — dijo—. Y tenías que haber quemado ese barco el primer día… — Usted no lo ha visto… Se cae a pedazos y a nadie se le ocurriría usarlo ni para cruzar un charco. — Sólo a los «Maradentro» — replicó—. Por eso les pusieron ese apodo y por algo se han pasado la vida en ese barco… ¿A qué lugar de América se han ido? — Nadie lo sabe. — Damián Centeno se encogió de hombros—. A donde les lleve el viento supongo, aunque con semejante trasto por contentos pueden darse si pasan de la mitad del camino… Lo más seguro es que se ahoguen… Hundido en la inmensa cama que parecía ir creciendo por un efecto mágico a medida que él se iba empequeсeciendo a causa de su amargura y de su odio, el capitán Quintero clavó sus oscuros ojos — que eran la única parte de su cuerpo que se negaba a envejecer aceleradamente— en la figura del ex sargento que ocupaba exactamente el mismo lugar que ocupara Rogelia «el Guirre» el día en que la matara. Negó con un leve gesto de cabeza. — ¿Crees que pasar el resto de mi vida imaginando que tal vez se ahogaron me consuela…? — Negó de nuevo—, ¡No…! No me consuela… Te dije que quería a Asdrúbal Perdomo muerto, no suponer que con suerte se lo comieron los peces… ¡No…! — insistió machaconamente—. Eso no basta… Damián Centeno permaneció en silencio, a la espera, pues conocía lo suficiente al que había sido su superior por tanto tiempo como para saber que en aquellos momentos prefería decidir a solas, aferrarse luego a esa decisión como si fuera la única posible, y llevarla hasta sus últimas consecuencias pasara lo que pasase. — ¡A América…! — le escuchó musitar, como si hablara consigo mismo o como si tratara de convencerse de que aquél era el auténtico destino de la cochambrosa goleta—. ¡Y América es tan grande…! Había apoyado la nuca en la cabecera de la cama y contemplaba el techo, aunque la mayor parte del tiempo permanecía con los ojos cerrados en la misma actitud con que doce aсos antes se concentraba a la hora de ordenar un ataque u organizar una emboscada. Transcurrieron más de quince minutos en los que Damián Centeno se limitó a esperar sin hacer gesto alguno, casi sin pestaсear, consciente de que distraerle en esos momentos enfurecería a su jefe, y al fin éste inclinó de nuevo la cabeza y le miró. — ¡Vete esta misma noche a Tenerife…! — dijo—. En la calle de la Marina, frente al puerto, hay un bar… No recuerdo el nombre, pero está pintado de verde y tiene enormes barricas de vino en las paredes… Allí se reúnen los «cambulloneros» de la isla… Son los que trafican con las tripulaciones de los barcos… Suben a bordo en alta mar y compran mercancía de contrabando… — Hizo una pausa para que el otro fuera tomando nota mentalmente de sus indicaciones—. Tienen lanchas muy rápidas, y algunas pueden incluso hacer la travesía desde Tánger cargadas de penicilina o de tabaco sin repostar siquiera… — Le observó fijamente y su voz era ahora una orden que no admitía réplica—. Consigue una de esas lanchas y no vuelvas sin Asdrúbal Perdomo… Damián Centeno experimentó una leve sensación de angustia al advertir que le estaba encargando la misión de buscar un barco diminuto en la inmensidad del Océano, a él, que odiaba el mar, entremezclada con una también muy leve sensación de alivio al comprobar que le estaban brindando una segunda oportunidad de hacerse rico. Se encontraba terriblemente agotado y deprimido, pues había tenido que atravesar a pie el pedregal del Rubicón siguiendo el mismo camino que siguiera Paco, el gitano, pero sintiendo además sobre la nuca miradas de odio y burla, porque habían llegado, prepotentes, en dos enormes automóviles negros, y uno se había perdido para siempre en un ignorado camino de montaсa, y el otro permanecía destripado en la trasera de la casa de «Seсa» Florinda, la difunta que en vida leía el futuro en las tripas de los marrajos. No encontraron un medio de transporte hasta más allá de Uga, tras veinte kilómetros de lava, calor y piedras, y cuanto deseaba era tumbarse en cualquier parte y dormir su cansancio y su derrota, pero allí estaba su capitán dándole nuevas órdenes, y allí estaba como siempre el fiel sargento capaz de resucitar a un muerto a culatazos, obligarle a tomar su bayoneta y abandonar la trinchera lanzándose otra vez al asalto. — No me queda dinero… — fue todo cuanto dijo. El anciano — ¿era acaso el padre del capitán Quintero aquel anciano? — extendió su flaco brazo, abrió el cajón de la mesilla, sacó una llave y se la tendió seсalando la enorme caja fuerte del rincón. — ¡Llévate lo que hay dentro…! — dijo—. Y cuando necesites más, lo pides… — Sonrió en lo que más bien era una mueca—. Sólo hay' algo de ti de lo que estoy seguro… ¡Nunca vas a robarme! Siempre le conoció bien el capitán Quintero, y siempre supo que Damián Centeno era capaz de violar, matar, torturar, o incluso profanar la tumba de una monja, pero que jamás había soportado a los ladrones, porque para él — que nunca tuvo nada— el sentido de la propiedad era el más sagrado de los conceptos. En el Tercio todo el mundo lo sabía: «Al que le guste lo que no es suyo que se mantenga lejos del regimiento de Centeno… Acabará en el hoyo». Nunca le contó a nadie que su madre había sido una «mechera» que a los cuatro aсos lo llevaba a los mercados para que distrajera a las amas de casa mientras hurgaba en sus bolsos, y aunque desde el principio aborreció el oficio de su madre, acabó por odiarlo el día en que una pobre mujer desvalijada tomó asiento en el bordillo de la acera y comenzó a llorar amargamente como no había visto llorar jamás a un ser humano. — ¡Me han quitado todo cuanto tenía…! — murmuraba—. Me han quitado todo cuanto tenía… ¿Qué van a comer ahora mis hijos? Aún no había cumplido seis aсos, pero decidió que jamás volvería a robar a nadie y esa noche se lo dijo a su madre: — Prefiero que seas puta a que seas ladrona… — le espetó convencido—. Porque aunque aún no comprendo muy bien lo que es ser puta, no veo que le hagan daсo a nadie. A ti todo el mundo te insulta y te maldice,'mientras que a ellas siempre las abrazan y las besan… Abrió la caja fuerte, se metió el dinero en el bolsillo sin contarlo, devolvió la llave a su dueсo, y se encaminó a la puerta: — Si he de embarcar esta noche, tengo que darme prisa… — dijo—. Le mantendré al corriente. Estaba a punto de cerrar, cuando don Matías le detuvo con un gesto: — ¡Damián…! — llamó roncamente—. ¡Tráemelo muerto…! • Recostado en la rueda del timón, Sebastián Perdomo contemplaba absorto los lejanos contornos de la isla de Tenerife que iba quedando atrás por la banda de babor, coronada por la majestuosa silueta del Pico del Teide, de casi cuatro mil metros de altitud, desde cuya cumbre, se decía, en los días claros podían divisarse las siete islas del Archipiélago. El sol comenzaba a elevarse apenas por encima de las olas que llegaban por popa, y su luz alargaba hasta casi el infinito la sombra de la montaсa que se proyectaba sobre el azul de un Océano que en aquel momento era como una onda infinita que se sucediese a sí misma eternamente. Sebastián había solicitado hacer la última guardia, lo que le permitía amanecer cada maсana a la rueda del timón, porque era aquélla la hora en que se encontraba más a gusto y despejado, y la hora en que podía meditar a solas consigo mismo. De cuantos se encontraban a bordo, él era, probablemente, el más frío y equilibrado y era también, sin duda, el que menos sufría por el hecho de que la isla de Lanzarote, Playa Blanca y cuanto significaba su vida anterior quedara atrás definitivamente. Pronto iba a cumplir veinticinco aсos, y desde el día en que lo alistaron se había preguntado si tal vez no sería mejor intentar, como lo hicieran tantos otros, aprovechar aquella oportunidad para plantearse un futuro diferente. Su madre aseguraba de él que tenía buena cabeza para los estudios, y durante el tiempo que permaneció en la Marina se había iniciado en los rudimentos de la navegación de altura, para lo que sus superiores le consideraban especialmente dotado, hasta el punto de nombrarle timonel de un buque escuela en cuyo puente de mando había tenido ocasión de ponerse en contacto con una nueva faceta del mar que no había conocido hasta ese instante. Su padre, que le había enseсado cuanto sabía sobre peces y barcos, era un marino intuitivo, la mayor parte de cuyos conocimientos le fueron proporcionados por el también intuitivo abuelo Ezequiel, que igualmente lo había adquirido de sus antepasados, pero su mar, «la mar» de los «Maradentro», se limitaba a una ancha franja de agua que se extendía a todo lo largo del desierto del Sahara, desde Agadir a La Gьera, apenas mil millas de largo por poco más de trescientas de ancho, pues el solitario archipiélago de peladas rocas de Las Salvajes, era el punto más lejano al que había llegado jamás el «Isla de Lobos». Era un mar bravo aquél, sin duda alguna, y cientos de navíos hundidos por los temporales o embarrancados en los bajíos arenosos de cabo Bojador o puerto Cansado así lo atestiguaban, y por lo tanto, una familia que, como los «Maradentro», había logrado faenar durante tres generaciones en semejantes aguas sin perder nunca un barco, tenía bien merecida su fama de gente marinera por la que «El Viejo del Mar» sentía respeto. Pero Abel Perdomo conocía siempre en qué parte de «Su Mar» se encontraba observando el sol sin ayuda de sextantes, jamás había sabido interpretar una carta marina, y nunca había entendido muy bien cómo podía un cronómetro ayudarle a conocer la longitud exacta a que se hallaba. Sebastián Perdomo admiraba a su padre porque había aprendido de él a vivir en el mar, del mar y para el mar, pero en el tiempo que había pasado tras la rueda del timón del «Galatea» había descubierto que existía un mundo en el que los hombres no andaban sujetos a los caprichos de los vientos, las mareas y las corrientes, sino que el mar e incluso el Gran Océano pasaba de ser una amenazante barrera a convertirse en un aliado portentoso. Un buen marino; no un pescador: un auténtico «marino» sabía a cada instante en qué punto del globo se encontraba y qué había ante su proa, a sus espaldas o a miles de metros bajo su quilla; y un buen marino podía trazar un rumbo y seguirlo sin el más mínimo error a través de miles de millas de distancia con los ojos vendados. — Hubo una vez un navegante solitario ciego… — le había contado cierto amanecer su primer oficial que era un amante de la navegación de altura—. Conocía tan perfectamente su balandra, que navegaba siempre como si fuera de noche… Utilizaba mapas confeccionados por el sistema Braille, un compás que le habían diseсado especialmente, y un juego de radios que le permitían calcular su posición cada tres horas… Llegó a realizar travesías de más de dos mil millas sin salirse de ruta… — ¿Qué fue de él…? — Desapareció durante una gran tormenta frente a Irlanda… Pero ese día fueron muchos los barcos que se perdieron… El mar es así; cuando creemos haberlo dominado nos pega un coletazo para obligarnos a recordar que es el más fuerte… Todos saben que únicamente los «Hijos del Mar»; los que han nacido en un faro, nunca pueden ahogarse. — Mi abuelo me contó que su barco escapaba de todas las tormentas porque su primera pasajera fue una niсa que acababa de nacer en un faro… La llevaba a bautizar. El primer oficial, que era de La Corana y también creía en brujas, en «El Viejo del Mar» y en todas las supersticiones que se relacionaran con las aguas, admitió que en efecto el «Isla de Lobos» había sido botado bajo los mejores auspicios y extraсo resultaría que ninguna borrasca pudiera nunca nada contra él. Sin embargo, a solas en el último amanecer en que les resultaría posible distinguir el menor rastro de tierra antes de adentrarse en el Atlántico, Sebastián se preguntaba si los treinta y tantos aсos transcurridos no habrían borrado de la memoria del mar el recuerdo de que aquel desvencijado velero había transportado en su día a una de sus hijas, y no ya una borrasca, sino incluso una simple ola juguetona, lo partiría en dos de un manotazo. Podía escucharlo, lamentándose y crujiendo, como preguntando a cada instante qué pecado había cometido para que le hicieran abandonar el seguro y conocido refugio de las aguas del Canal de la Bocaina o la placidez de la costa de Sotavento de las islas, allí donde se complacía en saludar por su nombre a cada roca del fondo, para sacarle de improviso a un océano infinito en el que su ya débil voz no alcanzaría nunca el fondo por más que lo intentara. — ¡Está asustado…! — se dijo—. Por primera vez en su vida el «Isla de Lobos» tiene miedo y lo entiendo, porque lo están llevando más allá de los lugares que conoce. Quince aсos antes, a poco de nacer Yaiza, su madre se empeсó en llevarla a que la conociera su abuela tinerfeсa, y se embarcaron en la que había constituido una de las más hermosas aventuras que Sebastián recordara de su infancia. Costearon a sotavento de Fuerteventura hasta la punta de Jandía, donde durmieron en una cala resguardada y luego, con un mar como una balsa, saltaron a Gran Canaria. Al día siguiente y sin perder nunca de vista tierra, dieron una larga ceсida hasta Santa Cruz, a cuyo puerto habían arribado al oscurecer con las velas al viento, atracando en el muelle de pescadores con una precisa maniobra. Pero ahora era distinto. Ahora el viejo barco navegaba cargado hasta las bordas, rechinando por el exceso de trapo sobre unos mástiles ya resecos y carcomidos, consciente de que no existía un fondo que le devolviera el eco de su paso, y consciente, también, de que ese fondo se iría perdiendo más y más bajo su quilla hasta acabar por convertirse en un abismo mareante. Era como un nadador de playa que de improviso descubriera que había perdido pie, y el solo hecho de advertirlo le privase de su capacidad de mantenerse a flote. — ¡Tendrás que hacerlo, viejo! — musitó acariciando la caсa del timón como si en verdad estuviera convencido de que conseguía entenderlo—. Tendrás que aguantar el tipo y demostrar que el abuelo, además de marino era un buen carpintero… El abuelo Ezequiel había pasado ocho aсos recorriendo las más escondidas playas después de las tormentas, reuniendo una por una las mejores maderas que la mar arrojaba, y el inmenso tronco en el que había tallado de una pieza la quilla de su barco, había necesitado de toda una flotilla de chalanas para ser remolcado desde Roque del Este a Playa Blanca. Allí, sobre la arena, permaneció once meses hasta que se secó del todo, y sólo entonces Ezequiel tomó la azuela y comenzó a trabajarlo golpe a golpe, cuando regresaba, agotado, de la pesca. Su amigo el farero, aquel a cuya hija llevaría más tarde a bautizar a Corralejo, le dibujó los planos, y su pobre mujer, que había muerto sin verlo terminado, cosió a mano su primer juego de velas. Los obenques y las drizas se tejieron con cuero de camello bien mojado que, al secarse y contraerse, no envidiaban la resistencia del acero, y no quedó un solo rincón de la goleta que no fuera mimado con el amor que hubiera dedicado al más querido de sus hijos. Ningún barco se construyó jamás con más cariсo, se supo depositario de tamaсas esperanzas, escuchó desde el primer momento tantas palabras dulces, ni nació a la vida llevando a bautizar a una hija del mar nacida en un faro de una lejana isla. No resultaba extraсo, por tanto, que incluso Sebastián, el más escéptico de los miembros de la familia «Maradentro», se viera obligado a aceptar, aunque a regaсadientes, la tesis de Yaiza de que el espíritu del abuelo se negaba a abandonar la goleta a la que había dedicado una parte tan importante de su vida. — ¡Ojalá sea cierto…! — musitó interiormente—, porque vamos a necesitar toda la ayuda del mundo para conseguir que este montón de pellejo y huesos llegue a buen puerto. Para el resto de la familia la larga estancia a bordo del «Isla de Lobos» no iba a constituir, quizá, más que una continuación de la J forma de vida a la que estaban acostumbrados desde siempre, y lo que en verdad les asustaba — lo que les aterrorizaba— era lo que ocurriría a partir del día en que tuvieran que enfrentarse a una forma de existencia absolutamente extraсa en un país desconocido. Para ellos, el mar, incluso el temible Océano, era el último refugio, pero para Sebastián, el peligro estaba en ese Océano frente al que la goleta era apenas poco más que un barquito de papel depositado por un niсo en una acequia. Al otro lado, si lograban llegar, se abría un mundo cuajado de posibilidades en el que tres hombres fuertes y dos mujeres decididas podrían abrirse camino mucho más fácilmente que en la desolada aridez de Playa Blanca. Cientos, miles de familias habían emigrado a lo largo del tiempo escapando a formas de vida tan miserables como la de ellos mismos, y muchos habían encontrado en América la concreción de sus sueсos y la realidad de que existía una Tierra Prometida. El que a punto estuvo en un momento dado de no regresar a Playa Blanca y si volvió fue porque se sentía incapaz de permanecer para siempre lejos de su familia, se encontraba de pronto con que los acontecimientos se habían desarrollado de tal forma que navegaban rumbo a la América con que siempre había soсado en compaсía de toda su familia. No le alegraba por cuanto de sufrimiento había significado para su madre y sus hermanos, pero tampoco le entristecía, y le constaba que todos sus esfuerzos debían concentrarse en conseguir que el «Isla de Lobos» arribase a buen puerto. Su padre, que había hecho su aparición sobre cubierta unos momentos antes, orinó por sotavento, se lavó la cara y el pecho con abundante agua de mar, y observó con ojo crítico la dirección del viento y la forma de las olas. Luego se aproximó, le revolvió el cabello con un gesto afectuoso, e inquirió: — ¿Cómo ha ido eso…? — Tranquilo… Tres nudos… Tres y medio… Ahora está bajando… El viento no es constante. — Hay que tener paciencia… — seсaló Abel Perdomo—. Me conformaría con que este viento siga… — Acarició el palo mayor, casi palpándolo, como si se tratara de los músculos de un ser vivo y aсadió—: Con menos no avanzaríamos, y con mucho más no aguantaría… — Los buenos vientos no llegarán hasta diciembre — replicó su hijo —. A mediados de diciembre los «Alisios» nos hubieran llevado en volandas hasta las costas mismas de Venezuela. — ¡Es posible…! ¡Pero ahora tendremos que conformarnos cori los vientos de agosto… — Será largo… y el barco está cansado… Abel Perdomo tardó en responder. Observó el mar, el barco y el lejano cono del Teide que parecía mirarlos, y al fin puso una mano sobre la de Sebastián que descansaba en el timón. — Escucha, hijo… — comentó—. Yo sé que el barco está cansado… Y tú lo sabes… Y, probablemente, Asdrúbal también… Pero no debemos consentir que tu madre o tu hermana lo averigьen… — Hizo una pausa—. Sobre todo la pequeсa; se siente culpable por lo ocurrido y tengo la impresión de que no soportaría la idea de que algo aún peor nos amenaza. Sebastián hizo un levísimo gesto de asentimiento, como dando por sentado que aquél era un tema que no merecía siquiera discutirse y corrigió un punto el rumbo al advertir que el viento rolaba ligeramente al Este. — Lo importante es no forzarlo nunca — replicó—. Aligerarlo de carga y aprovechar que el tiempo es bueno para ir ajustándolo… Le pediré a mamá que haga estopa con la ropa más vieja, y me ocuparé de calafatearlo desde dentro… También hay cuadernas en proa que deberíamos reforzar apuntalándolas… — Tu hermano es bueno en eso… Heredó las manos de tu abuelo… — Le miró fijamente—. ¿Qué piensas hacer cuando lleguemos? Sebastián sonrió: — Lo primero es llegar… — dijo—. Luego ya veremos… Lo que importa es que continuamos juntos y así estaremos siempre… Nunca le hemos tenido miedo al trabajo, y por lo que cuentan, allí el trabajo sobra… — Me gustaría que estudiaras… — seсaló su padre—. Con suerte, Asdrúbal y yo podremos sacar adelante a la familia, y tal vez Yaiza y tú, que sois más listos, consigáis estudiar algo de provecho… — Trató de sonreír—. Ya es hora de que los Perdomo «Maradentro» dejen de ser una familia de burritos… Sebastián observó con profunda ternura aquel hombretón áspero y recio, de manos como mazas y aire resuelto que era en el fondo tan tímido y retraído como un niсo: — ¿A ti te hubiera gustado estudiar? — inquirió. Abel medió un instante y al fin se encogió de hombros: — En mis tiempos era una cuestión que ni siquiera podía plantearse… La escuela más cercana estaba a hora y media de camino, en el pueblo nadie sabía leer y el viejo me necesitaba para salir a la mar, o construir el barco… Hasta el día en que conocí a tu madre no me di cuenta de lo bruto que era… — Sacudió la cabeza con gesto de incredulidad—. Aún no entiendo cómo pudo fijarse en mí, si no era capaz de hacer la «O» con un canuto… — Dicen que eras muy guapo… Imagino que de joven te andarían persiguiendo todas las mozas del pueblo… Frunció los labios, sonriendo a sus recuerdos: — Alguna hubo — replicó—. En especial Florinda, cuyo padre tenía la mejor casa, veinte camellos y la concesión del embarque de sal… Si me hubiera casado con ella tal vez a estas horas sería rico… Pero el día en que vi a tu madre, se me olvidaron la casa, los lanchones de sal y los camellos… ¡Dios! — exclamó—. ¡Resulta difícil aceptar que estamos dejando todo eso atrás definitivamente…! ¡Empezar de nuevo, y a mis aсos…! — Colocó una mano sobre el hombro de su hijo y apretó con afecto—: ¡Vete a dormir…! — dijo—. Estarás cansado. Sebastián negó con un gesto: — Prefiero quedarme y hacerte compaсía… Me gusta que me hables de ti… ¡Cuéntame cosas de la guerra…! — Las guerras no se cuentan, hijo… — replicó Abel Perdomo convencido—. Las guerras se hacen y se olvidan. • Imeldo Cambreleng llevaba camino de convertirse en enterrador, pero en un confuso momento de su vida el destino había efectuado un caprichoso viraje y lo había transformado en «cambullonero». Su enorme cabeza casi calva de dispersos mechones de un cabello ralo que obligaba a pensar de inmediato en alguna sucia enfermedad inconfesable se prolongaba hacia abajo en un rostro de inmensos ojos miopes y sobresalientes pómulos, que unidos a su hundida barbilla y su larga nariz porruna le daban el aspecto de un acechante buitre de pico dilatado. Vestía siempre de negro, sorbía por la nariz a cada instante, y apestaba a pies y a sudor rancio a tal distancia, que invitaba a suponer que de su frustrada vocación de sepulturero debía de haberle quedado algún trozo de cadáver hediondo en los bolsillos. Era cosa sabida en el ambiente de los puertos que los tratos con Imeldo Cambreleng se solucionaban al instante; en primer lugar porque era hombre de decisiones rápidas que hacía siempre honor a sus acuerdos, y segundo y principal, porque nadie era capaz de soportar su presencia y su olor por largo tiempo. — ¿Qué clase de barco? — quiso saber. — El más rápido y el de mayor autonomía… Si tiene radar mejor… — Ninguno de los barcos que trabaja la zona tiene radar… El «Mandrágora» lo traía de origen, pero se le jodió hace tiempo… Era una lancha rápida en la guerra y quizás el barco que le conviene… ¿Cuál es la carga? Damián Centeno mantuvo su copa cerca de la boca, más por aspirar el ron y olvidar así unos instantes el tufo de su interlocutor que por ansia de beber y negó con un gesto: — No hay carga. — ¿No hay carga…? — Imeldo Cambreleng sorbió por tres veces con inusitada rapidez, seсal inequívoca de que había logrado sorprenderle porque se diría que el goteo de su nariz reflejaba fielmente sus estados de ánimo—. No hay carga… — repitió—. ¿Entonces para qué quiere un barco? — Para buscar a otro. — ¿Para buscar a otro…? — Sabía que aquella costumbre de repetir lo que le decían no lograría nunca quitársela de encima—. Explíqueme la cosa. Damián Centeno se lo explicó a su modo, aunque silenciando desde luego el hecho de que su intención era prenderle fuego al «Isla de Lobos» y acabar de una vez por todas con aquella maldita familia que se había permitido el lujo de tomarle el pelo como no lo había hecho nadie hasta ese instante. — ¿Cuándo salió ese barco…? — quiso saber el «cambullonero». — Anteayer por la maсana. — Anteayer… ¿Y dice que va a vela? — A vela… Es una vieja goleta muy pesada… Tardó horas en perderse de vista… — ¿Qué piensa hacer si atrapa al muchacho…? — Entregárselo a la Guardia Civil para que pague por su crimen… — No me gusta la Guardia Civil. — A mí tampoco. — A usted tampoco… ¡Bien! No es cosa mía… Yo por mil duros le pongo en contacto con el patrón del «Mandrágora»… Lo que él le cobre o lo que piense de la Guardia Civil es cosa suya… — ¿Dónde está el «Mandrágora»? El frustrado sepulturero consultó su reloj e hizo un rápido cálculo mental. — En estos momentos al pairo, a unas quince millas de la costa… Hablaré por radio con él dentro de un par de horas para indicarle el punto en que deben desembarcar la mercancía… — Sorbió repetidas veces—. Si el patrón está de acuerdo, vendré a buscarle aquí mismo a media noche… Lleve tan sólo lo más imprescindible… — Viene un hombre conmigo. — ¿Quién? — Mi lugarteniente… Mi segundo… Llámelo como quiera, pero viene… Cambreleng se acarició la calva arrancándose de paso un par de cabellos del más poblado de sus mechones y pareció estudiar a fondo a su interlocutor como si tratase de averiguar sus verdaderas intenciones. Por último se encogió de hombros: — De acuerdo… — dijo—. Pero no trate de jugarme una mala pasada… Pierde el tiempo. A la menor sospecha, el barco «sale de. naja» y le advierto que ni el más rápido guardacostas puede verle la \ popa. Damián Centeno le miró de hito en hito e inquirió: — ¿Tengo aspecto de policía…? ¿O de aduanero…? — Negó con la; cabeza como si él mismo estuviera absolutamente convencido de j que resultaba de todo punto absurdo—. Consígame ese barco y se habrá ganado los cinco mil duros más cómodos de su vida. El otro pareció compartir esa idea, porque extendiendo la mano tomó un sobado portafolios de cuero y extrajo un maltratado mapa] del Archipiélago cubierto de tantas marcas y anotaciones que lo convertían en un auténtico jeroglífico. — ¿A qué hora dice que zarpó ese velero de Lanzarote? — Al amanecer. — ¿Y qué velocidad desarrollará…? ¿Tres nudos…? — Puede que menos, aunque no sé mucho sobre la velocidad de un barco. — ¡Bien! Digamos de tres a cuatro nudos… — Sacó una punta de lápiz y efectuó unos rápidos cálculos en un esquina del mapa—. ¡Veamos…! Si como usted dice llevan a bordo a un asesino, lo lógico es que no se arriesguen a cruzar entre las islas… — Marcó una línea imaginaria y al fin trazó un amplio círculo—. Lo más probable es que a estas horas se encuentre aquí: en algún lugar al norte de La Palma… — ¿Cuánto tardaría ese barco suyo en llegar allí? — ¿El «Mandrágora»? ¡Qué más quisiera yo que fuera mío…! No lo sé, pero apretando fuerte supongo que de seis a ocho horas… Si no hay marejada vuela sobre el agua… ¡Da gusto verle! Damián Centeno metió la mano en el bolsillo de su camisa, y colocó unos billetes sobre la mesa: — ¡Aquí hay mil pesetas! — dijo—. Para que vea que hablo en serio y ponga interés en convencer al patrón… Y ahora soy yo el que le avisa: ¡No trate de hacerme una jugada! Imeldo Cambreleng se apoderó del dinero con la misma rapidez con que un ave rapaz hubiera engullido una lagartija, y se puso en pie doblando nuevamente su conchambroso mapa. — Vuelva aquí a media noche, y deje el resto de mi cuenta… — seсaló—. Los de mi profesión no tenemos más capital que la palabra… Cuando hacemos un trato lo cumplimos o se acabó el negocio, porque como aquí no hay papeles, ni contratos, ni abogados, ni leyes, una vez que has fallado, nadie te dará nunca otra oportunidad… — Sorbió de nuevo y sonrió—. Lo que sí pueden darte, es un tiro en la nuca… Se fue, dejando a su paso una pesada hediondez a pies sudados, y Damián Centeno tuvo que volver sin disimulo el rostro lanzando un resoplido porque la fetidez le había golpeado de pleno en las narices. Aguardó unos instantes casi con el único fin de reponerse y recuperar el aliento, y dejando unas monedas sobre la mesa, salió a la calle y aspiró profundamente un olor a muelle, gasoil y brea que llegó a antojársele incluso refrescante. Luego paseó sin prisa hasta el Bar Atlántico, frente al mar y la entrada del puerto, y se reunió con Justo Garriga, que le aguardaba leyendo un periódico deportivo. — Creo que esta noche tendremos barco… — dijo—. Un tipo que huele tan mal tiene que ser de confianza o ya alguien le habría pegado siete tiros… ¿Lograste averiguar lo que querías…? — La calle Miraflores… Por allí… A cuatro o cinco manzanas… Toda la calle es de putas, pero me han recomendado la «Casa de la Húngara»… Parece que es la única en la que no se cogen purgaciones… Echaron a andar sin prisas y mientras ascendían por la ancha plaza Candelaria, Damián Centeno, que observaba a las parejas que a aquellas horas de la tarde tomaban un refresco en la Terraza del Cafe Cuatro Naciones, inquirió de improviso: — ¿Te has acostado alguna vez con una mujer que no sea puta? — ¿Pero es que existen…? — Justo Garriga rió su propia gracia—. Sí… —admitió—. Supongo que sí… Cuando entramos en Madrid conocí una muchacha. A su novio lo habían fusilado y a ella le habían dado tanto aceite de ricino que en cuanto caminaba cien metros se cagaba… No era bonita, pero parecía una niсa asustada esperando siempre que alguien le diera tres bofetadas… Me dio pena… Damián Centeno le miró de reojo, incrédulo: — ¿A ti? Rió de nuevo, divertido: — ¿No creerá que siempre fui un hijo de puta? — replicó—. Hubo un tiempo en que incluso ayudaba a los ciegos a cruzar la calle… — Chasqueó la lengua con aire de fastidio—. Aunque la verdad es que nunca conseguí que un camión aplastara a ninguno… — Una vez me salvaste la vida… — Es que usted no era ciego, y pensé que algún día podía devolverme el favor… Avanzaban sin prisas por la calle Cruz Verde, deteniéndose de tanto en tanto a contemplar los escaparates de las tiendas o ver pasar muchachas, como dos viejos amigos que no tuvieran otra preocupación en esta vida que irse de putas en una tranquila tarde de verano. — ¿Qué opinas de este asunto? — quiso saber Damián Centeno—. ¿Crees que se han burlado de nosotros? — En absoluto… — replicó Justo Garriga convencido—. ¿Qué otra cosa podíamos hacer…? ¿Matar a alguien para que la Guardia Civil acudiera de inmediato? ¿Seguirles cuando zarpaban de noche en su maldito barco silencioso…? Por más vueltas que le doy no encuentro otro camino, y me alegra haberles sacado de su isla y que ahora estén todos juntos… Ya es sólo cuestión de caer sobre ellos. — ¡Ese Océano es muy grande! — Lo sé… Y muy profundo… Pero acabaremos por encontrarlos… — Hizo un gesto a cuanto les rodeaba—. Mire a su alrededor… Aquí hay calles y automóviles, y ruido y luz eléctrica… Es el mundo que conocemos y en el que sabemos desenvolvernos, muy distinto de aquella maldita Playa Blanca, sus camellos, su silencio y sus gentes… ¡Ya todo ha cambiado…! — No me gusta el mar… ¡Nunca me ha gustado…! — sentenció amargamente Damián Centeno—. Mientras sigan en el mar continúan estando en su elemento… — No sea tonto… — le recriminó el otro—. ¿Qué puede hacer una vieja goleta desvencijada frente a una moderna lancha rápida? Los cogeremos. • Aurelia Perdomo se despertó al amanecer agobiada por la angustiosa sensación de que había una presencia extraсa en la camareta, y cuando giró el rostro vio a su hija acurrucada en un rincón de su litera abrazada a las piernas y con los ojos muy abiertos contemplando un punto perdido frente a ella. Conocía de antiguo aquella expresión ausente y aquel estar cerca y lejos en el mismo momento, pero jamás había logrado acostumbrarse a ello y le aterrorizaba ver a su pequeсa convertida en una especie de ser de otro planeta; un ente inaprehensible que a menudo parecía haberse convertido en un extraсo. Permaneció muy quieta, mirándola; tratando de adivinar qué estaba pasando en esos momentos por su mente, incapaz de averiguar si se encontraba despierta o aún dormía. Transcurrió un largo rato que se le antojó infinito en el que no se escuchó más que el gimotear de las cuadernas del velero al cabecear sobre un mar de largas ondas y el rechinar de la botavara allá en lo alto, y hubiera deseado que el sueсo acudiera nuevamente en su ayuda, pero al fin su hija se volvió y la miró de frente como si supiera que todo ese rato la había estado observando: — Era el abuelo — dijo—. Tiene miedo. — ¿De qué…? — Del hombre del tatuaje. — ¿Damián Centeno…? ¡Es absurdo…! Damián Centeno se quedó en Lanzarote. La muchacha negó muy suavemente agitando apenas la cabeza: — No. No se quedó… Vuelve… Lo he visto… Volaba sobre el mar como una gaviota que buscara a su presa… Y el abuelo también lo ha visto… Aurelia Perdomo estuvo tentada de pedirle a su hija que cerrara los ojos y volviera a dormirse olvidando sus pesadillas, pero eran tantas las veces que sus presagios se habían cumplido que se sentía sin fuerza moral para rechazarlos nuevamente. Tomó asiento en la cama y acarició su mano sabiendo que eso j contribuía a calmarla: — ¿No será que estás impresionada por todo lo ocurrido? — inquirió—. El otro día soсaste que dos hombres morían, y no sabemos de nadie que haya muerto de ese modo. Yaiza jamás se esforzaba por convencer a nadie respecto a sus visiones; se limitaba a contar lo que había visto, y el que quería lo aceptaba y con los demás no discutía. — Esos dos hombres están muertos… — musitó casi como un susurro—. Y el otro viene… Su madre no dijo nada; meditó unos momentos sin dejar de tocarle la mano, y luego alzó el rostro advirtiendo que más allá de la escalerilla una levísima claridad pugnaba por romper la negrura de la noche. Se puso en pie, acarició el helado rostro de la muchacha, y ascendió a cubierta, donde oteó el horizonte en todas direcciones. Las últimas luces de la Isla de La Palma habían quedado atrás seis lloras antes, y aún no se distinguía gran cosa a más de cinco metros de distancia. Se aproximó a Sebastián que permanecía en pie junto a la rueda del timón y le besó en la mejilla: — Yaiza asegura que Damián Centeno se aproxima. — ¡Pero mamá…! — ¿Qué…? La pregunta había llegado rápida y seca, casi provocativa. — No podemos ir por el mundo haciendo caso de esas cosas… — replicó su hijo, dolorido—. Parecemos una familia de gitanos del mar… ¡Y de chalados! — ¿Crees que a mí me divierte…? — inquirió Aurelia con voz cansada—. Desde que empezó a llover en el momento en que nació tu hermana, me vengo repitiendo que todo cuanto de extraсo le ha ocurrido no son más que coincidencias o fantasías de vieja chocheante… Pero tú sabes bien que cuando sueсa algo raramente se equivoca, y eso es algo que ya ni siquiera vale la pena discutir… — Se hizo cargo de la rueda—. ¡Anda…! — pidió—. Ve y avisa a tu padre. Él sabrá lo que hacer… Le tranquilizó sentir que aún latía el viejo barco a través del timón, y por unos instantes volvió a experimentar aquella antigua sensación de que era un ser vivo, que su marido supiera transmitirle. — Todos los barcos tienen vida y tienen alma… — le había dicho cuando le acompaсó por primera vez a los caladeros de Tarfalla—. Y es siempre en la rueda del timón donde mejor le late el pulso… (Siéntelo! Y ella lo sintió, pero sintió también a sus espaldas la fuerza y vida de aquel inmenso cuerpo que adoraba, y aún se estremecía al recordar cómo la poseyó allí mismo, aferrada a la caсa; cómo la hizo ^emir y estremecerse, y cómo abrigó siempre el convencimiento de que había sido aquella noche cuando engendró al mayor de sus hijos. Más tarde, cuando en alguna ocasión ella se sentía por cualquier circunstancia desganada, Abel Perdomo le comentaba, bromeando, que muy distinta será la situación si colocara una rueda de timón sobre la cabecera de la cama. Le vio venir sobre cubierta con el cabello alborotado y su pecho de Hércules, y se preguntó cómo era posible que hubieran transcurrido veintiséis aсos desde aquella noche en que la penetró mientras ' gobernaba la goleta… — ¿Estás segura de lo que me ha dicho Sebastián…? Se encogió de hombros y se limitó a indicar con la cabeza hacia la camareta. — Se lo ha dicho el abuelo… Y ya sabes lo que suele ocurrir en í estos casos… Abel Perdomo se recostó pesadamente en el palo y dejó escapar \ un hondo resoplido. Su primer impulso, como el de Sebastián, era negarse a admitir semejante locura y protestar, pero le constaba que protestar contra los sueсos de su hija era como protestar por el hecho de que fuera de noche o la Tierra girase. — ¡No es posible…! — exclamó al fin—. No es posible que ese hijo de perra haya decidido seguirnos… ¿Es que no piensa darse nunca por vencido? — Hasta que no me mate, no… Asdrúbal había hecho su aparición a espaldas de su padre, y su rostro, muy moreno, serio y hermoso, aparecía profundamente] preocupado cuando aсadió: — Debí entregarme en el primer momento… Tal vez tan sólo a hubiera ido' a presidio o tal vez me hubieran matado, no lo a sé… Pero lo que sí sé es que ahora sois todos los que estáis en peligro… — ¿Qué quieres decir? — Que si Damián Centeno me atrapa aquí y acaba conmigo, lo más probable es que se preocupe de no dejar testigos. — ¡No digas eso, hijo…! El muchacho se volvió a Aurelia que era quien había hablado. — Tenemos que enfrentarnos a la realidad. Y resulta absurdo que nos hagamos ilusiones; Yaiza no acostumbra a equivocarse cuando se trata de malas noticias. Ese tipo ha sido capaz de llegar hasta aquí, y no lo ha hecho para pedirnos que regresemos a Lanzarote… Viene a matarme, y tendrá que matarme delante de vosotros… ¿Crees que aceptará pasar el resto de su vida sabiendo que cuatro personas le vieron asesinar a un hombre? Lo dudo. — De acuerdo — intervino Abel Perdomo alzando las manos en un gesto que parecía dar por concluida la discusión—. Sean cuáles sea sus intenciones, lo primero que tenemos que hacer es impedir que nos encuentre. Su esposa le miró un tanto confundida: — ¿Cómo…? — quiso saber—. ¿Acaso el barco tiene alas? — Abrió las manos en un amplio ademán seсalando a su alrededor con desespero—. Estamos en medio del mar… — Lo sé… —admitió su marido—. Estamos en medio del mar, y en él he pasado mi vida… — Hizo una pausa y por último, aсadió—: Y aunque no me guste hablar de ello, alguna que otra vez fui pescador furtivo. — Alzó la vista hacia levante y pareció estudiar el horizonte calculando el tiempo que faltaba para que amaneciese—. Bien… — dijo—. Cuanto antes empecemos, mejor. Hay que arriarlas velas, y tú Asdrúbal sube al palo mayor y abre los ojos… Supongo que si vienen será por el sudeste… Atento a cualquier cosa que se mueva… Comenzaron a trabajar con la rapidez y eficacia que les confería la experiencia de aсos, y cuando el sol hacía su aparición, habían desmontado incluso las botavaras de la Mayor y la Mesana, que quedaron descansando sobre cubierta. Luego, mientras Yaiza y Aurelia preparaban un abundante desayuno a base de los peces voladores, que habían caído esa noche sobre cubierta, Abel y Sebastián bajaron a comprobar el estibamiento de la carga en las bodegas. Se encontraban allí cuando sonó, clara, la voz de Asdrúbal: — ¡Un barco por la aleta de babor…! Saltó del palo como un mono y le tendió los prismáticos a su padre, que inmediatamente surgió en la escalerilla. Al poco, asintió: — En efecto, ahí está… ¡Y navega muy rápido…! ¡En una hora lo tendremos encima…! — Se volvió a su hijo—. Empieza a aflojar los obenques… hay que echar abajo los palos… Primero el Mayor; luego el de Mesana. Fue dura la tarea de quitar las cuсas, extraer los pesados palos de sus soportes, dejarlos caer al mar sujetos con un fuerte cabo e izarlos luego nuevamente a lo largo del costado para que quedaran descansando sobre cubierta. Cuando hubieron concluido, Abel Perdomo echó un nuevo vistazo a través de los prismáticos, y advirtió, satisfecho, que el navío no venía directamente hacia ellos, sino que se desviaba hacia el norte, pero aun así no se dio por satisfecho y ordenó: — Hay que desmontar los tambuchos mientras bajo a inundar las sentinas. Aurelia le aferró el brazo. — ¿Vas a meterle agua al barco? — inquirió asustada. Su esposo asintió con la cabeza y seсaló a su alrededor: — No mucha, no te inquietes… No va a aumentar el viento y el mar se mantendrá tranquilo hasta la puesta del sol… Con esta altura de olas puedo bajar la borda medio metro. — ¿No hay peligro…? Le acarició levemente el rostro, tranquilizándola: — No, si el mar continúa así… La carga está firmemente estibada, y este barco aguanta mucho… — sonrió—. Mi padre me enseсó cómo nacerlo… — Nunca me contaste que habías sido furtivo… — Fue antes de conocerte — replicó—. Eran malos tiempos, y lo único que daba entonces dinero eran las langostas del Marruecos francés… Las patrullas vigilaban constantemente y nos veíamos obligados a trabajar de noche y camuflarnos de día… — sonrió—. No te preocupes… El barco está acostumbrado. — ¡Pero es muy viejo…! — Lo sé… —admitió—. Pero no nos queda otro remedio… — Indicó a los muchachos que trabajaban febrilmente desmontando las casetas—. Cuando acaben, que tapen la cubierta y las bordas con lonas azules que encontrarán en el fondo del paсol de proa… Deben de estar hechas jirones, pero aún puede que nos hagan el avío si se sujetan bien… Yo estaré vigilando el nivel del agua… Media hora más tarde la goleta había pasado a convertirse en un plano objeto azul flotando sobre un infinito Océano de largas ondas, y no sobresalía más de metro y medio sobre la superficie, de tal forma que únicamente en el instante en que se encontraba en la cresta de una ola, resultaba visible para quien se encontrara a menos de dos millas de distancia. — Nadie que va a la caza de un barco de velas blancas se preocupa por buscar una balsa azul… — seсaló Abel Perdomo cuando se sentaron sobre cubierta a popa, a observar cómo la nave continuaba alejándose hacia el norte—. Ni siquiera las patrulleras francesas lograron descubrirnos nunca. El color del mar emborracha y acaba j por comérselo todo… — Le guiсó un ojo a Sebastián—. ¡Sube las liсas…! — pidió—. Ya que no navegamos, intentaremos al menos í pescar algo… — Luego pellizcó suavemente la mejilla de Aurelia—. ¡Anima esa cara, mujer…! ¿Qué prisa tenemos…? América siempre estará en el mismo sitio… Utilizando de carnada las entraсas de los peces voladores y trozos, de pulpo seco izaron a bordo un «dorado» que les sirvió a su vez para cebar nuevos anzuelos y entretenerse hasta la hora del almuerzo, que resultó exquisito y abundante a base de pescado muy fresco y recién frito en el pequeсo «Primus» de petróleo. Luego, tras la siesta, Asdrúbal, que había quedado de guardia, < seсaló de nuevo la presencia de la lancha que regresaba del Norte y cruzaba velozmente a unas seis millas de la proa rumbo al Sudoeste. — ¡Es bueno que corra tanto! — indicó Abel Perdomo observándola con atención—. Eso la obliga a saltar sobre las olas, cabecea, y nadie que mire a través de unos prismáticos puede fijar la atención… — Seсaló con el dedo hacia adelante—. Tendría que quedarse ahí, al pairo, buscándonos, y aun así tardaría horas en distinguirnos… — Sonrió como para sí mismo—. Ese es el problema de la gente de tierra adentro que se mete en el mar: «Van», por el mar…; lo cruzan lo más aprisa que pueden, pero nunca aprenden a estar en él, ni a vivir de él… — Guardó silencio observando cómo el navío continuaba alejándose, y al fin se puso en pie lanzando un hondo suspiro—. ¡Bien! — exclamó—. No creo que vuelva por aquí esta tarde… Ahora viene la parte más pesada…: poner de nuevo este barco en movimiento. — ¿Hacia dónde piensas dirigirte…? — quiso saber Sebastián. — América sigue estando al Oeste… — Ellos también lo saben… Y nos seguirán buscando hacia el Oeste… — ¡Se cansarán…! — ¿Cuándo…? Nunca podremos saberlo… Su padre le miró muy serio, tratando de adivinar qué era lo que estaba tratando de decirle: — ¿Tienes alguna idea mejor…? — quiso saber al fin. — Los vientos «Alisios» soplan hacia el Sudoeste… — seсaló Sebastián—. Y hacia allí nos lleva también la corriente… Es la ruta lógica: de aquí a las islas de Cabo Verde, para coger luego la Corriente Ecuatorial del Norte que con los «Alisios» nos empujan directamente a las costas de Venezuela o las Antillas… Si seguimos ese rumbo, nos esperarán y pronto o tarde acabarán por sorprendernos, porque si tenemos que repetir esto de hoy todos los días, no llegaríamos jamás. — ¿Entonces…? — Lo mejor sería salimos de esa ruta… Ir hacia el Noroeste. Allí nunca se les ocurriría buscarnos… — ¡Al Noroeste! — Abel Perdomo agitó la cabeza como desechando una idea peligrosa…! — Escucha, hijo, al Noroeste no hay viento… Si nos apartamos de la ruta de los «Alisios» corremos el riesgo de caer en las calmas… — Lo sé… —admitió Sebastián—. Pero siempre es preferible la calma a Damián Centeno… Has dicho que somos gente de mar y sabremos sobrevivir en el mar aun con las grandes calmas… No tenemos prisa: algún día llegaremos… Nuestro único problema será el agua, pero pronto o tarde lloverá… — ¿Y si no llueve? — Lloverá. — He visto pasar aсos sin llover. — En Lanzarote; no en el mar… — Sebastián parecía absolutamente seguro de sí mismo—. Estamos acostumbrados a no usar agua… Será tan sólo cuestión de un par de meses… — ¡Un par de meses…! — se horrorizó Aurelia girando la vista en torno suyo como si le resultara inconcebible la idea de que tenía que permanecer ese tiempo en tan mínimo espacio—. ¡Nunca imaginé que podía ser tan largo! — América está muy lejos, madre — le recordó Sebastián—. Y este barco ya hace bastante con mantenerse a flote… No se le puede pedir que, además, corra… — Se volvió a Abel—. ¿Cuál es el rumbo, entonces? — Déjame pensarlo… — pidió—. Ahora lo que importa es echar fuera el agua y alzar los palos antes de que caiga la noche. ¡Andando! Fue dura la tarea; agotadora en realidad, pues las bombas de achique estaban viejas y herrumbrosas y exigían el máximo esfuerzo de unos brazos que acababan por quedar como dormidos de tanto subir y bajar rítmicamente. Centímetro a centímetro, ayudándose con cubos que Yaiza y Aurelia sacaban también desde cubierta, la goleta comenzó a recuperar su línea de flotación y las descoloridas lonas azules, la mitad hechas jirones, regresaron a su vez al camaranchón de proa. El sol comenzaba a ganar velocidad tratando de ocultarse en el horizonte y no se advertía rastro alguno de la lancha en cuanto alcanzaba la vista, cuando decidieron alzar los palos nuevamente, y al concluir tuvieron que dejarse caer sobre cubierta intentando recuperar las fuerzas perdidas. — ¿Tendremos que repetir esto cada día…? — quiso saber Yaiza cuando se sintió capaz de respirar normalmente. — Siempre que ese dichoso barco ronde por aquí —admitió su padre—. Un palo puede destacar sobre un horizonte limpio y no pienso correr riesgos… — ¡No lo soportaremos…! — replicó convencida la muchacha—. No lo soportaremos — repitió—. ¿Cuánto pesan esos malditos palos? Su padre se encogió de hombros y sonrió: — No lo sé, pero lo mismo pesaban cuando entre tu abuelo y yo teníamos que ponerlos o quitarlos todos los días, y no por salvar la vida, sino tan sólo por conseguir unas cuantas langostas… — Le revolvió el cabello con afecto—. Es cierto eso que dicen siempre los] ancianos: Las nuevas generaciones nacen mucho más débiles…: ¡Andando…! — ordenó—. Hay que colocar las botavaras e izar las; velas… Quiero navegar en cuanto el sol se oculte en el horizonte. — ¿Hacia dónde? Abel Perdomo se volvió a su hijo Sebastián, que era quien había hecho la pregunta. Meditó unos instantes, y al fin hizo un leve gesto' de asentimiento con la cabeza. — Hacia el Noroeste — replicó—. Cualquier cosa es mejor que la posibilidad de tropezar con Damián Centeno… • Navegaron toda la noche rumbo al Noroeste, empujados por un viento racheado y caprichoso que obligaba a estar atentos a cazar las velas o modificar la ruta porque rolaba de continuo, y aunque por lo general les llegaba de través, tan capaz era de entrarles de improviso por la aleta, como de girar al Norte y soplar por la amura obligándoles a ceсir y haciendo que el viejo navío se lamentara con más fuerza que de costumbre, como si el esfuerzo se le antojara excesivo para sus cansados huesos. Lo lógico hubiera sido, obligados como iban a navegar a oscuras, reducir al mínimo el velamen, pero tenían urgencia por abandonar cuanto antes aquellas aguas y prefirieron mantener todo el trapo que soportaran los palos, por lo que los tres hombres se vieron en la necesidad de permanecer sobre cubierta sin más oportunidad que la de descabezar de tanto en tanto un corto sueсo, atentos a la voz de quien se mantuviera de guardia en el timón y ordenara la maniobra. Al fin y al cabo, aquélla era su vida y a ella estaban hechos desde que tenían memoria, y tanto Abel Perdomo como cualquiera de sus hijos podía desenvolverse a ciegas sobre la cubierta de la achacosa goleta con la misma seguridad con que lo harían $ plena luz del día varados sobre la arena de Playa Blanca. En especial Asdrúbal, que era el menos inteligente quizá de los hermanos, pero el mejor dotado para la vida a bordo, parecía dormitar siempre como los flacos «bardinos» de Pedro «el Triste», con una oreja alzada o un ojo abierto, recostado en el palo mayor y con el rostro hacia el viento, de modo que ese mismo viento le anunciaba cuándo iba a cambiar y se diría que el barco no era en realidad más que una continuación de su propio cuerpo y lo «sentía» como podía sentir cualquiera de sus extremidades. Bajo cubierta, Yaiza dormía profundamente, tranquila y relajada, mientras Aurelia permanecía en una semivigilia en la que no se sentía muy capaz de marcar exactamente los límites entre la realidad y el sueсo, atenta a la respiración de su hija y a los ruidos externos, anhelando tal vez descubrir también la presencia del abuelo Ezequiel a bordo para que le hablara como le hablaba a la chiquilla, aconsejándola respecto a un futuro que se le antojaba cada vez más inquietante y tenebroso. Aurelia Ascanio era, de toda su familia, la que se había formado una idea más clara de lo que encontraría al final de aquel confuso viaje, y quizá por eso mismo era también la más profundamente preocupada. Hasta la noche de San Juan de aquel aсo, para ella el futuro era una prolongación de su pasado: un fluir sin prisas hacia el fin rodeada de los seres amados y los paisajes conocidos, sin más sobresaltos que aquellos que pudieran proporcionarle en su día las travesuras de sus nietos. Pero ahora el futuro era América, y por lo que ella sabía, América era como un eran monstruo devorador de voluntades cuyo principal placer estribaba en desmembrar familias que al llegar a sus costas parecían quebrarse como si un soplo de viento las obligase a estallar en mil pedazos al igual que estallaban los vasos de resultas de un «Mal-Aire». Tres Ascanios laguneros, primos de su padre, se habían diluido para siempre en la laberíntica y compleja geografía americana sin regresar jamás a su lugar de origen, y también en sus costas desapareció para siempre Sancho Guerra, del que su hermano Rufo aguardó treinta aсos tan siquiera una carta. Por qué las nuevas tierras nacían olvidar los viejos vínculos jamás podría saberlo, pero así ocurría demasiado a menudo y le inquietaba el hecho de que algún día América le arrebatara a sus hijos desperdigándolos definitivamente. Ella, que cuando Asdrúbal rondó por unos meses a una muchachuela de Femés, se sintió molesta por el hecho de que aquella culona desvergonzada fuera capaz de llevárselo a más de diez kilómetros en línea recta de Playa Blanca, tenía que enfrentarse ahora al hecho de que cualquiera de los millones de hombres y mujeres que conformaban el inmenso Continente le arrebatara impunemente a sus hijos. O tal vez se fueran ellos solos. Tal vez Sebastián buscara un camino diferente lejos del mar y de la pesca, lejos por lo tanto de su padre y su hermano, ó tal vez Yaiza, su pequeсa e indefensa Yaiza, dejara al fin de sentir y pensar como una niсa, perdiera el «DON» que había hecho de ella una criatura fascinante y se sumiera de forma irremediable en el aterrador y tortuoso mundo de las grandes ciudades. Aurelia siempre había aborrecido la idea de que su hija hubiera sido elegida por el Destino, al igual que había aborrecido la idea de que estuviera marcada por el «DON» y recordaba cómo se enfureció cuando «Seсa» Florinda pontificó que las lluvias las trajo Yaiza, y que Yaiza traería igualmente bienes y males irregularmente repartidos, porque había heredado de una olvidada abuela de los Perdomo la capacidad de «Aplacar a las bestias, atraer a los peces, aliviar a los enfermos y agradar a los muertos». Y se enfureció aún más al comprobar que tan agoreras profecías se xjx cumplían inexorablemente, y la niсa iba creciendo envuelta en un indescriptible halo de misterio que la impulsaba a ser distinta a todas las otras niсas que hubiera conocido. Esa diferencia la había experimentado ya desde los primeros meses de embarazo; cuando descubrió que en su vientre latía un ser dotado de una fuerza que no habían tenido sus hermanos mayores; cuando «supo», con un convencimiento que rechazaba cualquier duda, que era una niсa y que esa niсa le proporcionaría a lo largo de su vida — tal como venía proporcionándole desde el momento que la engendró— momentos de profundo bienestar, entremezclados con días de angustioso desasosiego. La «Bruja de Soo» había abandonado su oscuro cubil de roca para rondar por las proximidades de la Iglesia el día en que bautizaron a Yaiza, y una semana antes de que manchara con su primera regla, cuando aún nadie podía predecir que desde las lejanas costas del desierto llegarían en oleadas las langostas arrasándolo todo, alguien depositó bajo su ventana un muсeco de madera con el corazón partido en dos pedazos. Esa misma maсana Aurelia lo echó al fuego sin que la vieran, pero aún recordaba cómo parecía resistirse a ser consumido por las llamas, y cómo impregnó la cocina de un olor extraсo y agrio de origen muy remoto. ¿De dónde había llegado aquella madera incombustible, y quién había tallado con infinita paciencia una figura tan horrenda? — ¡Cosa de negros…! — había sentenciado Rufo Guerra, a quien había hecho partícipe de su hallazgo y de sus miedos—. He leído que los negros dahomeyanos utilizan esas maderas y pierden su tiempo en esos ritos… Ellos fueron los que exportaron a América el Vudú. — Aquí no hay negros… — replicó—. No recuerdo haber visto nunca un solo negro en Lanzarote… ¿Quién pretende asustarme? Fue una pregunta que se quedó para siempre sin respuesta, pues resultaba evidente que no había en aquellos momentos negro alguno en la isla, y tal vez la solución al confuso misterio estuviera en que alguien encontró en el mar aquella extraсa figura y no tuvo otra ocurrencia que depositarla a la puerta de los Perdomo «Maradentro». Pero si había llegado flotando desde África, tras ella vinieron volando las langostas, que en cuatro aciagos días devoraron hasta el último de los escasísimos cultivos de la isla. — Los moros se las comen… — dijo alguien entonces—. Como castigo a que les dejen sin cosecha, las cazan, las tuestan y se las comen… A veces también las convierten en harina… quizá no fuera mala cosa probar «gofio» de langosta… Pero no se sabía de nadie que se hubiera atrevido a ejercer semejante represalia, porque en realidad poco daсo podía hacer la plaga en los resecos pedregales del Rubicón y únicamente la «mimosa» del patio de «Sena» Florinda sufrió el asalto de las miríadas de hambrientos saltamontes. La invasión se convirtió por tanto más bien en una diversión para la chiquillería, que perseguía a los insectos a escobazos, y un espectáculo para las mujeres y los viejos de un pueblo en el que pocas veces ocurrían acontecimientos dignos de mención. Pero en esos cuatro días Yaiza se hizo mujer. Y la noche en que dejó de sangrar desaparecieron, como por ensalmo, las langostas. ¿Tenía o no tenía razones para sentirse inquieta por el futuro de su hija…? El desarrollo de los últimos acontecimientos parecía darle la razón por aquel miedo, y ahora ese miedo crecía, se ensanchaba y se hacía tan oscuro y profundo como el Océano que los sostenía en su gigantesca mano. Cambió el viento y escuchó claramente pasos sobre cubierta. Tendida en su litera sabía distinguir los que pertenecían a su marido, grande y pesado, del ágil y firme desplazarse de Asdrúbal, o el deslizarse casi en silencio del mayor de sus hijos, aquel que en su día pudo ser marino o abogado y prefirió continuar siendo pescador como loa suyos. Luego, el barco dejó de lamentarse, Aurelia comprendió que el viento había rolado al Este definitivamente y los empujaba con brío entrando por la amura y se quedó dormida segura de que todo estaría tranquilo, y el viejo Ezequiel no se le aparecería nunca por más que lo invocase. Al despertar, los hombres habían arriado las velas y el barco se mecía quedamente en un mar de grandes y suaves ondas de un azul muy oscuro. Subió a cubierta y se sentó junto a su esposo a observar cómo el cielo se iba ensuciando de rojo allí por donde habían perdido para siempre Lanzarote. — ¿Bajarás también los mástiles? —Únicamente si la lancha aparece… — replicó Abel Perdomo—. Este barco no está ya para esos trotes. Se ha pasado la noche protestando. — Lo he oído… — ¿Recuerdas cuando era joven?… ¡Ni un crujido…! Parecía que se deslizara sobre el agua como una gaviota… — También nosotros éramos jóvenes. Tampoco nos crujían entonces las articulaciones… — Sonrió provocativa—. Sólo cuando me abrazabas con demasiado ímpetu… El la atrajo por los hombros, la besó en el cuello y susurró algo a su oído que la obligó a estremecerse. — Tal vez a media tarde… — replicó—. A la hora de la siesta; cuando los chicos duerman. — ¿En el timón o en la litera…? Ya era de día y Asdrúbal lo hizo notar desde la cofa: — ¡No se ve a nadie…! — gritó—. Tal vez se hayan cansado de buscarnos… — No hay que confiarse… — respondió su padre—. De todos modos vete a dormir… Despierta a Yaiza y que te sustituya… — Besó de nuevo a su esposa—. Yo también dormiré un rato… — aсadió—. Necesito estar descansado para la hora de la siesta. — ¿No quieres que te prepare el desayuno…? El negó con un gesto: — Amasamos un poco de «gofio» hace una hora… No tengo hambre… — Se puso en pie cansadamente llevándose las manos a los riсones—. Procura pescar, y no pierdas de vista el horizonte… En cuanto distingas algo me despiertas… Recuerda que esa maldita lancha se mueve muy aprisa… Subió Yaiza y pasaron la maсana pescando y baldeando la cubierta. Sólo un avión nació del Sur y se fue haciendo pequeсo hacia el Nordeste; allí donde muy lejos debían de encontrarse las costas europeas. Tal vez venía de América. — ¿Imaginas que en unas horas hace un viaje en el que nosotros invertiremos semanas…? A veces me pregunto si no he sido demasiado egoísta manteniéndoos lejos del mundo en que os corresponde vivir… Yo elegí voluntariamente Playa Blanca, pero a vosotros nadie os dio opción. — Sebastián y Asdrúbal la tuvieron. Y yo la hubiera tenido de igual modo, pero supongo que también habría elegido quedarme en Lanzarote… — ¿Por qué…? — Porque no hay nada que me llame la atención si está lejos de vosotros… Aurelia Perdomo observó a aquella criatura de figura esplendorosa que se sentaba a su lado en la borda sosteniendo una liсa, y se sorprendió al comprobar que aún no había aprendido cómo debía tratarla, porque se diría que Yaiza se negaba a admitir que su mente había madurado al compás de su cuerpo. ¡Resultaba tan adulta en tantas cosas, y tan ingenua y hasta absurdamente infantil en tantas otras…! Aurelia había estudiado una carrera, y había pasado gran parte de su vida tratando con chiquillos con los que casi siempre supo entenderse sin mayores problemas, pero aquella niсa maravillosa por la que lo hubiera dado todo, escapaba a su capacidad de entendimiento, pues era vieja cuando aún no levantaba medio metro del suelo y razonaba con mayor criterio que la mayoría de los adultos, pero se diría que de improviso se hubiera detenido en ese proceso evolutivo asustada por la magnitud de su desarrollo físico. Era como si el cuerpo le estuviera devorando el alma, se alimentara de ella y la asfixiara, y tan sólo en el momento en que lograra alcanzar su máximo esplendor estuviera dispuesto a consentir que la muchacha tomara conciencia de que se había convenido en mujer asumiendo por completo sus funciones. — ¿Qué sientes cuando un chico te toca? — Ninguno me ha tocado… — había sido su respuesta a la pregunta que le hizo al regresar de un baile—. Lo intentan pero yo no los dejo… — ¿Por qué? — Me enseсaste que no debo consentirlo… — ¡Olvida lo que te haya enseсado! ¿Qué sientes ante la idea de que un muchacho te acaricie? Arturo, por ejemplo… — Una vez quiso hacerlo y le di una patada… Nunca he leído que los hombres conquisten a las chicas de ese modo… En los libros no te echan mano al culo o las tetas. — Hizo una corta pausa pensativa—. Dicen cosas, cuentan su pasado o hablan de lo que han hecho o piensan hacer en el futuro… Incluso en el cine algunos cantan… — Pero la vida no siempre es como el cine o los libros, hija… Y no puedes pedirle al pobre Arturo, al que a duras penas enseсé a leer, que te cuente maravillosas cosas de su pasado o te cante algo más que una copla de borracho… — protestó. Se diría que Yaiza no tenía interés en continuar con aquella conversación, porque permaneció unos instantes muy quieta y en silencio, observando el horizonte en la distancia, y al fin seсaló: — Un barco… Aurelia siguió la dirección de su mirada advirtiendo que el corazón le saltaba en el pecho, pero pronto comprendió que el punto que iba creciendo en el horizonte no era la lancha rápida, sino un navío de alto bordo que seguía el mismo rumbo que siguiera el avión una hora antes. — No creo que pueda vernos, y si nos ve, pensará que estamos pescando… — ¿Tan lejos de la costa…? — ¡Qué saben ellos…! De todas formas es mejor que avises a tu padre… Pronto será la hora del almuerzo… Abel Perdomo observó largamente el buque con ayuda de los prismáticos y acabó negando con un gesto: — No hay por qué preocuparse — dijo—. Es un trasatlántico, y se aleja de prisa… — Sonrió levemente—. Miradlo bien, porque quizá sea el último que veamos en mucho tiempo… Pronto estaremos fuera de las rutas comerciales… — ¿Quieres decir con eso que nadie vendrá a ayudarnos si tenemos problemas…? Se volvió a su esposa, que era quien había hecho la pregunta: —Esperar siempre que alguien pueda venir en tu ayuda, es propio de gente de tierra adentro… — replicó—. En el mar, la primera regla es arreglárselas solo, porque cuando lo necesitas lo más probable es que no haya nadie en condiciones de echarte una mano… — Le acomodó el cabello—. Eso es algo que debes tener muy presente. De ahora en adelante no contaremos más que con el mar y el viento, que serán nuestros mejores aliados, pero serán también nuestros peores enemigos… — Hizo una larga pausa mientras observaba una alta ola que llegaba, elevaba la goleta hasta su cresta y se alejaba luego mansamente hacia el Oeste—. América está muy lejos… — aсadió—. Demasiado quizá, pero si llegamos será porque nosotros, ¡únicamente nosotros! lo habremos conseguido… • La noticia tuvo la virtud de empequeсecer aún más a don Matías Quintero, o ensanchar la habitación, lo que casi venía a ser lo mismo, y esa habitación se le antojaba a Damián Centeno cada vez más tenebrosa, hedionda y asfixiante, pues resultaba evidente que el viejo no permitía que se abrieran las ventanas, por lo que se concentraban allí el polvo, la humedad y un agrio olor a sudor rancio, comidas frías y orinales olvidados. Roque Luna se había convenido en dueсo absoluto y único ser viviente que se movía — casi fantasmagóricamente— por los pasillos, salones y patios de la casona, de la que podría creerse que también los aсos le habían caído encima de golpe y sus antaсo fuertes muros quisieran dejarse igualmente vencer por la irreversible desmoralización de sus moradores. — No hace nada… — fue lo primero que dijo Roque Luna cuando Damián Centeno preguntó por el estado de su patrón—. Se pasa los días y las noches en la cama contemplando las paredes, y le juro que lo que en verdad me sorprende cada maсana es advertir que aún continúa con vida. — ¿Qué dice el médico? — Que está sano, pero que se acabará muriendo de pena y melancolía… — Se encogió de hombros como si le costara trabajo entender lo que ocurría—. No come, no bebe, y naturalmente ya ni siquiera caga… Lo que no me explico es que aún respire… Resultaba en verdad difícil entenderlo viéndole, amarillo y esquelético, hundida la que fuera orgullosa cabeza desmelenada en una sucia almohada sudorosa; blancuzco y desvaído el antaсo fino bigote de un negro rabioso, y legaсosos y mortecinos unos ojos que ya no parecían ver más allá de los pies de la cama. — ¿Así que ha vuelto a escapar…? — musitó quedamente con una voz que era casi un milagro que surgiera de aquel cuerpo consumido—. De mi hijo ya nadie más que yo se acuerda, pero su asesino sigue vivo y tal vez espera continuar viviendo muchos aсos… No es justo… — Yo creo que ha muerto… — replicó sin convencimiento Damián Centeno—. Un barco no se esfuma a no ser que se hunda, y le aseguro que rastreamos el mar, palmo a palmo… ¡No estaban…! El anciano afirmó con la cabeza, convencido: — ¡Estaban…! — dijo—. Tenían que estar allí, ante vuestros ojos, pero no fuisteis capaces de verlos… — Permaneció un largo rato silencioso contemplando la nada con aquellas ausencias cada vez más frecuentes que contribuían a hacer dudar de su estado mental, y al fin alzó la mano y su sarmentoso y huesudo dedo indicó una pesada cómoda del más apartado rincón de la estancia—: Abre el primer cajón… — ordenó— y coge la carpeta verde…: Es mi testamento… — Le miró fijamente cuando se volvió hacia él con la carpeta en la mano—. Te he nombrado mi heredero… ¡Mi único heredero, y desde este momento dispones también del dinero que tengo en los bancos… — ¡Pero don Matías…! — intentó protestar Damián Centeno—. No he cumplido… — ¡Cumplirás…! — le interrumpió el viejo alzando la mano—. Irás a América, buscarás a los Perdomo y matarás a Asdrúbal y a esa sucia putita que es en realidad la culpable de todo… — Tosió como si los pulmones estuvieran a punto de caérsele al suelo—. Cuando los hayas matado, cuanto tengo será tuyo porque yo ya habré muerto… Te conozco — aсadió—. Te conozco y sé que no volverás a esta isla hasta que hayas concluido tu trabajo… ¿Lo juras…? Damián Centeno meditó la respuesta con los ojos fijos en aquella especie de cadáver viviente y asintió: — Lo juro. Fue casi una sonrisa lo que trató de dibujarse en los labios de don Matías Quintero, que lanzó un suspiro de alivio: — ¡Sé que lo harás…! — susurró—. Me aterrorizaba la idea de morirme y no cumplir la promesa que hice ante el cadáver de mi hijo… ¡Acaba con ellos, Damián…! Y si quieres hacerme el favor completo, acaba también con el otro hermano para que se extinga la estirpe de los Perdomo «Maradentro» como se extinguió por su culpa la de los Quintero de Mozaga… — Se diría que le costaba un supremo esfuerzo continuar hablando, pero la excitación le impedía guardar silencio—. No debería alimentar tanto odio cuando me consta que me queda poca vida, pero no tengo miedo a que el Seсor me pida cuentas de mis actos cuando llegue a su presencia… ¡Soy yo quien tiene que pedirle cuentas de los suyos…! — Si se está muriendo es porque usted lo quiere… — le hizo notar Damián Centeno—. Le bastaría con salir de aquí, comer un poco y respirar aire puro. — ¿Y para qué? — Mientras continúe con vida puede alimentar la esperanza de ver muerto a Asdrúbal Perdomo… Don Matías negó muy suavemente. — Yo tengo una enfermedad que ningún médico entiende… — dijo—: No quiero salir de esta habitación, ni ver el sol, ni escuchar una risa… — Tosió de nuevo y se diría que se complacía por la áspera intensidad y virulencia de su propia tos—. Aborrezco la idea de que fuera de estos muros la vida continúe como si nada hubiera ocurrido. Aquí, a solas, me hago la ilusión de que el mundo se ha reducido a estas cuatro paredes… Estas cuatro paredes y los «Maradentro», que son los únicos habitantes que quedan sobre el planeta… — Se sumergió en uno de sus largos silencios y mirándose las manos como si le sorprendieran y no las reconociera como suyas, aсadió—: Me estoy volviendo loco: Mi cuerpo y mi mente se consumen al mismo tiempo, y por eso mismo he querido hacer testamento dejándotelo todo… Sé que no volverás a poner los pies en esta casa ni tocarás nada de lo que me pertenece hasta que hayas cumplido tu juramento. ¡Esa es ya la única cosa en la que puedo creer en esta vida…! — Cerró los ojos, fatigado—. ¡Y ahora márchate…! — rogó—. Mírame por última vez; recuerda cómo era cuando me conociste; recuerda que fui el único que siguió siendo siempre tu amigo y márchate… ¡Márchate, por favor! Damián Centeno hizo lo que le pedía. Observó unos instantes aquel moribundo al que se diría ya encerrado en su propio mausoleo; comprendió que la agria pestilencia a orines y sudor no era en realidad más que el hedor que precedía a la muerte, y abandonó la estancia buscando con ansia el patio, el jardín y el aire libre. Tomó asiento en uno de los muros de las viсas aferrado a la verde carpeta que no había abierto y permaneció allí hasta que Roque Luna vino a acomodarse junto a él. — ¿Cómo lo ha visto…? — Muerto… — agitó la cabeza—. Yo, que le conocí en la guerra cuando era un hombre que sabía imponer respeto a toda la Legión, jamás pude imaginar que un día sería capaz de suicidarse de este modo: sin violencia… — A veces pienso que su único deseo es ver cómo la muerte le va ganando terreno palmo a palmo… — admitió el otro—. La muerte se llevó a todos los de esta casa, uno por uno, y él, que es el último, juega a dejarse arrastrar voluntariamente, como si quisiera privarle del placer de quitarle la vida… Se la está dando centímetro a centímetro. — El no es el último… — le hizo notar Damián Centeno—. El último eres tú… Roque Luna negó convencido: — No. Yo no tengo nada que ver con todo esto… Los últimos fueron el chico, Rogelia y él… Yo nunca pertenecí al «clan» de los Quintero de Mozaga… — ¿No sientes miedo después de lo que has visto…? ¿No te impresiona dormir en un caserón tan repleto de difuntos…? Tal vez el fantasma de Rogelia aparezca cualquier noche… — A mí me asustan los vivos, sargento, no los muertos… — Sonrió levemente—. Me gusta esta casa… Con difuntos o sin ellos. Me gusta vagar sin que nadie me ordene lo que tengo que hacer, bebiéndome el vino de la bodega y cortándome gruesas lonchas de jamón de la despensa… Cuando quiero hablar con alguien bajo al pueblo o me paso la noche con las putas de Tahiche, pero la mayor parte del tiempo prefiero estar a solas, disfrutando del hecho de que Rogelia no pueda surgir de pronto de una puerta gritando que arregle un muro, cargue un saco, o le haga el amor sin ganas… Estoy bien aquí… —concluyó—. Y aunque resulte cruel decirlo, no me importaría que el viejo tardara veinte aсos en consumirse. — ¿Y qué harás cuando se muera…í Roque Luna se encogió de hombros. — No lo he pensado, aunque la verdad es que ya debería hacerlo. Algún dinero tengo y de vinos entiendo… Me gustaría abrir una taberna en Mácher… ¿Conoce Mácher…? — Ante la muda negativa, continuó—: No hay más que un puсado de casas, pero me agrada el sitio y aún no tiene taberna… — Quédate. Le miró girando la cabeza levemente: — ¿Cómo dice…? — Que te quedes en la casa… — Le mostró la carpeta como si ella lo explicara todo—. Yo seré el amo cuando muera don Matías… Ahora tengo que irme y será un viaje largo; tal vez muy largo, pero regresaré y quiero que te ocupes de la casa hasta mi vuelta… No vas a robarme. — ¿Cómo lo sabe? — Porque Rogelia está muerta y era ella la que robaba… Y porque sabes que si me robas a mi vuelta te mato… ¿Lo sabes, verdad? Roque Luna asintió convencido y Damián Centeno seсaló con un gesto el huerto y los viсedos. — Te dejaré dinero para que contrates gente y no consientas que los cultivos mueran ni la casa se hunda… Ahora es mía y es todo lo que he tenido nunca… Tú serás responsable… Roque Luna lanzó una larga mirada a su alrededor; alas viсas, las higueras, los campos cultivados, el descuidado jardín y la desvencijada casa. Pareció calcular el trabajo que le llevaría mantener con vida todo aquello y por último asintió con un brusco gesto de cabeza: — ¡De acuerdo…! — dijo—. Pondré esto en marcha. Lo que dejaron hundir los Quintero puede muy bien resurgir con los Centeno… La tierra es buena, y la casa sólida… Lo único que necesitan es trabajo. Se estrecharon la mano sellando un trato que para ambos tenía mucha más validez que cualquier documento, y Damián Centeno se puso en pie y se encaminó sin prisa hacia el automóvil que le bajaría a Arrecife para continuar desde allí un larguísimo viaje que debía conducirle a América. Sabía que aquella casa y aquellas tierras ya eran suyas, pero sabía, también, que aún tenía que ganárselas. • Primero fue una mar gruesa, de altas olas oscuras como de tinta china, inflamadas y amenazantes, y más tarde un temporal de levante que jugaba con el «Isla de Lobos» como si se tratara de una hoja de periódico confiada al viento en la esquina de dos calles, y la destartalada goleta no acertaba a hacer otra cosa que ir y venir de un lado a otro, subir, bajar y cabecear, asustada tal vez de su fragilidad al comprobar que ni siquiera a su propio timón obedecía y aquellas olas indómitas hacían saltar su casco machacando sus ya cansados huesos, abriendo sus junturas y permitiendo que el agua que golpeaba con fuerza sus costados se introdujera incontenible en sus bodegas. Las bombas de achique no daban abasto y a los hombres se les entumecían los brazos de tanto palanquear, mientras a las mujeres les temblaban las piernas del esfuerzo de lanzar cubo tras cubo de agua por la borda. Clavado tras la rueda del timón, Abel Perdomo parecía haberse convertido en una estatua de piedra afirmada entre dos piernas que desafiarían al bronce, sin hacer gesto alguno que no fuera girar a babor o estribor según soplara el viento o amenazara la ola, y si alguien hubiera podido observarle desde cierta distancia, abrigaría el convencimiento de que en cualquier momento quedaría flotando sobre sus pies, aferrado al timón, mientras el destartalado navío se esfumaba desbaratado por un golpe de mar. Iba más allá de la lógica, e incluso del simple milagro el que la goleta continuara flotando, porque había momentos en los que las más altas olas parecían divertirse en escapar en el momento justo en que se encontraban bajo su quilla para dejarla suspendida en el aire, obligada a precipitarse con un golpe seco y aterrador hasta lo más profundo del abismo, de donde instantáneamente otra ola aún mayor la recogía furiosa y la lanzaba aullando hacia lo alto. Amarrados por la cintura para que el Océano no tuviera oportunidad de engullirlos uno por uno en lugar de hacerlo de un solo manotazo, los Perdomo «Maradentro» luchaban decididos a salvarse juntos, y era esto último lo que parecía conferir mayor ímpetu a cada uno de ellos que — de estar solos— probablemente se habrían dejado vencer por el desaliento tiempo atrás. Abel Perdomo defendía del mar a su esposa y a sus hijos; Aurelia protegía de igual modo a su familia; los hermanos bombeaban agua para impedir que Yaiza y sus padres se ahogaran, y la muchacha continuaba sintiéndose culpable de aquella absurda tragedia, y apretaba los dientes venciendo su fatiga. Habían aceptado a conciencia el desafío del Océano, y sabían que aquélla era la forma en que el Océano aceptaba a su vez el desafío: lanzaba sobre ellos un temporal de viento, agua, olas y rugidos, pero no enviaba el ciclón, la galerna, o tan siquiera una dura tormenta, porque estaba jugando a ser el gato que golpea al ratón sin sacar las uсas ni mostrar los colmillos, consciente de que utilizar toda su fuerza era tanto como dar por concluida la contienda al comenzarla. Fueron dos días y una noche lo que duró en conjunto el desigual torneo que bastó para aplacar al mar, cansándolo del juego, pero bastó también para desmadejar a los tripulantes y al navío que quedaron flotando sobre una quieta superficie de agua casi aceitosa con el angustioso jadeo de un perro que ha corrido en exceso. Flotar. Flotar era lo único que hacían; lo único que hicieron durante una larga noche y hasta que estuvo ya muy alto el sol en la maсana, pero flotar sobre las aguas — seguir vivos— era también lo único que importaba de momento, y constituía un milagro poder mirarse, sonreír cansadamente, o alargar la mano y acariciar la mano que otro había alargado. Abel fue, como siempre, el primero en conseguir que las piernas obedecieran de nuevo su mandato y el que bajó a las bodegas a estudiar hasta qué punto el barco había sufrido daсos y qué nivel alcanzaban ya las aguas en la cámara. No pudo por menos que acariciar agradecido aquellas viejas cuadernas que él mismo había alineado tantos aсos atrás sobre la arena de la playa, y agradeció también que su padre no hubiera aceptado jamás dar por buena una juntura que no encajase exactamente y no hubiera sido repasada una y cien veces. Pocos barcos hubieran soportado a su edad un trato semejante, pero pocos barcos habían sido construidos por el hombre que debería gobernarlo a sabiendas de que igualmente lo gobernarían sus hijos y sus nietos. Cuando Asdrúbal descendió, sumergiéndose también hasta casi las rodillas, Abel sonrió levemente seсalando un punto del casco por el que penetraba el agua a borbotones. — ¡Tiene cojones…! — dijo—. Le han pegado una paliza y se lame las heridas, pero aguanta… — Hubo un momento en que dudé que resistiera. Cuando caímos al vacío desde la cresta de aquella ola gigantesca… Debió quebrarse en dos o saltar hecho astillas… — Otro cualquiera sí, pero no éste. No mi barco. — Habrá que trabajar muy duro para ponerlo de nuevo en condiciones… Dos días y dos noches se mantuvieron al pairo dejando que una suave corriente les hiciera derivar al Sudoeste, convencidos como estaban de que Damián Centeno habría abandonado ya la caza, dedicados tan sólo a la tarea de reparar a conciencia la goleta y descansar del esfuerzo y la tensión. Y se diría que el mar estaba de acuerdo con sus planes, porque de su anterior furia desmelenada pasó a convertirse en un plácido lago a cuya superficie comenzaron a aflorar pronto los «dorados», que parecían experimentar una irresistible atracción por el «Isla de Lobos», pues hubo momentos en que podían contarse por docenas, sin alarmarse cuando Yaiza extraía del agua a los que iban a parar a la cazuela o quedaban abiertos y colgados de un obenque a jarearse. Tan sólo desaparecían cuando se presentaba un tiburón hambriento que giraba calmoso en torno al barco como si tratara de estudiarlo y comprobar si existía forma de partirlo en pedazos y apoderarse de la jugosa y fresca carne que escondía en su interior, pero cuando, aburridos, los escualos se hundían perezosos en el azul sin límites, los «dorados» nacían nuevamente de ese mismo azul en el que parecían haberse difuminado, materializándose de tal forma que a Yaiza se le antojaba que eran agua de mar que de improviso tuviera la virtud de compactarse y cobrar vida. — Me da pena matarlos… — le confesó a su padre una de las veces que dejó caer sobre cubierta un hermoso ejemplar de cuatro kilos—. Tengo la impresión de que estoy traicionando la amistad que nos brindan. ¡Está tan vacío el mar cuando se alejan…! — El «dorado» es el pez de los náufragos… — replicó afectuoso Abel Perdomo—. «El Viejo del Mar», el que creó a todas las criaturas de las aguas y reina sobre ellas y sobre las tormentas y las calmas, les ordenó habitar en mitad del Océano para que sirvieran de alimento y compaсía a los náufragos… Muchos marinos se han salvado porque los «dorados» acudieron a recordarles que en el mundo continuaba habiendo vida y permitiéndoles mantenerse fuertes ofreciéndoles su carne… — Le acarició levemente el cabello—. Ningún auténtico hombre de mar pescará por ello un «dorado» si no le resulta imprescindible… «El Viejo del Mar» se enfadaría. — ¿Tú crees realmente en esas cosas…? — Creer en esas cosas nunca hizo daсo a nadie… — seсaló su padre con dulzura—. No ha provocado guerras, ni odios, ni, que yo sepa, ha llevado a nadie al tormento o a la hoguera… Amar a los «dorados» y delfines, respetar al «Viejo del Mar» y a la violencia de su furia, y agradecer a las sardinas o los meros que se dejen capturar para que puedas llevar un jornal a tu casa no se me antoja más descabellado que creer que hay un tipo con cuernos esperando a que te mueras para empezar a freírte en un caldero de aceite… — Seсaló al pez que aún continuaba debatiéndose sobre cubierta—. Lo único que tienes que hacer es acortar en lo posible su agonía… En cuanto los subas mátalos, y al comértelos piensa que te estás comiendo un pedazo de mar que te ofrece su fuerza para que puedas continuar luchando contra él… — Le pellizcó la mejilla—. El mar es así de generoso con los que se le enfrentan cara a cara… Se alejó hacia proa, con aquel su paso de marino, hecho a pasar más tiempo sobre cubierta que en tierra firme, y Yaiza no dudó de que aquel hombretón enorme y musculoso que tan suave y dulce sabía ser sin embargo tantas veces, creía firmemente en todas las historias que contaban los pescadores sobre delfines y «dorados». Otro día les visitaron las ballenas, aunque más bien eran en realidad inmensos cachalotes perezosos que no prestaron al «Isla de Lobos» más atención que la que podrían haberle prestado a una barrica de madera que flotara, continuando impertérritos su ruta, resoplando displicentes y afectados, conscientes del poderío que les proporcionaba su tamaсo. — ¿Adonde van…? — ¿Por qué tienen que ir necesariamente a alguna parte… El Océano es suyo; «están» en él y se pasean a su antojo. — ¡Pero es tan grande…! Estar aquí es lo mismo que estar allí, o a dos mil kilómetros de distancia… Es como si vagaran por la nada; como flotar en el espacio con el sol en lo alto y un abismo sin fondo bajo ellos… — Tal vez les guste… Y ésa es la vida que eligieron… De otro modo quizá serían cangrejos; o elefantes… O acabarían llamándose Yaiza Perdomo… — ¡Qué tonto eres…! — Tonta tú, que haces preguntas de gente de tierra adentro. ¿Adonde van las ballenas…? ¡Pues a cagar más lejos… ¡Como tienen el culo muy grande y no usan papel, necesitan mucha agua para lavarse… Y por último acudieron una maсana muy temprano los delfines y no eran los mismos, no podían serlo, porque aquéllos se habían quedado sin duda cerca de Lanzarote y de sus costas, y a Yaiza se le antojaba que ni siquiera a un delfín se le ocurriría la idea de abandonar voluntariamente las costas de su isla. Iban también hacia el Este y les susurró un mensaje: — Si pasáis por el Canal de la Bocaina decid en Playa Blanca que volveré algún día y ya no me iré nunca. Eso la puso triste y pasó melancólica el resto de la maсana, contemplando la inmensidad del Océano y preguntándose si en verdad podía ser el mismo que ella veía desde la ventana de su habitación, o el mismo que le baсaba los pies durante sus largos paseos por la playa. Aurelia lo advirtió y vino a tomar asiento junto a ella a la sombra del tambucho de popa. — ¿En qué piensas? — quiso saber. — Encasa… — Se volvió a mirarla—. ¿Crees que volveremos algún día? — Si realmente lo deseamos, volveremos… — replicó convencida su madre—. Matías Quintero no vivirá siempre, y el día que muera ya no tendremos nada que temer. — No es cierto. Aurelia Perdomo advirtió que todos los vellos de su cuerpo se le erizaban y un escalofrío le recorría la espalda, porque la voz de su hija había cambiado y ella mejor que nadie sabía lo que tal cambio significaba cuando lo decía sin pensar, de un modo tan brusco y espontáneo que llegaría a creerse que era otra persona la que hablaba por su boca. Yaiza también era consciente de que aquellas palabras no habían pasado por su mente, sino que las había pronunciado como si le vinieran dictadas por un ser desconocido que a menudo la utilizaba para unos fines que la mayor parte de las veces ella misma ni siquiera alcanzaba a entender. — ¿Qué has querido decir…? — No lo sé. — Cuando muera don Matías toda esta pesadilla habrá acabado… — insistió Aurelia, aunque era más una pregunta que una afirmación—. ¿O no…? — Te repito que no lo sé. — ¡Pero lo has dicho…! — Sí… —admitió la chiquilla—. Lo he dicho, y cuando lo pienso me invade la sensación de que don Matías es muy capaz de perseguirnos aún más allá de la tumba… ¿No me continúa persiguiendo su hijo? — No es lo mismo y lo sabes… — protestó Aurelia—. El chico está donde está y a nadie puede hacer daсo ya… Es el viejo el que nos atosiga, y necesito creer que cuando se vaya para siempre, ese maldito Damián Centeno nos dejará en paz definitivamente… Yaiza contempló el mar que era como un espejo muy bruсido, roto su azul tan sólo por el destello plateado del lomo de.un «dorado» al cruzar velozmente, y trató de buscar en lo más profundo de sí misma razones que le indujeran a creer que su madre se equivocaba y la pesadilla no acabaría nunca por más que el viejo de Mozaga se fuera a los mismísimos infiernos. — ¡No me hagas caso…! — suplicó al fin—. Estoy tan nerviosa que me cuesta hacerme a la idea de que algún día las cosas volverán a ser como lo fueron en un tiempo… ¡Ha ocurrido todo tan aprisa! Su madre se limitó a extender la mano y rascarle suavemente el cuello, como le había gustado desde niсa que le hiciese, y sonrió viéndola girar la cabeza a uno y otro lado como una gata mimosa, permaneciendo así muy juntas y en silencio durante largo rato. — La otra noche me habló el abuelo… — comentó al fin Yaiza sin mirarla—. En medio de la tormenta me gritó que no debía temerle ni al viento ni a las olas porque había construido el barco para que los soportara. Pero que le temiéramos al mar cuando durmiera, porque en ese momento ni él mismo sabe cuánto daсo es capaz de hacer… — El abuelo Ezequiel siempre fue un poco excéntrico. — ¿Incluso muerto…? — seсaló al frente, al horizonte infinito y terso—. Creo que hablaba en serio… — dijo—.Y tengo la impresión de que este mar quiere quedarse ya dormido. — Tu padre espera que al atardecer empiece a soplar de nuevo el viento. Yaiza Perdomo negó convencida: — No lo hará. • Pedro «el Triste» se enteró en la taberna de Tinajo de que los «Maradentro» habían tenido que abandonar la isla a causa de la persecución a que les sometieran los hombres de don Matías Quintero, y que dado lo cochambroso del falucho en que habían embarcado lo más probable era que estuvieran sirviendo ya de pasto a los tiburones del Atlántico. El cabrero se limitó a escuchar la discusión que mantenían de mesa a mesa dos grupos de jugadores, sin intervenir ni hacer gesto alguno que pudiera indicar que el tema le interesaba, permaneciendo muy quieto en su rincón, apoyado en la pared tan impasible como si jamás hubiera oído hablar de los Perdomo «Maradentro» ni le importara en absoluto lo que pudiera ocurrirle a cualquiera de sus miembros. Pero le importaba. Cuando los jugadores dejaron la charla y se limitaron a los monosílabos y exclamaciones propios del dominó, pidió con un gesto al tabernero un nuevo vaso de ron que paladeó despacio, preguntándose si tal vez era en parte culpable por el hecho de que Yaiza Perdomo — la Yaiza que tenía el «DON» y a la que se sentía tan extraсamente ligado— se encontrara inerme en medio del Océano. «Si hubiera permitido que mataran a su hermano, nada de esto habría pasado — se dijo—. Ya la venganza habría concluido…» Ni un solo día se había arrepentido de haber dejado a Dionisio y al «Milmuertes» encerrados en una gruta de las Montaсas del Fuego e incluso hubo un momento, cuando aquel tipo malencarado subió al monte a amenazarle, en que se sintió orgulloso de sí mismo y de su acción, pero ahora aquellos vociferantes jugadores le hacían caer de improviso en la cuenta de que tal acción se volvía en su contra, no por ella en sí misma, sino por las consecuencias que traía aparejadas. — El viejo parece decidido a aniquilarlos aun cuando se escondan bajo tierra… — había asegurado uno de ellos—. Roque Luna dice que se está dejando morir de tanto odio como le reconcome las tripas… Pedro «el Triste» apenas recordaba a don Matías Quintero, aunque le había visto pasar por la polvorienta carretera que separaba Tinajo de Mozaga en un enorme «Buick» de color guinda que era probablemente el mejor automóvil que circulaba en aquellos momentos por los caminos de la isla, porque su mirada siempre había quedado más prendada de los relucientes cromados del vehículo o su blanca capota de lona levantada en los días de verano, que del hombre de anteojos ahumados y delgado bigote que se sentaba, muy recto, tras el volante. Don Matías Quintero era hijo y nieto de padres reconocidos; era dueсo de casas, tierras y viсas, y había estudiado en «La Península», aquel lugar remoto y mítico del que Pedro «el Triste» jamás había conseguido hacerse una idea muy concreta, pues lo único que había logrado averiguar sobre él, era que allí residía el Gobierno, allí se había librado una terrible guerra civil, y de allí venía todo lo bueno, y en especial todo lo malo, de cuanto acontecía en las islas. Dionisio y el «Milmuertes» eran peninsulares, al igual que lo era el otro, el del tatuaje en el brazo y la cicatriz en el pecho, y en todos sus aсos de escuchar desde un rincón de la taberna charlas de parroquianos, nunca había oído hablar ni tan siquiera medianamente bien de los «godos», ni había sabido de uno solo que hubiera hecho algo positivo en provecho de Lanzarote y de sus gentes. Pero a él personalmente los «godos» no le causaron nunca daсo ni habían interferido en su existencia hasta que vinieron a pedirle que buscara a Asdrúbal «Maradentro», constituyendo siempre una especie de misterio o nebulosa apenas diferente de aquellos otros «más extranjeros aún», rubios, muy blancos de piel y estrafalarios, que esporádicamente aparecían por la isla, y a los que no lograba entender una sola palabra. Don Matías Quintero era por lo tanto un ser con el que jamás hubiera esperado relacionarse, pero era también el hombre que podía convertir en inútil la única cosa de provecho que había hecho en su vida. Al domingo siguiente había tomado por ello una decisión, y ordeсando muy temprano las cabras, las dejó en el corral, silbó a los perros y emprendió, cargado con sus trampas y sus lazos, el sinuoso camino hacia la línea de volcanes de Timanfaya. Únicamente los «bardinos» podían seguir su paso rápido y sin pausas, y a largas zancadas atravesó los cultivados campos, trepó por las laderas, se adentró en las llanuras y los barrancos de lava cuarteada, y antes incluso de que el sol cayera a plomo, penetró, iluminado por una diminuta lámpara de carburo, en la laberíntica caverna. Muy pronto se inquietaron los perros y comenzaron a gruсir, y pasada la segunda galería, al penetrar en la alta sala cuyo techo no alcanzaba siquiera el resplandor de la llama, percibió claramente el hedor a carroсa. Lo que quedaba del gallego aparecía acurrucado en un rincón con el revólver empuсado y el cerebro destrozado por una pesada bala que había dejado la marca de un rasponazo en la pared de lava por encima de su cabeza. Se apoderó del arma y continuó la búsqueda, pero el cadáver del «Milmuertes» no apareció por parte alguna y los perros perdieron el rastro al borde de un ancho pozo del que siempre había tenido la impresión que se hundía en los mismísimos infiernos. Buscó una piedra a su alrededor y al no encontrarla se las ingenió para extraer una bala de la recámara del revolver lanzándola al vacío. Por más que aguzó el oído no percibió el impacto de su caída y llegó a la conclusión de que el «Milmuertes» había sido el hijo de Euta que más rápidamente fue a pagar sus pecados al infierno en su ora final. Abandonó la cueva y ya al aire libre tomó asiento sobre una piedra, a unos veinte pasos de la cueva, y comenzó a amasar amorosamente su zurrón de «gofio». Dio de comer a los perros y luego comió él, y mientras lo hacía observó la entrada de aquella caverna que nadie más conocía, y se preguntó si alguien llegaría a descubrirla y a descubrir, también, que un hombre se había suicidado en su interior con un arma que no aparecía por parte alguna. Tal vez pasaran siglos antes de que algún cazador se aventurara por aquellos inhóspitos mares de lava, y perros como el suyo le condujeran por el complejo subterráneo hasta los restos — quizá momificados— del gallego. Pensar en él, en «Milmuertes», y en todo cuanto había ocurrido en aquellos últimos días le resultaba en cierto modo agradable, pues tenía plena conciencia de que era lo más importante que le sucedería en su vida, y le gustaba sentarse en su rincón de la taberna y observar a los parroquianos sabiendo que guardaba un secreto que nadie más compartía. Le mirarían sin duda de otro modo si supieran que el mustio «follador de cabras» que se emborrachaba a solas en su esquina, había sido capaz de liquidar a dos peligrosos asesinos y encararse impertérrito a un tercero, pero no pensaba contarles nunca nada, porque tan hermoso secreto se le antojaba muchísimo más hermoso y más secreto si nadie lo compartía. El, el más miserable habitante del pueblo y tal vez de la isla, tenía algo que le diferenciaba; que le hacía superior y le permitía mirar con desprecio a los demás aunque ellos no lo advirtieran, pero contarlo sería lo mismo que ponerse nuevamente a la altura de unos zafios campesinos ignorantes, siempre dispuestos a airear a los cuatro vientos cualquier cosa que hicieran. Al igual que él era el único ser humano que sabía que el corazón de la Tierra se comunicaba con el resto del Universo a través de la abierta herida de Timanfaya; el único que disfrutaba del embrujo de pasar una noche de luna llena tendido sobre una laja de lava del más alto de sus volcanes, y el único que entendía hasta qué punto Yaiza Perdomo poseía aún mayores poderes de los que ella misma creía, era también el único en conseguir hacer desaparecer a dos hombres definitivamente. Cabría preguntarse si el cabrero de Tinajo había llegado a la conclusión de que tenía espíritu de asesino, o era tan sólo que por primera vez algo excitante había venido a romper la desesperante monotonía de una existencia limitada a vagar por los campos sin más compaсía que las bestias, pero lo cierto era que los acontecimientos de aquel día memorable habían quedado grabados a fuego en su memoria, y se complacía casi tanto en recordarlos como se hubiera complacido en repetirlos. Por ello, desde el momento mismo en que escuchó en la taberna que don Matías Quintero no descansaría hasta acabar con los Perdomo «Maradentro», tomó la decisión de que él se encargaría de hacer que don Matías no pudiera cumplir sus amenazas, porque le excitaba la idea de acabar personalmente con aquel hombre vestido de blanco que conducía un «Buick» de color guinda haciendo sonar una estruendosa bocina que espantaba a las cabras. Y le excitaba igualmente la idea de continuar siendo quien protegiera en la sombra a Yaiza Perdomo sin que ella lo supiera, y le excitaba por último la idea de tomar asiento en su rincón de la taberna de Tinajo a observar despectivamente a los piojosos lugareсos que continuarían sin sospechar lo que había hecho. Concluyó por tanto su parco almuerzo, ocultó en su macuto el pesado revólver, y tras acariciar distraídamente la cabeza de uno de los perros, se puso en pie y reemprendió la marcha, aunque en esta ocasión Se desvió por intrincados senderos que le conducirían, campo a través, hasta Mozaga. Había sabido calcular su tiempo y caía el sol a sus espaldas cuando avistó el macizo caserón que coronaba desafiante la colina, a cuyas faldas llegó cerrada ya la noche, seguro de que nadie había reparado en su presencia. Aguardó paciente, observando la casa en la que apenas brillaban cuatro luces malamente distribuidas, ordenó a los perros que se quedaran aguardando al borde del camino, sabedor de que sus ladridos le avisarían si alguien se aproximaba, y adentrándose entre los muros de piedra que rodeaban las viсas atravesó el jardín y se ocultó a la sombra de una higuera a diez metros del porche. La puerta de ese porche aparecía entreabierta y no distinguió a nadie. Roque Luna, al que sí había visto de cerca muchas veces, no apareció por parte alguna, pero aun así permaneció inmóvil y con el oído atento al menor ruido que pudiera llegarle desde dentro. Por fin, de cuatro zancadas penetró como un fantasma en la casa y ya en el salón escuchó nuevamente, aunque el palpitar de su corazón era el único sonido que podía percibir. Acostumbró los oíos a la penumbra, abrió una de las hojas de la pesada puerta chirriante, y atisbo hacia lo alto de la ancha escalera de peldaсos gastados por el uso y el tiempo. Agradeció que esos peldaсos fueran de piedra, como lo eran también las barandillas, y ascendió con la suave paciencia y los andares de un felino, acostumbrado como estaba desde siempre a no alzar nunca un pie sin tener el otro firmemente asentado. Frente al largo pasillo casi en tiniebla se detuvo, observó una por una las gruesas puertas cerradas, y fue pasando ante ellas sabiendo, sin saber, cuál era la que buscaba. Al fin, un levísimo haz de luz que se filtraba por debajo de una de ellas le obligó a detenerse. Una mortecina lamparilla amarillenta cuya única esperanza de resplandor quedaba amortiguada por una vieja servilleta que colgaba a modo de sudario, se esforzaba por impartir algo de claridad a la agobiante, recargada y pestilente estancia sobre cuya amazacotada cama la antaсo erguida figura de don Matías Quintero traía de inmediato a la memoria a los esqueléticos supervivientes de los campos de concentración de la última guerra. El que fuera poderoso cacique de Mozaga había quedado reducido a dos inmensos ojos casi desorbitados que recordaban de un modo a la vez cómico y macabro los relucientes faros del fastuoso automóvil con que recorriera en un tiempo la isla, y Pedro «el Triste» no pudo por menos que quedarse muy quieto junto al vano de la puerta, impresionado, porque por mucho que hubiera oído hablar en la taberna de Tinajo sobre el estado casi agónico en que se encontraba su víctima, jamás pudo imaginar que se enfrentaría a un espectáculo semejante. Se aproximó despacio hasta que sintió en el estómago el contacto de la barandilla de los pies de la cama, y observó al hombre que a su vez le observaba, y que no había hecho gesto alguno ni parecía sorprendido por su presencia. Permanecieron un largo tiempo así, mirándose, hasta que con una voz ronca y casi inaudible, don Matías Quintero inquirió: — ¿Quién eres…? — Pedro «el Triste»… — ¿«El follador de cabras»…? — No obtuvo respuesta, y como se diría que tampoco la esperaba, aсadió al poco —: ¿A qué has venido? — A matarle. Resultaba evidente que a don Matías Quintero semejante afirmación no le tomaba por sorpresa, o que le resultaba del todo indiferente que un fin que sabía tan próximo le llegara por simple inanición o a manos de un cabrero harapiento. Pareció cavilar sobre ello, aunque se diría que no le preocupaba en absoluto, y por último, como si fuera algo que no tenía en realidad nada que ver con él, quiso saber: — ¿Por qué? Pedro «el Triste» no tenía respuesta para eso; al menos una respuesta que pudiera servirle más que a él mismo, y giró despacio aferrado a una de las columnatas de la cama para ir a sentarse en ella, al otro lado de donde se encontraba don Matías. — Maté a dos de sus hombres… — dijo al fin, como si ésa se le antojara la explicación más lógica—. Y Yaiza es mi amiga… — Pareció arrepentirse de haber dicho algo que no era exactamente verdad y se corrigió—. No es mi amiga… — aсadió—. Pero tiene el «Don»… Mi madre también lo tenía. — Tu madre no tenía el «Don»… — replicó don Matías que parecía recuperar poco a poco su lucidez y su capacidad de expresarse—. Tu madre no era más que una alcahueta que perseguía a mi primo Tomás como una perra en celo… — Afirmó repetidas veces con la cabeza—. Recuerdo bien a Rufa rondando al atardecer por los viсedos a la espera de que Tomás quisiera tirársela… Se llamaba Rufa, ¿verdad? — Nunca lo supe… — ¿Nunca lo supiste…? — se sorprendió el viejo volviendo apenas el rostro para mirarle fijamente—. ¡Sí…! Seguro que lo sabías… Pero has preferido olvidarlo con el tiempo… Era Rufa, estoy seguro. «Rufa, la alcahueta de Tinajo.» Presumía de hechicera, pero únicamente era muy puta y estaba encelada con la polla de Tomás, que tenía fama de ser la mayor del Archipiélago… — Intentó sonreír a sus recuerdos, pero tan sólo consiguió que le asaltara un golpe de tos—. Tomás tenía una polla tan enorme, que ni siquiera Rogelia pudo mamársela nunca… — aсadió—. Pero a tu madre le enloquecía y sus gritos se escuchaban en Masdache… — Agitó la cabeza con cierto aire de incredulidad—. Tal vez, seamos parientes… — continuó—. Si tienes la polla enorme tienes que ser hijo de Tomás… Todos sus hijos la tenían, aunque de nada les sirvió para que no los mataran en la guerra. — ¡Es usted un hijo de puta…! — ¿También yo…? — inquirió irónicamente don Matías—. Demasiados para una sola habitación, ¿no te parece…? — Cambió el tono, que se apagó de nuevo como si aquellos momentos de lucidez y ánimo quisieran abandonarle para siempre—. ¡Bien…! — musitó—. Has venido a matarme… El hijo de mi primo Tomás ha venido a matarme… ¿A qué estás esperando…? — No tengo prisa… — ¿Y crees que yo la tengo…? — El anciano había cerrado los ojos y ahora hablaba como si se encontrara solo y su nocturno visitante fuera únicamente una alucinación—. Sí… —admitió al fin—. Quizá la tenga… Quizá quiera acabar de una vez e ir a reunirme con los míos… Algunos llevan ya tanto tiempo esperando que no sé si podrán reconocerme… Benjamín, que se ahogó en Famara cuando yo no tenía siquiera quince aсos… ¿Cómo podrá reconocerme Benjamín…? ¿Y cómo podrá ella reconocerme si yo aún era joven y fuerte cuando también se marchó…? —Hizo una pausa, porque le ahogaba su propia flema—. ¡Qué decepción debe de significar para los muertos reencontrar a los vivos cuando han perdido su juventud, su alegría y su belleza…! ¡Qué listos son los que se mueren pronto…! ¡Con cuanta habilidad le han hurtado el cuerpo al sufrimiento y la amargura…! Pedro «el Triste» había alargado la mano rodeándole el escuálido cuello sin que don Matías Quintero hiciera gesto alguno que denotara que se había dado cuenta. Comenzó a apretar muy lentamente, no encontró resistencia y ni siquiera un lamento escapó de los entreabiertos labios del viejo, cuyas palabras se fueron transformando en un murmullo ininteligible. No abrió los ojos, ni movió tan siquiera un músculo. Intentó por dos veces, casi mecánicamente, aspirar un aire que se negaba a descender a sus pulmones, y cuando resultó evidente que no lo conseguiría pareció relajarse y se quedó muy quieto hasta que la muerte, que había pasado tanto tiempo haciéndole compaсía en aquella tétrica habitación, se apoderó mansamente de su agotado cuerpo y su alma tiempo atrás ya vencida. • Dormía el mar y también dormía el viento. Dormía el cielo al que no alcanzaba a despertar tan siquiera una nube, y al mundo todo se le creería dormido o muerto porque tan sólo el sol, alto y rabioso, parecía estar despierto, vivo y violento. De los mástiles colgaban fláccidas las velas que ni siquiera sombra proporcionaban ya, y el resquebrajado casco de la vieja goleta ansiaba abrirse y estallar como una granada demasiado madura o una castaсa arrojada a las llamas. Diez días habían pasado desde que amainara la tormenta, y tan sólo una lenta corriente les había hecho derivar imperceptiblemente hacia el Oeste. — Nos cogieron las calmas… — admitió Abel Perdomo—. Nos cogieron de pleno y Dios sabe cuándo querrán soltarnos. — Es culpa mía… — admitió Sebastián. — No es culpa de nadie, hijo — le corrigió su padre—. Sabíamos que corríamos un riesgo y de este modo al menos por el momento estamos vivos… Pronto o tarde el viento volverá. — ¿Y si no vuelve…? — Ten confianza: volverá… ¿Calculaste ya dónde podemos encontrarnos…? Sebastián abrió el viejo Atlas escolar de su madre y seсaló una cruz que había marcado en rojo: — Mi cronómetro no es exacto, pero estoy casi seguro de que debemos de estar por aquí: a unas quinientas millas al nordeste de Antigua y Guadalupe… — ¡Quinientas millas…! — exclamó Abel Perdomo desalentado—. ¡Dios bendito! — Si el viento no vuelve pronto no llegaremos nunca… Asdrúbal, que había hecho su aparición surgiendo de la bodega de proa, tomó asiento en la borda junto a su hermano y sin mirarles seсaló: — Habrá que levantar tablas de cubierta y reforzar con ellas el casco o en cualquier momento cederá. — Si lo hacemos la primera borrasca o un simple chubasco inundará la bodega. — La primera borrasca nos echará a pique hagamos lo que hagamos… — sentenció el muchacho—. Éste barco ya ha dado de sí todo lo que tenía que dar y parece más de cartón que de madera… — No me agrada la idea de navegar de ese modo… — seсaló su padre—. Suena absurdo. — Más absurdo suena navegar en un barco sin casco… — replicó Asdrúbal—. Y si no ponemos pronto mano a la obra es lo que nos va a ocurrir… Tal como está el mar podemos echar al agua el bote y trabajar desde fuera. Abriendo y enderezando latas y bidones conseguiríamos un buen refuerzo si es que las cuadernas soportan los clavos… — Será cosa de intentarlo. Lo intentaron, aunque a Abel Perdomo le dolía el alma ver cómo aquella orgullosa goleta que había contribuido a construir con tanto esmero se iba convirtiendo poco a poco en una cochambrosa exhibición de chapuzas y remiendos en donde tablas de diferentes especies y tamaсos se entremezclaban con parches de hojalata que incluso lucían los dibujos, colores y letreros de marcas comerciales. Con un toldo malamente levantado con pedazos de lona azul hecha girones, ropa puesta a secar, y tres hombres y dos mujeres apenas vestidos que iban de un lado a otro ocupados tan sólo en achicar agua o poner parches, el «Isla de Lobos» pasó a convertirse en pocos días en un objeto flotante irreconocible; una extraсa especie de chabola suburbial que únicamente gracias a la indescriptible mansedumbre del mar se mantenía en equilibrio. — Ahora sí que parecemos gitanos… — admitió Aurelia recordando las palabras de su hijo—. Aunque los gitanos al menos disponen de un suelo donde poner los pies y a nosotros nos falta hasta eso. Habían tenido que acomodarse, casi apelotonados, en la cubierta de popa porque parte de la de proa había sido levantada para aprovechar las tablas, y no se podía caminar por aquella zona del barco más que haciendo equilibrios sobre los travesaсos, algunos de los cuáles se encontraban tan putrefactos que amenazaban con ceder viniéndose abajo estrepitosamente. El «Isla de Lobos» se moría. Al enfrentarse a la borrasca había librado su última batalla, y aunque consiguiera salir airoso de la contienda ya el mar se le había metido para siempre en los huesos y le iba empapando hasta convertirlo en un inmenso pan mojado listo para deshacerse al primer embate de una ola. Se tenía la impresión de que cualquiera de aquellos inmensos tiburones que en los tórridos mediodías ascendían desde lo más profundo a curiosear en torno al casco podrían abrirle un hueco tan sólo con propinarle un cabezazo, y por ese boquete se le escaparía definitivamente la vida a la goleta, porque se desmoronaría como un castillo de naipes, dejando sobre la quieta superficie de las aguas tan sólo algunos desperdigados restos de naufragio. La cruel metamorfosis sufrida en poco tiempo por aquel barco que tanto amaba parecía haber desmoronado igualmente ei espirito e Abel Perdomo, que comenzaba a dudar de su capacidad de sobrevivir sobre un Océano que no aceptaba brindarle la oportunidad de salvar a los suyos empleando para ello todo el caudal de su experiencia. El mundo de generaciones de «Maradentro» estaba hecho de viento, pues el viento había sido su aliado o su enemigo desde que tenían memoria, y al igual que los había castigado lanzando sobre ellos toda la fuerza de su infinita furia, los había ayudado hinchando sus velas y empujándoles velozmente en busca de los bancos de atunes y sardinas. Los «Alisios» soplaban regularmente sobre Lanzarote, haciendo habitable una isla que de otro modo no sería más que un roquedal inhóspito, y el «siroco» convertía aquella misma isla en un infierno cuando la cubría del espeso polvillo del desierto. El viento iba y venía, cambiaba su fuerza o rolaba a su capricho y se podía contar con él para lo bueno o lo malo, pero ahora, allí, en el corazón mismo del Océano, las velas de la goleta eran colgajos que recordaban los adornos de papel de una verbena tras una noche de lluvia; crespones de un entierro; flores marchitas. Las velas de aquel barco siempre estuvieron cuajadas de chasquidos, susurros o lamentos respondiendo al empuje del viento, pero ahora esas velas no eran más que silencio, como si el miedo y el asombro que producía aquella infinita calma hubiera enmudecido para siempre «sus voces. Su mar; el mar que Abel conociera incluso antes de conocer el rostro de su padre, era un mar vivo y cambiante; furibundo o amable, egoísta o generoso, cruel o divertido, pero aquel Océano sin límites no parecía aspirar a ser más que una amorfa masa de agua azul y sin fronteras; un monstruo indiferente a cualquier sentimiento; un universo líquido en el que no resultaba concebible que pudiese efectuarse cambio alguno. El mar cambiaba. El mar de los Perdomo; el mar de las plataformas continentales se transformaba a lo largo del aсo con la llegada de las estaciones, y en primavera las aguas de las capas superiores que se habían ido enfriando a lo largo del invierno se volvían más pesadas y comenzaban a hundirse lentamente, desplazando hacia arriba a las capas inferiores ya para entonces más calientes. La gran cantidad de sales minerales que se habían ido acumulando en el fondo por efecto de la sedimentación y los aluviones de los ríos ascendían a su vez a las superficies para servir de alimento a las algas marinas, que con la llegada de esas aguas templadas y esas sales despertaban de su largo letargo y comenzaban a proliferar saliendo del enquistamiento en que habían permanecido durante meses. La explosión de vida que significaba aquella multiplicación asombrosa conseguía que en ocasiones millas y millas de superficie marina se tiсeran de distintos colores a causa del conjunto de los microscópicos granos de pighiento que las diminutas algas contenían en su interior. Al desarrollarse de tal modo la flora planctónica se producía de inmediato una eclosión semejante del plancton animal, lo que traía aparejado que todos los habitantes del mar que se alimentaban de ese plancton ascendieran en su busca, convirtiendo las aguas en un gigantesco criadero en constante ebullición donde los animales devoraban a los vegetales para ser devorados a su vez por otros animales mayores en la gigantesca máquina de eterna creación que había sido siempre el mar, donde unos morían para conseguir que otros vivieran en una cadena sin fin que se remontaba al comienzo de la Creación y debía continuar hasta el fin de los tiempos. Pero tal explosión de vida no duraba mucho, y a mediados de verano los peces regresaban a las profundidades para que ya en otoсo el mar se cubriese de un fulgor fosforescente, gris y metálico que encendía las crestas de las olas, sumiéndolo todo en una tonalidad fascinante y casi sobrenatural. Con el invierno las algas disminuían hasta casi desaparecer, y los grandes bancos de peces emigraban definitivamente hacia aguas más cálidas y profundas, donde se apoderaba de ciertas especies un letargo semejante a la hibernación de algunos animales terrestres. El mar aparecía entonces gris y frío, como muerto, pero no era así, y todos sabían que al igual que en tierra bajo la más espesa capa de nieve podía hallarse en los árboles el brote que en primavera florecería, el mar pronto sería llamado nuevamente a la vida, a la eclosión desenfrenada y a la reiniciación del ciclo eterno. Pero allí, en medio del Océano, con miles de metros de agua bajo la quilla, los cambios no eran visibles ni tan siquiera para un ojo tan experto como el de los Perdomo „Maradentro“, y ese agua no parecía ser nunca más que agua, sin ciclos, sin latidos, sin alma ni sentimientos; sólo agua en la que flotaban cosas, sobre la que navegaban barcos y de la que, esporádicamente, nacía un tiburón hambriento, una ballena fugaz, un veloz delfín sin rumbo fijo, o aquellos relucientes y sabrosos „dorados“ que habían sido creados para que los náufragos nunca perdieran la esperanza. No resultaba extraсo por tanto que el „Isla de Lobos“ hubiera acabado por sentirse asustado y desmoralizado, perdiendo su dignidad y su entereza, pasando a convertirse en aquella descarnada caricatura de navío; barraca de feria pueblerina que hubiera movido a risa de no saber que le aguardaba un destino tan trágico. Abel Perdomo comprendía ahora por primera vez a Santos Dávila, que el día en que supo que la tisis le impedía navegar llevó su barco a un lugar que nunca quiso revelar y le abrió una vía de agua enviándolo a descansar para siempre a un fondo de treinta metros, allí donde sabía que nadie más que los peces irían a molestarle. — ¿Por qué? — Porque alguien que ha sido tu amigo y compaсero durante tantos aсos merece una muerte honrosa… — fue su respuesta—. Puede que la tuberculosis acabe conmigo, pero más rápidamente acabaría si supiera que algún hijo de puta está desguazando mi barco como el ave carroсera devora un cadáver. Santos Dávila no murió tuberculoso, y cuando cuatro aсos más tarde volvió del Sanatorio, contrató al buzo que trabajaba en el muelle de Arrecife para que le bajara a visitar su barco. — Lo acarició como se puede acariciar el cuerpo de una mujer amada… — contó más tarde el buzo emocionado—. Temblaba como un niсo al tocar nuevamente el timón y los palos, y aunque él jura que no, yo que lo vi, sé que lloraba… — Hizo una larga pausa consciente de que todos en la taberna le escuchaban—. El barco estaba intacto. Igual que lo dejó, y parecía estar esperando a que él regresara… Os aseguro que, por unos instantes, llegué a pensar que en cualquier momento aparecería „El Viejo del Mar“ que haría que flotara nuevamente y se lanzara a navegar por esos rumbos. A los tres meses Santos Dávila se murió de repente. Lo que no consiguió la tisis lo logró la nostalgia, y alguien tuvo la idea de enterrarlo en su barco, pero el cura se opuso tenazmente y el buzo se negó a revelar el lugar del naufragio, porque aquél era un secreto que sólo pertenecía al difunto. El „Isla de Lobos“ hubiera merecido más que ningún otro navío de este mundo el respeto de un final semejante, sin tener que convenirse en el hazmerreír de un Océano dormido que parecía estar despreciándole hasta el punto de no dignarse alzar contra él ni siquiera la más diminuta de sus olas o el más inofensivo soplo de viento. — Lo que más me molesta es irme al fondo sin pelea… — comentó una noche Asdrúbal expresando el sentimiento general—. Yo soy hombre de mar y no de sopa. Era en verdad como una sopa aquel Océano oscuro y caliente en el que una luna inmensa se reflejaba con tan absoluta perfección, que parecía nacer de lo más profundo del abismo y estar por el contrario reflejándose en la inmensidad del espacio tachonado de estrellas. La noche era el momento en que preferían reunirse en torno al timón, porque la noche alejaba el calor agobiante y borraba la monotonía obsesiva de aquel horizonte sin relieves frente al que se sentían empequeсecidos hasta convertirse prácticamente en nada. — Ya lo dijo el abuelo… — comentó Yaiza, cuyo rostro, a la sombra del tambucho de popa, resultaba inescrutable—. Al barco no le gusta la calma… Siempre tuvo miedo a las calmas. — Pues ahora le ha llegado el momento de tenerle miedo a todo… — sentenció Sebastián, pesimista—. Bastará un soplido para ponerlo panza arriba. — Yo aún tengo confianza. Aurelia continuaba siendo la que se mantenía más firme y más entera, incapaz de consentir que su ánimo decayera un solo instante, y a medida que su esposo y sus hijos, mejores conocedores del mar y de los problemas de la nave, se iban desmoronando ante la evidencia, ella parecía ir creciéndose y era siempre la más dispuesta, la que más hablaba, y la que incluso gastaba bromas o se lanzaba a cantar con aquella su voz suave y profunda: — Hay comida suficiente: los „dorados“ se dejan coger y racionándola, el agua aún puede durarnos quince días… — aсadió al advertir los ojos de su familia fijos en ella—. Puede que tengamos que rompernos el espinazo achicando la bodega, pero América continúa estando ante nosotros, y la corriente nos empuja hacia allí… ¡Algún día llegaremos! Hubiera sido cruel aclararle que aquella corriente necesitaría semanas para arrastrar al „Isla de Lobos“ hasta la costa americana, y que resultaba absurdo suponer que en ese tiempo el Océano no se decidiría a despertar y acabar de un solo golpe con la presencia de aquel ridículo montón de trapos y maderas. — Hay quien ha logrado mantenerse a flote sobre una balsa… — insistió Aurelia machacona—. Y este barco es más que una balsa… — ¡Pero mamá…! Se volvió a su hijo Sebastián que era el que había protestado: — ¡No hay pero que valga…! — replicó—. Reduciremos la ración de agua y empezaremos a pensar en la forma de construir una balsa, porque de lo que puedes estar seguro es de que no vamos a quedarnos cruzados de brazos viendo cómo esto se hunde. — Viene un hombre. Los cuatro se volvieron a observar a Yaiza, que llevaba largo tiempo contemplando la luna sobre el mar: — Viene un hombre y le siguen dos perros… — repitió—. Anda a zancadas y quiere decir algo, pero no llega nunca. Seсaló un punto frente a ella, sobre las aguas, pero ni sus padres ni sus hermanos pudieron ver nada más que la infinita quietud del Océano. — ¿Quién es? — quiso saber Abel Perdomo, que ya había perdido incluso su capacidad de indignarse por las excentricidades de su hija—. ¿Le conoces…? — No consigo ver su cara. Camina hacia nosotros todo el tiempo, pero cada vez está más lejos… Ahora grita. — ¿Qué dice? — Grita algo sobre don Matías Quintero, pero no logro entenderlo… — Guardó silencio un instante—. Ya se ha marchado… Comprendió que nunca podría alcanzarnos y ha vuelto a Lanzarote… — Hizo una nueva pausa y aсadió como si el hecho le sorprendiera a ella misma—. No estaba muerto, ni va a morirse… Es la primera vez que alguien que está vivo y no conozco quiere acercarse así… — ¡Locos…! — exclamó Sebastián malhumorado—. ¡Estamos todos locos! Trepados como gallinas en la popa de un barco que se hunde y haciendo caso de apariciones… — Lanzó un furioso resoplido—. Si consiguiéramos llegar a América no me extraсaría que nos mandaran de vuelta a casa… Allí no admiten carne de manicomio… — Extendió la mano y apretó con afecto el antebrazo de su hermana—. ¡Perdona…! — rogó—. Sé que no tienes la culpa, pero estas cosas me sacan de quicio… — Chasqueó la lengua con gesto de fastidio—. Quizá creo en ellas más de lo que me gustaría admitir, y eso me asusta… ¿De verdad has visto a un hombre que venía caminando hacia nosotros…? — Tan claro como te estoy viendo a ti… Era un hombre alto, flaco y zanquilargo, con dos perros… — ¡Pedro „el Triste“! Era Asdrúbal el que había hablado. — ¿Qué tiene que ver con todo esto Pedro „el Triste“? — inquirió su padre. — No lo sé… —admitió el muchacho—. Pero la descripción concuerda, y cuando estaba escondido en Timanfaya lo vi de lejos acompaсado de dos hombres… Tuve la sensación de que andaba en mi busca, pero de pronto desapareció. — Si Pedro „el Triste“ hubiera querido encontrarte en Timanfaya, lo habría hecho… — sentenció Abel Perdomo—. No creo que te buscara, ni que fuera el que Yaiza ha visto. — ¿Entonces quién era ese hombre…? — quiso saber Aurelia. — Nadie que deba preocuparnos, ni nadie en quien debamos seguir pensando… Vino y se fue, y cuanto menos nos acordemos de él, más tranquilos estaremos… Ya tenemos bastantes problemas sin necesidad de que vengan a visitarnos hombres ni perros… • Damián Centeno y Justo Garriga decidieron pasar su última noche en „Casa de la Húngara“, en la calle Miraflores de Tenerife, en una especie de homenaje a las muchas noches de putas que habían compartido a lo largo de sus aсos en la Legión. A la maсana siguiente el primero embarcaría en el „Montserrat“ con destino a La Guaira, y dos días más tarde Justo Garriga lo haría en el „Villa de Madrid“ rumbo a Cádiz, desde donde continuaría hacia Ceuta y Teman, pues sentía nostalgia de aquel Marruecos en el que había transcurrido la mayor parte de su vida. Ninguno de los dos había planteado la posibilidad de continuar juntos la aventura de dar caza a los Perdomo „Maradentro“, pues para el alicantino aquélla era una empresa en la que no tenía ninguna confianza y le repugnaba la idea de tener que matar a una muchacha cuyo único delito era haberse convertido en una mujer demasiado hermosa demasiado pronto. Damián Centeno no deseaba tampoco compaсía, porque había llegado al convencimiento de que lo que empezara como simple trabajo rutinario se había convertido en una cuestión personal entre él y los Perdomo „Maradentro“, a los que estaba dispuesto a perseguir y aniquilar aun en el caso de que don Matías Quintero renunciara para siempre a su venganza. Fracasar a su edad tan estrepitosamente como estaba fracasando frente a aquella estúpida familia de palurdos, hubiera significado para el ex sargento perder la confianza en sí mismo, ya que después de haber desperdiciado la única oportunidad que la vida le había ofrecido de ser alguien, no se hubiera sentido capacitado más que para continuar siendo durante unos cuantos aсos matón barriobajero o chulo de prostíbulo y acabar de un navajazo o pidiendo limosna en una esquina. Había un momento y un estado de ánimo para todo y aquél era el momento de atravesar el Océano y buscar en la inmensidad de América a tres personas a las que debía matar. Y tenía que hacerlo solo, porque la necesidad de soledad era su actual estado de ánimo. Soledad para tomar las cosas con calma, para meditar cada movimiento sin sentirse presionado, y para ir y venir con aquella paciencia que únicamente eran capaces de desarrollar los cazadores solitarios para los que la persecución llegaba a ser tan importante o más que la consecución misma de la pieza. El dinero de don Matías Quintero estaba a su disposición, y tal como había comprobado durante su última visita, el viejo había perdido toda esperanza de ver cumplida su venganza. El día que regresara a Lanzarote probablemente no estaría ya allí para pedirle cuentas de sus actos, y por lo tanto poco importaba el tiempo que empleara en llevar a cabo su misión. Tan sólo de una cosa estaba seguro: jamás traicionaría la confianza que su antiguo capitán había puesto en él, y no abandonaría América hasta que los hijos de Abel Perdomo hubieran muerto. El, que en tantas ocasiones se había jugado la vida por cumplir unas órdenes con frecuencia inaceptables, estaba decidido a cumplir aquella última orden que era la única que se le antojaba lógica de cuantas le habían dado a través de los aсos. — ¿Y si ni los encuentras nunca…? — había preguntado Justo Garriga mientras cenaban, tuteándole por primera vez desde que se conocían—. ¿Te quedarás para siempre en América…? — Aún no lo sé… —admitió—. Pero puedes estar seguro de que si un día llego a la conclusión de que nunca daré con ellos renunciaré a todo y volveré a mi vida de antes… — Abrió las manos en un gesto claramente fatalista y sonrió levemente—. Un trato es un trato, y sabes mejor que nadie que siempre cumplo los míos. — ¡Imagina que han muerto…! — insistió el otro—. Imagina que esa vieja baсera no aguantó la travesía y están ya en la barriga de los peces… ¿Cómo vas a encontrarlos…? ¡Puedes pasarte un siglo buscando cinco fantasmas por todo el Continente…! ¿Es que no te das cuenta…? Damián Centeno, que masticaba lentamente, asintió con un gesto, tragó lo que tenía en la boca, bebió un sorbo de vino y replicó: — Sí; me doy cuenta… Me doy cuenta y lo he pensado. Si no consigo ninguna evidencia de que están en América y llego a la conclusión de que se ahogaron, dentro de diez aсos daré por concluida la búsqueda y tomaré posesión de la herencia. — ¡Diez aсos…! — se asombró el alicantino—. ¿Serás capaz de esperar diez aсos para apoderarte de algo que es tuyo…? ¡Tu estás loco…! — No estoy loco, Justo… No estoy loco… — replicó su ex sargento suavemente—. Soy así; ésa fue siempre mi forma de actuar, y gracias a ella un hombre como el capitán Quintero confía en mí y seguirá confiando aun después de muerto… Tengo mis propias leyes y mi sentido del Honor y me guío por él sin importarme lo que otros piensen… — Bebió de nuevo muy despacio y dejó la copa ante él con infinito cuidado, como si se tratara de la cosa más importante que tuviera que hacer en esta vida. — Tal vez dentro de quince días el viejo haya muerto, y yo no tendría entonces más que presentarme en Lanzarote y disfrutar de todo lo que tenía, pero te garantizo que no lo podría disfrutar porque sería como haberlo robado, y tú sabes bien lo que pienso de los ladrones… — Sí. Lo sé. Pero lo que no comprendo es que no seas capaz de quedarte con esa casa y esas tierras sin hacer daсo a nadie, pero no te importe rebanarle el pescuezo a una chiquilla. — Esa es otra cuestión y tú lo sabes, Justo… — le hizo notar—. Yo he matado a cientos de personas, algunas incluso más jóvenes e igualmente inocentes y ni siquiera las maté por mis propias razones, sino porque a algún general incompetente se le metía en la cabeza que había que hacerlo… ¡Son muchas guerras ya, Justo…! Demasiadas… Y en nuestras guerras lo que menos murieron fueron soldados… ¿Qué importan tres cadáveres más, sean jóvenes o viejos…? Yo ya estoy vacunado contra eso… Pero si nunca acepté robar un céntimo a nadie, no pienso empezar ahora, sea lo que sea lo que me pongan al alcance de la mano… — Se encogió de hombros como si a él mismo le costara trabajo entenderlo—. Sé que para mucha gente resulta una actitud incomprensible, pero es la mía; la que me diferencia del resto de los hijos de puta que pululan por el mundo y con ella continuaré, aunque a mí mismo me joda… ¿Lo entiendes? El alicantino, que había concluido de comer y encendía un cigarrillo, aspiró una bocanada, sopló la cerilla y aventuró una mueca que podía significar cualquier cosa. — Trato de entenderlo… — admitió—. Lo intento, pero te juro que me cuesta un trabajo enorme… — Sonrió divertido—. Al fin y al cabo; ¿a quién le importa…? Es tu vida, y haces con ella lo que quieres… Ahora lo único que importa es reunir a las cuatro mejores putas de la ciudad y corrernos una juerga como la de aquella semana de permiso en Rifien… ¿La recuerdas…? Damián Centeno sonrió a su vez, se entreabrió aún más la verde camisa de corte militar que siempre usaba, pese al tiempo que hacía ya que había abandonado la Legión, y pasó un dedo por la profunda cicatriz. — ¿Cómo que si me acuerdo…? — replicó—. Es lo primero que recuerdo cada maсana… ¡Qué bien manejaba el cuchillo aquél segoviano…! Si no ando listo me hubiera dado allí mismo el peor de los disgustos… ¡Y todo por una guarra que ni siquiera sabía mamarla…! ¿Qué habrá sido de ella? — Supongo que a estas alturas andará vendiendo caramelos a la puerta de algún colegio… O cigarrillos en cualquier esquina… Siempre acaban igual. — Parece mentira que tipos como aquél se dejaran matar, por semejantes zorrastrones… — sentenció Damián Centeno—. O que tantos compaсeros se dejaran matar en tantas guerras tontas que ya ni siquiera recordamos… Visto así, de lejos, resulta absurdo. — Peor debe de ser pasarse la vida cargando ladrillos y matarse un día cayendo desde lo alto de un andamio… O bajar a una mina a sacar carbón y que acabe sepultándote… Elegimos la Legión y sabíamos que el precio era morir en cualquier guerra sin sentido o en una riсa de prostíbulo a cambio de no cargar ladrillos ni picar piedra… — Pidió dos coсacs al camarero, y mientras se los servían, aсadió—: Y a mí aquella vida me gustaba… Me gustaba incluso cuando nos moríamos de frío en Rusia o nos freían a caсonazos en el Ebro… — Paladeó el coсac con innegable delectación—. O cuando aquellos malditos rifeсos nos tendían emboscadas… Ahora por lo menos mi vida está llena de recuerdos… Buenos o malos, pero recuerdos al fin y al cabo… De otro modo tan sólo estaría repleta de aburrimiento. — Pero probablemente tendrías mujer e hijos… Una familia. — Mi concepto de la familia no es muy bueno… — admitió Justo Garriga—. Mi casa era un infierno del que escapé para no acabar tan loco como mis padres… — Sonrió—. „¡El buey solo bien se lame!“ — exclamó—. Y tú y yo somos lobos solitarios… Lo único que necesito es un amigo con quien echar una parrafada de vez en cuando y una puta a quien follarme un par de veces por semana… Lo demás, es mierda… — ¡Bien…! — admitió Damián Centeno—. La parrafada ya la hemos echado… Ahora únicamente queda pendiente el asunto de las putas… Fueron en efecto cuatro; las cuatro más golfas del lupanar, con las que se encerraron en una inmensa habitación que no tenía más que un colchón de pane a parte con una puerta que conducía a un pequeсo bar y un cuarto de baсo, y enormes espejos que cubrían el techo y las paredes. Damián Centeno pagó por adelantado con órdenes rigurosas de que a las doce del día siguiente lo subieran al „Montserrat“ sereno o borracho, vestido o desnudo, vivo o muerto, y colgando su ropa en una percha gritó: „¡A mí la Legión!“, y se lanzó de cabeza sobre las cuatro barraganas seguido con idéntico entusiasmo por su fiel compaсero. Fue ésa probablemente la última vez en su vida que se vieron, o al menos que se vieron con auténtica conciencia de que se estaban viendo, pues a los pocos instantes ambos se hallaban sumergidos en un mar de brazos, culos, senos y piernas, y dos horas más tarde se encontraban tan borrachos que les resultaba incluso difícil reconocerse a sí mismos. Y ya no eran desde luego los mismos de aquella lejana semana en Rifien, cuando el flaco y fibroso Damián Centeno era capaz de echar seis polvos con el único requisito de cambiar de mujer un par de veces, o el impertérrito Justo Garriga se mantenía en gloriosa erección tres horas seguidas aceptando apuestas con las putas para ver cuál de ellas conseguía que eyaculara. Ya no eran los mismos, y pasada la medianoche las cuatro golfas pudieron incluso irse a cumplir otros „servicios“, dejándoles durmiendo espatarrados sobre el mullido colchón, reflejados una y otra vez — ellos y sus ronquidos— en los infinitos espejos de la estancia. Por la maсana, entre la dueсa y el mariquita del lugar vistieron al ex sargento y casi a rastras lo subieron a un taxi en el que „la loca“ lo acompaсó hasta la pasarela del barco donde lo confió a las amorosas manos de un camarero igualmente afeminado que se entusiasmó por la idea de pasarse el viaje atendiendo a un hombre tan macho y tan cuajadito de cicatrices. Caía la tarde y el sol extraía destellos cobrizos de los acantilados de la isla de La Gomera que se iba alejando por la banda de babor, cuando Damián Centeno hizo su aparición sobre cubierta y se acomodó en la barandilla a aspirar un denso olor a mar que le despejó la cabeza de los últimos vapores del alcohol, mientras contemplaba aquel Océano azul e ilimitado que se extendía ante él, y del que únicamente sabía y quería saber que ocultaba a sus enemigos; aquellos que constituían el último obstáculo que le impedía convertirse en un hombre rico. Cuando el sol se ocultaba ya sobre el recto horizonte le vino a la memoria aquel otro atardecer que disfrutaba desde el porche de la Hacienda de Mozaga, cuando aquel mismo sol descendía sobre la cadena de cráteres de Timanfaya extrayendo mil destellos de los muros de negra piedra, los viсedos, los cultivados campos, las higueras, o las multicolores buganvillas del jardín. Se sorprendió a sí mismo al advertir que constantemente se sorprendía a sí mismo pensando en Lanzarote; recordando aquella isla maldita, pedregosa e inhabitable por la que experimentó un rechazo instintivo desde el primer momento, incapaz entonces de entender su paisaje o sus gentes, pero que ahora parecía reclamarle de continuo luchando por abrirse un hueco en su corazón y en su memoria y atrayéndole con la fuerza de un poderoso imán irresistible. No le desagradaba la idea de dejar transcurrir el resto de sus días en el caserón de la colina disfrutando de aquella calma infinita lejos de todas sus aventuras y sus guerras, pues constituiría, sin duda, un glorioso colofón para una vida tan intensa como había sido la suya; vida en la que partiendo de ser hijo de una „mechera“ de mercado y tranvía había llegado a un punto en el que podía viajar en el camarote de lujo de un gran trasatlántico, teniendo en el bolsillo los títulos de propiedad de una Hacienda, unas bodegas, tres casas en Arrecife y un hermoso y reluciente „Buick“ de color guinda. • Apareció pasada la medianoche, y era casi tan grande como el barco contra el que se frotaba a un metro por debajo de la línea de flotación, haciendo que las tablas crujieran y se ondularan a su paso, siempre de popa a proa, para alejarse luego unos minutos y volver de igual modo, y resultaba espeluznante calcular en las tinieblas su tamaсo, si tan sólo con la presión de su cuerpo conseguía que el „Isla de Lobos“ se estremeciera. Encendieron los faroles „de cubierta e incluso antorchas improvisadas con palos y trozos de tela, pero aunque iluminaron el mar como hubieran podido iluminar una verbena, no consiguieron distinguirlo ni que aflorase a la superficie, por lo que llegaron a la conclusión de que no se trataba de una ballena, una orea asesina, ni aun de un tiburón gigante, ya que este último, dada la escasa profundidad a que se encontraba, hubiera tenido que mostrar necesariamente su aleta dorsal. Al fin, más por su sombra que por apreciación directa, dedujeron que se trataba de un enorme congrio o la más desproporcionada morena que hubiera existido nunca en el fondo del Océano; una auténtica serpiente de mar mitológica de las que tan sólo habían oído hablar en los fantasiosos relatos de Maestro Julián „el Guanche“, quien aseguraba que en los abismos marinos habitaban calamares de casi veinte metros de longitud, pulpos con rejos tan gruesos como un hombre, y serpientes capaces de luchar con éxito contra semejantes bestias apocalípticas. Los Perdomo siempre habían creído que aquellas historias constituían tan sólo imaginaciones de los „antiguos“ que eran demasiado dados a dejar volar su fantasía y tratar de impresionar a la pobre gente de tierra adentro, pero resultaba evidente que tan sólo los „antiguos“ conocían bien la realidad de los Océanos, puesto que en los últimos cien aсos, desde que el hombre comenzó a navegar en barcos de vapor y no tuvo que sufrir las consecuencias de calmas como las que estaban padeciendo, pocos habían tenido la ocasión que a ellos se les estaba presentando, de vivir tan de cerca el mundo e las aguas profundas. — Si nos embiste de frente, nos hunde… — seсaló Abel por último—. Pero no parece que sean ésas sus intenciones… Se diría que está calculando nuestras fuerzas y el daсo que podemos causarle… — ¡Como no le escupamos…! — comentó Asdrúbal—. Lo único que se me ocurre es intentar clavarle un „bichero“ de los de halar tiburones… — No creo que eso sirviera más que para enfurecerle… — le advirtió su hermano—. Lo mejor será dejarle en paz hasta que amanezca… De día podremos verle y actuar… Mientras tanto deberíamos bajar a la camareta… Un bicho de ese tamaсo puede alzarse de improviso y arrastrarnos al agua. Era la decisión más sensata y Abel la impuso, por lo que tuvieron que apiсarse los cinco, dos sobre cada litera y Asdrúbal en el centro, pendientes de las sucesivas pasadas de la bestia que parecía ir aumentando su presión hasta un punto en que la goleta comenzó a balancearse como si una mano de cíclope la estuviera meciendo y algunas tablas restallaron, amenazando saltar convertidas en astillas. — ¡Cierra…! — suplicó Aurelia, seсalando a su hijo la portezuela—. Si nos hunde quiero que nos vayamos al fondo todos juntos sin ver cómo ese animal nos devora uno tras otro… ¡Cierra, por favor…! — ¡Nos moriremos de calor…! — Lo prefiero a servir de cena a esa bestia… Asdrúbal hizo ademán de levantarse y obedecer a su madre, pero Yaiza, que permanecía adormilada abrazada a sus rodillas, le interrumpió con un gesto. — No hace falta… — dijo—. El abuelo asegura que no nos hundirá, y que al amanecer llegará el viento. Su madre la observó severamente, pero la expresión de su rostro la desarmó. — ¿Lo has visto? — quiso saber. — Me ha hablado… Está fuera espantando a ese bicho… Todos la miraron ansiosos por creer en sus predicciones y permanecieron muy quietos, casi sin atreverse a respirar, aguardando la siguiente arremetida de la bestia, que llegó con una precisión casi cronométrica, aumentando una vez más la potencia de su empuje. — No parece que le haga mucho caso al abuelo… — comentó Sebastián con un punto de ironía en la voz—. Quizá las serpientes de mar no creen en aparecidos. — ¡Se irá…! —sentenció la muchacha segura de sí misma—. Cuando el viento llegue, se irá. Faltaban casi tres horas aún para el amanecer y fueron sin duda las tres horas más angustiosas que cualquiera de ellos hubiera vivido hasta el presente, porque los ataques se repitieron con obsesiva monotonía y el „Isla de Lobos“ era ya como un juguete inarticulado; un enorme „tentempié“ al que un niсo caprichoso se empeсase en propinar constantes papirotazos. Yaiza, que era la única que parecía creer a pies juntillas en sus propias palabras, había vuelto a adormilarse con la cabeza apoyada en un mamparo, pero de improviso abrió los ojos, escuchó y sin mirar a nadie murmuró roncamente: — ¡Ya viene…! ¡Ya viene el viento…! La tensión en la diminuta camareta se hizo tan palpable que se diría que el aire ya de por sí recargado se electrificaba de improviso; todos sintieron cómo hasta el último de sus músculos se enervaba, y manteniendo la respiración para no hacer el menor ruido esperaron ansiosos hasta que un lejano susurro que se les antojó la más maravillosa de las músicas llegó correteando por encima de la quieta superficie del mar y se estrelló contra las dormidas velas que despenaron alborotadas restallando y llenando la cubierta de chasquidos. — ¡Ahí está…! —exclamó casi con un sollozo de alegría Abel Perdomo—. ¡Dios mío, es cierto…! ¡Ahí está el viento…! Se precipitaron en tromba al exterior y estaba allí, golpeándoles la cara dulcemente y jugueteando burlón con sus cabellos, y como si ese viento o la primera claridad del día que llegaba tras él hubiera espantado al monstruo, éste lanzó un último ataque contra el maltrecho casco y se sumergió silenciosamente hacia oscuros abismos de los que jamás debió emerger. A qué especie pertenecía o cuáles eran sus auténticas intenciones nunca llegarían a saberlo, pero tampoco les importaba gran cosa en ese instante, porque en aquel momento su única preocupación era correr de un lado a otro cazando drizas, tensando velas, alzando el trapo que habían mantenido aferrado durante tanto tiempo, y haciendo girar nerviosamente la rueda del timón para que aquel bendito viento de levante tomara el barco de popa y lo impulsara hacia las lejanas costas americanas. Aurelia no pudo contenerse, y aferrando entre sus manos el rostro de su hija lo besó impetuosa, y por primera vez en su vida le dio las gracias por aquel extraсo „DON“ que poseía de agradar a los muertos. — No me las des a mí… —replicó la muchacha con su calma de siempre—. ¡Dáselas al abuelo…! — ¡Pues trasmíteselas tú, ya que a mí no parece escucharme…! — exclamó su madre, feliz—. Dale las gracias y dile que le quiero… Que siempre lo he querido. — Ya lo sabe. El viento era el justo; de fuerza cuatro a cinco, sin rachas que alarmaran al maltrecho navío, pero con la constancia y la firmeza que necesitaba para ir cogiendo velocidad, y en el momento en que el sol hizo al fin su aparición a sus espaldas, el viejo „Isla de Lobos“, aquella barraca de feria ambulante que no era ya más que una ridícula sombra de la orgullosa goleta que construyera tantos aсos atrás Ezequiel „Maradentro“, se lanzó a navegar de nuevo abriendo orgullosamente las aguas con el mismo espíritu e idéntico valor con que hendió el amado Canal de la Bocaina el día en que acudió a recoger a una niсa recién nacida en un faro para que un cura le pusiera de nombre Margarita. — ¡Llegaremos!.. — aseguró convencido Abel Perdomo—. ¡Oh, Dios, si mantienes este viento y este mar, conseguiré llevar a mi familia hasta la costa…! — La costa está aún muy lejos… Se volvió a Sebastián, que era quien lo había dicho. — ¿Cómo de lejos…? — Más de trescientas millas… El experto ojo de Abel Perdomo observó el mar, lanzó hacia proa un pedazo de madera y contó el tiempo que tardaba en cruzar a lo largo de la borda. — ¡Cinco nudos…! — dijo—. Si bombeamos el agua que llevamos en la bodega subiremos a seis; tal vez a siete… ¿Cuánto tiempo tardaríamos en llegar si las cosas no cambian…? Su hijo hizo un rápido cálculo mental: — Seis días… Tal vez ocho… — ¡Bien…! Ya haré que este barco se mantenga a flote una semana, cueste lo que cueste… ¡Yaiza…! — llamó—. Hazte cargo del timón… Vosotros abajo conmigo; a echar fuera el agua… ¡Aurelia…!: Empieza a tirar por la borda todo lo que no sea imprescindible: los muebles, las barricas, las literas, el espejo… ¡Todo! — ¡El espejo, no…! — suplicó ella—. Prometiste que el espejo siempre vendría conmigo… Es el único recuerdo de mi madre que me queda… Abel Perdomo fue a decir algo, pero pareció cambiar de idea y sonrió. Le dio a su mujer una cariсosa palmada en el trasero y asintió con un gesto: — ¡Está bien…! — aceptó—. Conserva de momento el espejo y las literas, pero te juro que si esta tarde no navegamos a seis nudos, se lo tiro al monstruo de anoche para que se mire y vea lo feo que es… Saltó sobre los travesaсos de proa, y se dejó descolgar a la bodega en la que ya sus hijos habían comenzado a accionar briosamente las bombas de achique. — ¡Fuerza, muchachos…! — pidió—. Vamos a demostrarle a este Océano quiénes son los „Maradentro“ y por qué cojones nos pusieron el apodo… E hicieron fuerza. Toda la fuerza que les confería la desesperación; toda la fuerza que eran capaces de imprimir a sus brazos tres hombres decididos a sobrevivir y que acababan de recuperar la fe y la confianza en su propia salvación y la de los seres que amaban. Cuatro horas después, cuando aún quedaban dos cuartas de agua en el fondo del barco y ya parecían a punto de caer agotados, Abel Perdomo hizo un alto, lanzó un resoplido y girando la vista a su alrededor como si buscara a alguien a quien no podía ver, exclamó: — ¡Echa una mano, viejo…! No te quedes ahí como si la cosa no fuera contigo… Ya sé que te has pasado la noche espantando a ese bicho, pero tú siempre fuiste un tipo duro que podía pasarse tres días sin dormir sacando atunes. Sebastián, que había tomado asiento a su vez y se limpiaba los chorros de sudor que le corrían por la frente, sonrió divertido: — ¿Realmente empiezas a creer que el abuelo viene con nosotros…? — Sabiendo lo que teníamos que pasar, tu abuelo, ¡ni muerto! se hubiera quedado en tierra… — replicó convencido—. Y si tu hermana dice que está aquí, es que está… Sólo hay una cosa que yo haya aprendido de mayor: esa chiquilla no se equivoca nunca. ¿Dónde estaríamos ahora sin ella? Sebastián se sintió tentado de responder que pescando tranquilamente en el Canal de la Bocaina, pero no lo hizo, en parte porque comprendía que hubiera sido una crueldad, y en parte porque en esos momentos la propia Yaiza hizo su aparición en equilibrio sobre lo que quedaba de cubierta: — ¿Queréis agua…? — inquirió—. Mamá la está fabricando. ¡Venid a verlo…! En efecto, Aurelia se encontraba atareada destilando agua con ayuda de un alambique fabricado con una tetera y un pedazo de tubo de cobre, semejante al que empleara Asdrúbal durante su estancia en el Infierno de Timanfaya. — Me pareció una estupidez tirar los muebles… — dijo a modo de explicación—. Los estamos quemando y aunque no mucha, algo de agua conseguimos… El agua se había convertido desde hacía ya más de una semana en uno de sus principales problemas, porque en contra de lo que Sebastián había supuesto, las lluvias no habían hecho su aparición y habían tenido que reducir una y otra vez las raciones hasta el punto de que la sed era ya un compaсero más en aquel inacabable viaje. Inclinados sobre el fuego observaron cómo una a una las gotas de agua dulce se iban condensando en el interior de la botella que Aurelia había colocado al final del alambique, y que se encontraba ya más que mediada. — ¿Cuánta madera has necesitado para eso…? — quiso saber Abel. — Las patas de la cómoda de nuestro dormitorio… — replicó Aurelia con una leve sonrisa—. Si tenemos suerte, nuestro mejor mueble se convertirá en tres litros de agua potable. El le pellizcó la cara con un cariсoso gesto que era tal vez un intento de consolarla: — No creo que ningún mueble tuviera nunca un destino mejor… — sentenció—. Cuando acabes con ellos podemos quemar la caseta del timón, la camareta, las literas, las bordas y hasta los palos… Mientras en el mar siga habiendo „dorados“ y quede algo que quemar, sobreviviremos… — Siempre que nos mantengamos a flote… — le hizo notar Asdrúbal. — Seguiremos a flote, hijo… — aseguró Abel—. Seguiremos a flote aunque tengamos que aflojarnos los riсones achicando agua. — Se diría que Abel Perdomo había recuperado su espíritu combativo desde el momento en que el viento le dio en la cara, convirtiéndose nuevamente en lo que siempre había sido: el capitán de un barco que estaba dispuesto a todo por llegar a su destino—. Hemos recorrido casi tres mil millas… — continuó—. Y recuerdo que nadie en Lanzarote apostó a que llegaríamos siquiera a la mitad de esa distancia. Elegimos la ruta más difícil; aquella en la que todos fracasan, y estamos ya a menos de una semana del fin de nuestro viaje… ¡Llegaremos! Se diría que su fe y su entusiasmo se contagiaba a toda su familia. A toda la familia excepto a „la que aplacaba a las bestias, atraía a los peces, calmaba a los enfermos y agradaba a los muertos“; la única que entreveía en ocasiones el futuro; la única a la que hablaba el abuelo Ezequiel, y que se mantuvo apartada, ausente y cabizbaja, incapaz de participar del entusiasmo y la fe que se había apoderado de los suyos. Yaiza sabía. • Damián Centeno no experimentó el menor interés por subir hasta Caracas cuando le informaron que tardaría casi tres horas en llegar a la capital cruzando una agreste cadena de montaсas cortadas por terroríficos precipicios, entre los que se abría paso una sinuosa y endiablada carretera cuyas infinitas curvas nadie había sido capaz de contar sin marearse. Ya había tenido bastante mareo con el mar, y lo que en verdad le interesaba no lo encontraría nunca en Caracas, sino en el caliente, sucio y ruidoso puerto de La Guaira, en el que un bochornoso mediodía atracó el „Montserrat“ tras una monótona travesía desesperante. Buscó un hotel discreto a no más de tres calles de la entrada a los muelles, pasó el resto del día haciéndose a la idea de que se encontraba en el trópico, y que aquella ardiente humedad que le obligaba a sudar a mares le acompaсaría a todas partes, durmió mal a causa del calor y del ruido de un tráfico ensordecedor, y a la maсana siguiente, muy temprano, se presentó en las Oficinas del Puerto. Lo primero que hizo fue colocar dos billetes de veinte bolívares ante el empleado, que había abandonado de mala gana la lectura de su periódico al otro lado del mostrador para acudir a atenderle: — Necesito información sobre un barco… — dijo. El empleado, que se había guardado los cuarenta bolívares en el bolsillo de la camisa con absoluta naturalidad, pareció dispuesto a mostrar un mayor interés por su tarea. — ¿Qué clase de barco? — quiso saber. — Un barco pequeсo… Un pesquero… El „Isla de Lobos“… Mi familia viene en él. — ¿De dónde? — De Lanzarote, en las Islas Canarias… Son emigrantes… — ¿Cuándo zarparon…? — El veintidós de agosto… El hombre, un mulato de rostro afilado del que destacaba enormemente una gran nariz de patata, dejó escapar un silbido de admiración. — ¿Es que vienen a remo…? — A veía… — Como sonarme, ese barco no me suena… — admitió el otro—. Pero si espera un poco consulto las listas… Desapareció en el cuartucho vecino y a los pocos instantes regresó con un grueso fajo de papeles que comenzó a repasar rápidamente corriendo el dedo a lo largo de las páginas: — „Isla Blanca“… „Isla de la Sal“… „Isla de Borneo“… — concluyó de leer y negó con la cabeza—. No; lo siento, hermano, aquí no aparece ningún „Isla de Lobos“… ¿Está seguro de que su destino era La Guaira? — Eso dijeron… — Tal vez cambiaron de idea… O tal vez los vientos lo llevaron a otro puerto… Aquí, desde luego, no está registrado… — ¿Habría forma de que me avisaran si llega, o saber si ha recalado en otro puerto…? — Eso depende… — fue la imprecisa respuesta. — ¿Ayudarían quinientos bolívares…? — ¡Ya lo creo que ayudarían…! — exclamó el mulato alborozado—. Por quinientos „bolos“ le hago una averiguación en todos los puertos de la costa… ¿Dónde puedo avisarle…? Damián Centeno dejó un billete de cincuenta bolívares sobre el mostrador e hizo un gesto de despedida con la mano: — En un par de días volveré por aquí… Esto para los gastos. ¿De acuerdo…? Salió de nuevo al húmedo calor, satisfecho de su primera gestión y convencido de que el mulato de la nariz de porra removería cielo y tierra para averiguar si el „Isla de Lobos“ había llegado a las costas venezolanas. América era muy grande y lo sabía, pero había llegado a la conclusión de que Venezuela era el destino lógico de los Perdomo „Maradentro“, ya que en la mayoría de las islas del Caribe no se hablaba espaсol y una familia de pescadores lanzaroteсos difícilmente se establecería en un lugar del que no conocieran el idioma. Además, y por tradición de siglos, Venezuela había constituido desde siempre el sueсo dorado de aquellos emigrantes canarios que, como los Perdomo „Maradentro“, deseaban iniciar una nueva vida en el Continente. Damián Centeno había decidido por tanto que su centro de operaciones fuera el puerto de La Guaira, pero como la ciudad en sí, con su ruido, su calor y su exceso de gente le agobiaba, esa misma tarde alquiló un enorme automóvil verde y se lanzó a la aventura de recorrer las playas vecinas, hasta que a no más de veinte minutos de camino, y en un minúsculo villorrio de pescadores del que le gustó especialmente el nombre, Macuto, encontró lo que buscaba. Era una pequeсa casa de madera pintada de un rosa chillón y llamativo, abierta al mar y al viento a través de enormes ventanales cubiertos por una fina tela metálica y circundada por un espeso palmeral cuyos cocos caían intermitentemente y con un sordo“ retumbar sobre el tejado. El vecino más próximo se encontraba a quinientos metros de distancia, pero a pesar de ello la casa contaba con luz eléctrica, una magnífica nevera, grandes ventiladores que giraban en el techo y una potente radio de la que surgía a todas horas una música caliente y obsesiva. Le atrajo sobre todo el olor del lugar; un aroma denso, profundo, casi pegajoso, mezcla de humedad de tierra selvática recién empapada por la lluvia, yodo marino, vegetación descompuesta, brea y pintura; un conjunto chocante que producía de inmediato la sensación de cosa viva y palpitante, nueva para él y embriagadora. Era un olor a trópico, a jungla, a mar distinto; un mar más cálido y activo, más sonoro que cuantos había escuchado hasta el presente, porque grandes olas que se formaban muy cerca de la costa crecían desmesuradamente como si las estuvieran hinchando desde abajo y se desplomaban luego sobre la arena con un sordo estampido. Se sintió desde el primer momento fascinado por el lugar, tal vez porque en él concurrían, juntándose hasta casi fundirse, dos mundos contrapuestos: el mar, en el que nunca se supo a sus anchas, y la selva, que jamás hasta ese momento había pisado, pero que siempre atrajo vivamente su interés. Era como el comienzo de una nueva forma de vida y le produjo un extraсo placer balancearse esa noche en una vieja mecedora observando las olas» que parecían nacer como fantasmas de las tinieblas para lanzarse luego con un largo y bronco susurro arena arriba y desaparecer de improviso devoradas por la oscuridad. Tímidas luces de pescadores parpadeaban a dos o tres millas de la costa, el canto de los grillos se había adueсado por completo de la selva a sus espaldas, y tan sólo el croar violento y acompasado de millares de diminutas ranas les hacían la competencia, así como la caída de los cocos sobre el tejado por el que rodaban para precipitarse luego a la blanca arena. Había comprado en La Guaira una caja de largos y magníficos habanos, y fumó despacio paladeándolos junto a un gran vaso de ron fuerte y aromático, con lo que se sintió perfectamente a gusto y en paz consigo mismo, convencido de que había encontrado el lugar idóneo para pasar desapercibido y meditar con calma sobre la forma en que acabaría con los Perdomo «Maradentro». El administrador de la casa, un negro enorme y grasiento que no parecía interesado más que por cobrar cuanto antes y largarse, le firmó un recibo de alquiler sin preguntarle ni tan siquiera el nombre, comentó que lo encontraría siempre en su taberna y desapareció rápidamente tras dejarle un juego de llaves y recomendarle que no se fiase de aquel mar, porque la resaca lo arrastraría hacia fuera ™y serviría de merienda a los tiburones antes de que tuvieran tiempo de mandar una barca en su ayuda. — Lo que sí hay es buena pesca — concluyó—. Y en el cuarto de atrás encontrará caсas y aparejos. Damián Centeno nunca había dispuesto de una casa dado que su vida había transcurrido entre campamentos, cuarteles y pensiones, sin contar los aсos que pasara entre rejas en un castillo, y la sensación de poder pasar de una habitación a otra, salir al porche o freírse un huevo en la cocina sabiéndose completamente a solas le producía un placer casi voluptuoso, preguntándose qué hubiera dicho Justo Garriga de haberle visto columpiarse semidesnudo en la chirriante mecedora del porche a la sombra de susurrantes cocoteros agitados por el viento. — Creería que me he vuelto loco — admitió sonriendo—. Completamente loco, aunque lo cierto es que jamás me he sentido tan cuerdo como ahora… Le agradaba pensar esporádicamente en Justo Garriga, ya que era el único amigo que había tenido en su vida, aunque no lo echaba de menos porque — como el alicantino dijera la última noche que pasaron juntos— ambos eran lobos solitarios y no hubiera deseado compartir con nadie aquellos días pescando, baсándose en la orilla, dando largos paseos por la playa vacía y meciéndose en el porche entre puros y ron, antes de regresar a la oficina del mulato de la nariz porruda. — ¡Ni rastro…! — comentó el hombre con manifiesta contrariedad al verle aparecer—. He consultado a todos los puertos de la costa y nadie sabe nada de ese barco… ¿Está seguro del nombre…? — Completamente. — Pues me he gastado una fortuna en telegramas… — Sacó de un cajón un montón de papeles—. Aquí están los recibos… Damián Centeno les echó un vistazo; sumó la cantidad y colocó exactamente el doble sobre el mostrador. — Siga buscando… — pidió—. La oferta continúa en pie. Abandonó los muelles, subió a su automóvil y se encaminó al cercano aeropuerto de Maiquetia, donde se informó de los vuelos a Barbados, Martinica, Guadalupe y Trinidad. — Esta tarde tiene uno a Martinica… — le respondió una preciosa muchacha de cabello rojizo y rostro salpicado de pecas—. Allí encontrará conexión para las otras islas… Mientras permanecía apoltronado en una cómoda butaca contemplando por la ventanilla el azul del Caribe que nacía a pocos metros de la pista, y escuchando cómo los motores rugían al máximo a la espera de que el piloto soltara los frenos y se lanzaran a correr locamente para elevarse luego sobre el mar, evocó aquellos lentos y ruidosos «Junkers» en los que los alemanes los trasladaban urgentemente al frente ruso apretujados en bancos de hierro adosados a todo lo largo del avión, temblando de frío y sin otro paisaje bajo ellos que una desesperante extensión de hielo y nieve que únicamente Justo y él fueron capaces de recorrer a pie, de vuelta a casa. El resto de aquellos con los que había compartido cientos de horas de lucha y fatigas durante largos aсos de guerra habían quedado tendidos para siempre sobre la estepa, y aún le asaltaba en ocasiones la sensación de que el tiempo vivido desde entonces había sido un regalo que le hicieron los dioses, pues en buena lógica sus posibilidades de salir con bien de aquella absurda aventura habían sido de una entre mil. Con frecuencia sospechaba que el destino le había elegido como ejemplo del superviviente nato: de hombre condenado a vivir y seguir viviendo a todo trance mientras a su alrededor los demás iban cayendo como hojas barridas por el viento de otoсo, porque solo él había sabido mantenerse, aferrado con uсas y dientes a la rama de la vida, indiferente al hecho de que fuera la brisa o el huracán el que soplara, respetado por la muerte que desviaba los cuchillos, bombas o balas que únicamente habían conseguido dejar cicatrices en su cuerpo y recuerdos en su mente. «Más vidas que un gato», habían dicho siempre de él en el Tercio, sabiendo como sabían que el sargento Centeno era de los que jamás escurrían el bulto y tal vez fuera el hombre que más veces había combatido en primera línea a todo lo largo del presente siglo. Había nacido casi al mismo tiempo que ese siglo, pronto cumpliría, por tanto, cincuenta aсos y allí estaba, todavía en la lucha, sobrevolando un mar azul y transparente que nunca esperó conocer, a la búsqueda una vez más de enemigos a quien matar, con la única diferencia de que en esta ocasión no se trataba de cabileсos rebeldes, «rojos» espaсoles, partisanos franceses o rusos y polacos contra los que le enviaban a pelear a ciegas, sino que se trataba de sus propios y personales enemigos; aquellos que merecían morir más que ningún otro. Damián Centeno había olvidado ya las motivaciones de la mayoría de las guerras en las que había combatido, pero sabía que jamás, por aсos que pasaran, podría olvidar las razones por las que ahora iba a matar: se trataba, pura y llanamente, de su futuro y su felicidad. • Cinco días sopló el viento. Ni uno más. Ni siquiera una hora, porque al amanecer del sexto, Sebastián, que se mantenía al timón alentado por la esperanza de que con la primera claridad quizás alcanzaría a distinguir alguna seсal de tierra en el horizonte, advirtió de pronto cómo cesaba la maravillosa canción de las drizas, las escotas y los obenques, y una tras otra las velas comenzaban a flamear sin fuerza para quedar al fin mustias y fláccidas, muertas de nuevo; pero muertas esta vez para siempre. — ¡Papá…! —llamó. Abel Perdomo se puso en pie de un salto y su hijo Asdrúbal, el que dormía siempre de cara al viento, se limitó a mirarlos sin moverse, porque había comprendido ya lo que estaba ocurriendo. — ¡No! ¡Maldita sea…! ¡Otra vez no…! Pero sabían que era así; que aquella brusca calma que caía de improviso sobre ellos había sumido de nuevo al Océano en un profundo sueсo, y casi podían aspirar la quietud que crecía y en la que el «Isla de Lobos» comenzaba a integrarse, vencida por las aguas la inercia que traía. Se borró la estela de popa; el navío cesó de cabecear y el silencio llegó a ser tan profundo que hacía daсo a los oídos. De un puсetazo Abel Perdomo hundió una de las putrefactas tablas del tambucho de popa y el golpe resonó como un trueno, haciendo que su eco se perdiera resbalando mansamente sobre la quieta superficie del mar. — ¿Por qué…? —exclamó—. ¿Por qué, Seсor, cuando ya estábamos tan cerca…? ¡Dos días más y hubiéramos llegado…! Aurelia y Yaiza habían hecho su aparición sobre cubierta alarmadas por el silencio y la inmovilidad del barco y observaron cómo el sol comenzaba a hacer su aparición sobre un océano que parecía de aceite azul aсil. — ¡Dios bendito…! El lomo de un «dorado» lanzó un destello a popa que fue la confirmación que necesitaban para aceptar que habían dejado de navegar para convertirse nuevamente en náufragos, y por un momento Yaiza, que había aprendido a amarlos, los odió porque ella, más que nadie, sabía lo que significaba el regreso de los peces. Abel Perdomo se volvió a su hijo mayor: — Intenta calcular nuestra posición — rogó—. Toma el tiempo que quieras, pero procura acertar. Casi media hora después, tras comprobar y recomprobar sus escasos datos, Sebastián aventuró no muy seguro de sí mismo: — Dieciocho grados Norte, cincuenta y nueve Oeste… Quizá, sesenta Oeste… — agitó la cabeza pesimista—. Eso nos sitúa a más de cien millas al Nordeste de la isla de Antigua. Su padre se volvió a Aurelia. — ¿Cómo estamos de agua…? — quiso saber. — Unos cinco litros… Y lo que podamos destilar — Hizo un gesto a su alrededor—. Pero ya no hay mucho que quemar… Está todo empapado… Abel seсaló hacia lo alto. — Los palos no… Quemaremos el de Mesana, y si el viento vuelve, que lo dudo, me arreglaré con la Mayor… — Lanzó un trozo de madera al agua y lo estudiaron detenidamente—. Hay corriente… — seсaló por último—. Nos empuja hacia el Oeste. — ¿Qué fuerza tiene…? — quiso saber su esposa. — Es difícil averiguarlo, pero con suerte tal vez nos arrastre diez millas diarias… Aurelia hizo un rápido cálculo mental y fue a aсadir algo, pero cambió de idea y mordiéndose los labios dio media vuelta y descendió de nuevo a la camareta en la que fingió atarearse recogiendo las colchonetas que descansaban directamente sobre el suelo desde que las literas habían sido quemadas. Yaiza hizo ademán de seguirla, pero su padre le interrumpió con un gesto. — Déjame a mí —pidió. Abel Perdomo no recordaba haber visto llorar nunca a su esposa, una mujer fuerte y valiente que había soportado con entereza las innumerables pruebas que la vida había ido poniendo en su camino, pero ahora se diría que su inquebrantable firmeza amenazaba con resquebrajarse y la obligó a tomar asiento en aquel pequeсo pedazo de suelo que era casi lo único que les quedaba ya. — No me falles… — susurró con una suave sonrisa—. Los chicos te necesitan más que nunca… Recuerda que aún continuamos juntos y continuamos vivos… ¡No desesperes…! — ¡Pero es tan duro…! Os matáis bombeando agua todo el día y a cada hora que pasa el nivel de ese agua aumenta… ¡Se me antoja todo inútil…! — ¡Vivir no es inútil…! — respondió él—. Es lo único que importa… No hemos criado a unos hijos, ni los hemos hecho llegar hasta aquí para darnos ahora por vencidos… ¡Hay que continuar…! — ¿Pero continuar haciendo qué, Abel…? ¿Qué? Sin viento no somos nada… Es la impotencia lo que me desespera… No podemos hacer nada… ¡Nada! — Seguir a flote… Con eso basta… Tú lo dijiste el otro día. Hay quien ha sobrevivido meses sobre una balsa y este barco es más que una balsa… — Ya no… — replicó segura de sus palabras—. Ya no, y tú lo sabes… En una balsa no es necesario achicar constantemente… ¡Mírate…! Y mira a los chicos… Tenéis los pies y las piernas ulcerados de estar todo el día ahí abajo con el agua salada por las rodillas… Sebastián ya ni siquiera puede caminar, y me doy cuenta de lo que sufre a pesar de que no se ha quejado ni una sola vez… ¡Y la sed…! Trabajáis como locos y os estáis muriendo de sed… — Apretó con fuerza la mano de su esposo y su voz se hizo aún más ronca, bajando el tono y convirtiéndose en casi inaudible—. ¡No tengo miedo a morir, Abel…! — aсadió—. ¡No es eso lo que me asusta…! Lo que en verdad me espanta es la idea de ver morir a mis hijos sin poder impedirlo… ¿Lo comprendes, verdad? — Sí… —admitió él—. Naturalmente que lo comprendo… Son también mis hijos y también es eso lo que me aterroriza… ¡Yaiza es tan débil…! Y a Sebastián lo veo tan vencido… Únicamente Asdrúbal se mantiene entero… — ¡No…! — le contradijo ella—. No lo creas… Asdrúbal se derrumbará en cualquier momento porque se siente culpable por cuanto ocurre… ¡Pero Yaiza aguantará…! — ¿Ya no se le aparece el abuelo…? — A veces tengo la impresión de que sabe algo, pero no quiere decirlo… Y eso me desmoraliza. — ¿Has hablado con ella…? — Cuando se encierra en sí misma no hay quien le saque una palabra… — Se encogió de hombros—. Tal vez sean imaginaciones mías y lo que ocurre es que está tan cansada, sedienta y asustada como todos… O tal vez también se sienta culpable… — Hizo un gesto hacia arriba—. Vuelve con ellos… — pidió—. Te necesitan más que yo… Ha sido un mal momento, pero na pasado… Tienes razón: seguimos juntos y vivos y hemos recorrido tres mil millas… ¡Demonios…! ¿Imaginaste alguna vez que este viejo cascarón fuera capaz de semejante hazaсa…? — Se esforzó por sonreír pese a lo fatigada que se encontraba—. Prométeme que si nos lleva a tierra lo conservaremos para siempre, pase lo que pase… El le golpeó la mano suavemente, como dando por sentado que aquello era algo fuera de toda discusión, y subió de nuevo a cubierta, donde sus hijos aparecían sentados en silencio, contemplando desalentados aquel Océano impasible. — ¡Asdrúbal, trae el hacha…! — ordenó roncamente—. Vamos a echar abajo el mástil y cortarlo en pedazos… Si sabemos aprovecharlo puede dar agua para un par de días… ¡Tú, Yaiza, ocúpate de pescar…! Necesitamos conservar las fuerzas y ya los «dorados» son os únicos que pueden proporcionárnoslas, porque se diría que hasta los «peces-voladores» han desaparecido… ¡Vamos…! ¡Moveos…! Fue como cortarle un brazo a un viejo amigo al que se le había despojado ya de todo, incluida la dignidad, porque privar a un velero de sus palos, era tanto como privarle de la razón de ser de su existencia y los motivos por los que había sido creado. El «Isla de Lobos» vivía en función del viento y para el viento, y sin sus altos mástiles que soportaran las orgullosas velas se transformaba en un simple pedazo de madera que flotaba inútilmente a la deriva. ¿Cómo ser gobernado? ¿Cómo avanzar una sola milla cortando el agua alegremente si le arrebatan uno de esos mástiles, lo que equivalía a despojar a un corredor de una de sus piernas…? ¡Ni bordas, ni cubiertas, ni superestructura, y ahora ya, ni siquiera mástiles! ¡Tanto mejor hubiera sido dejarse ir al fondo tiempo atrás y hundirse con la dignidad con que habían acabado tantísimos barcos de la historia! Perder la batalla luchando contra el mar era algo lógico, y ningún navío podía avergonzarse de naufragar porque las fuerzas del Océano serían siempre superiores a cualquier fuerza que el hombre pudiera crear, pero perder la batalla por desmembramiento, dejándose la piel, los huesos y hasta el mismísimo corazón en una sucia cocina con el fin de pasar a convertirse en agua potable resultaba en verdad doloroso y humillante. Por eso, Abel Perdomo, para el que aquella altiva goleta había constituido desde que tenía memoria parte de su existencia y lo más valioso que hubiera poseído nunca, experimentaba no sólo tristeza al empuсar el hacha, sino incluso vergьenza, como si cada golpe lo estuviera dando contra sí mismo, su vida y su pasado, y a punto estuvo de que le saltaran las lágrimas cuando el mástil cayó sobre lo que quedaba de cubierta, y le vino a la memoria con cuánto amor su padre había elegido aquel tronco y juntos lo habían cepillado, lijado y embreado para acabar ajustándolo donde ahora se encontraba. Los aсos, el mar y el viento habían acerado aquella madera que durante más de tres décadas había soportado el peso de las velas, el sol o las borrascas, haciendo que el «Isla de Lobos» recorriera miles de millas sobre las aguas en busca de atunes, langostas y sardinas, y sobre la cima de aquel erguido palo habían pasado millones de nubes y habían dormido miríadas de estrellas. A su sombra se acostaron tres generaciones de Perdomo «Maradentro» y se había engendrado al actual primogénito de la estirpe, pero se dejó cortar sin un gemido de protesta ni perder sus treinta aсos de altivez, aun a sabiendas de que se encontraba con fuerzas suficientes como para empujar a la goleta alrededor del mundo si el viento fuera bueno y el resto del navío respondiera. Dolía verle convertirse en astillas que iban desapareciendo una tras otra en la negra y sucia boca de una herrumbrosa cocina, devorado por aqueícruel e implacable enemigo al que siempre había temido: el fuego; el único que en verdad podía vencerle definitivamente. Y se hizo agua. Y el hombre que lo había cepillado y pulido tantísimo tiempo atrás bebió ese agua y en cierto modo pasó a formar parte de ese hombre, al igual que formaba ya parte de su mente. Abel Perdomo experimentó a su vez la angustiosa sensación de que estaba devorando a su barco y que con aquella cruel ceremonia se condenaba a sí mismo a continuar unido al destino del «Isla de Lobos» por los siglos de los siglos. Al caer la noche su hija vino a tomar asiento a su lado y le acarició el antebrazo con ternura: — No te entristezcas… — dijo—. «El» sabía que nunca podría llegar a América… Pertenece a la otra orilla… — ¿Ya qué orilla pertenecemos nosotros…? La chiquilla, de la que podría creerse que había madurado veinte aсos en el transcurso de aquella larga travesía, se encogió de hombros mostrando su ignorancia: — ¿Quién sabe…? — replicó—. Los humanos podemos adaptarnos a los cambios… Los barcos, no… — sonrió—. No cuando se está ya tan viejo y tan cansado como éste… — Yo también estoy viejo… Y muy cansado… ¿Crees que sabré adaptarme a la otra orilla…? La muchacha que desde el día en que nació «aplacó a las bestias, atrajo a los peces, alivió a los enfermos y agradó a los muertos» nada dijo, porque desde mucho atrás presentía que para aquella pregunta no existía respuesta. Apoyó la cabeza en el hombro de su padre tal como solía hacerlo antes de que su cuerpo de mujer la expulsara de su maravilloso paraíso infantil, y permaneció muy quieta escuchando los latidos del corazón que palpitaba en el interior de aquel enorme y velludo pecho junto al que siempre se había sentido protegida. — Te quiero… — susurró. Abel Perdomo bajó los ojos, la miró con ternura y sonrió levemente: — Yo también, hija… Yo también. — Pero nunca me lo dices… — Porque ya eres mujer. — ¿Qué tiene que ver…? Ahora es cuando más necesito oírlo… A los demás no les creo. — ¿Por qué? — Porque ya no me quieren… No como tú. — No puedes pretender seguir siendo niсa para siempre — le; advirtió—. Es propio de cobardes y tú has demostrado que no eres cobarde… Y, además, eres hija mía: una «Maradentro». Ella negó moviendo apenas la cabeza: — Los «Maradentro» siempre fueron hombres… Recuerda que yo soy la primera chica que nace en la familia en el transcurso de las cuatro últimas generaciones… — Aunque así sea, continúas siendo una «Maradentro»… Llevas mi sangre, la del abuelo Ezequiel, y la de algunos de los hombres más valientes que han navegado nunca… ¿Sabías que tu bisabuelo Zacarías hizo la ruta a China por el Cabo de Hornos dieciocho veces…? Yaiza Perdomo lo sabía. Lo sabía de memoria, porque las aventuras del bisabuelo Zacarías habían sido las más contadas en la historia de la familia, pero no dijo nada y permitió que su padre repitiera de nuevo las andanzas — en su mayor parte imaginadas— que se habían ido transmitiendo a lo largo de los aсos. Se sentía bien allí, recostada en el hombro en el que siempre había deseado recostarse, sintiendo el fuerte brazo alrededor de su espalda y escuchando aquella voz ronca y profunda que constituyera desde que tenía memoria una de las columnas fundamentales de su hogar. Se durmió así, abrazada a su padre, que acabó por dormirse a su vez, y ninguno de ellos hubiera podido decir cuánto tiempo permanecieron soсando con grandes vasos de agua, heladas cervezas, o desconocidos ríos saltarines hasta que un sordo rumor que crecía y crecía precipitándose sobre ellos como un monstruo apocalíptico les obligó a despenar dando gritos. Era inmenso. Inmenso en altura, eslora y poder, e inmenso en su estruendo y su iluminación, pues de proa a popa aparecía encendido y resplandeciente y llegaba con la potencia y la velocidad de un tren expreso dispuesto a aniquilar a la diminuta embarcación que había tenido la mala ocurrencia de cruzarse en su camino. Los enfilaba rectamente y no existía forma humana de esquivarle, pues su altísima y afilada proa era como «La Espada de Dios» que viniera a segar sus vidas para siempre. Aullando, aunque sus alaridos y agitar de brazos se perdían en la nada y en la noche ahogados por el retumbar de los motores y el batir de las hélices, contemplaron horrorizados cómo aquella ingente masa de hierro y luces se precipitaba sobre el «Isla de Lobos» para enviarle al más profundo de los abismos de un solo golpe, pero en el último momento y sin más razón que el capricho del destino o la voluntad del abuelo Ezequiel que desvió un punto el pulso del timonel, el «Mongolia» varió su rumbo un grado a estribor, y pasó y siguió pasando durante un tiempo que se les antojó infinito a no más de quince metros de distancia. Atrapada de plano por la marejada enloquecida que provocaban las enormes hélices, la goleta se estremeció de proa a popa, crujió, cabeceó y se balanceó a punto a cada instante de mostrar su quilla al aire; se sacudió arrojando de un lado a otro a sus pasajeros que tuvieron que aferrarse entre sí y a cuanto encontraban, y con el último y definitivo esfuerzo de su larga existencia resistió aturdida los embates de aquel Océano violentamente despertado de su largo sopor y quedó meciéndose herido de muerte sobre unas aguas que, poco a poco, volvían a amansarse. Aquél había sido su canto del cisne, y lo sabía. • Mudos van e inmóviles los muertos, la sombra de la vela les protege, el mar se lamenta bajo la curva quilla, y el sol marca el camino del Oeste… Ya el «Isla de Lobos» no se le antojaba «el callado barco de los muertos». Ya era un barco muerto, perdida su capacidad de lucha; entregado por completo cuando las hélices del «Mongolia» arrojaron contra su casco furiosas olas que concluyeron por romper el precario equilibrio que venía manteniendo tiempo atrás con el agua, el sol y el viento. Si al arrancarle tan cruelmente el mástil de Mesana lo habían convertido en un ente agonizante, el zarandearle de forma tan brutal lo había rematado, y se iba descomponiendo a ojos vista, como la putrefacta carne de un cadáver que comienza a heder y a caerse a pedazos sin que exista fuerza alguna capaz de contener su deterioro. Y si, como Abel Perdomo dijera un día, donde mejor se captaba el espíritu de un barco era en las vibraciones de su timón, resultaba evidente que a la goleta le había abandonado ya ese espíritu, pues su timón no era más que una rueda cuyos giros nada significaban y ninguna orden transmitían. Un tronco de árbol, una simple rama o una botella a la deriva hubiera navegado con más gracia y entusiasmo que el «Isla de Lobos», que escorado de babor y levemente hundido por la proa, ni siquiera se esforzaba por fingir que era un barco o recordar a quien pudiera verle que en un tiempo hizo frente a olas de cuatro metros. Echaron abajo también el mayor de los palos que se había convertido más en peligro que en ayuda, y tuvieron que arrancar de sus soportes la cocina y calzarla con tacos para poder quemar el mástil y transformarlo a su vez en agua dulce. En las bodegas no existía ya una concreta vía de agua contra la que luchar desde dentro o haciendo que Sebastián y Asdrúbal se sumergieran por fuera mientras Abel permanecía atento a la presencia de tiburones, porque ya el agua se filtraba por cada una de las junturas de los mamparos e incluso rezumaba a través de la empapada madera. El desánimo con que aquel cadáver de navío se mantenía a duras penas sobre el Océano se había transmitido también a sus pasajeros, que se tumbaban sobre cubierta a la sombra de la mayor de las velas que habían extendido sobre los muсones de lo que fueran mástiles, preguntándose una y otra vez por qué razón había querido el destino que aquel inmenso buque tuviera que cruzarse con ellos en plena noche. — Tres horas antes y podría habernos visto… ¡Sólo tres horas y estaríamos a salvo…! — No pienses más en ello… Aurelia se volvió a Asdrúbal, que era quien había hablado. — ¿Por qué? —quiso saber—. ¿Por qué no tengo derecho a maldecir nuestra suerte al menos una vez en la vida…? — Porque tan sólo conseguirás desesperarte y con ello no harás que ese barco vire en redondo… A estas horas debe de estar en América. — ¡No hay derecho…! No. No hay derecho a que Dios juegue de esta forma con nosotros… ¿Qué delito hemos cometido…? — Matar a un hombre… A un muchacho. Casi un niсo. Aurelia lanzó una larga y severa mirada a su hijo: — ¡No te consiento que digas eso…! — seсaló—. No admito que todo cuanto nos está ocurriendo sea un castigo por aquello… ¡No es justo! — ¡Más injusto sería que nos lo impusieran por capricho…! — Asdrúbal hizo una pausa y sin mirar directamente a su madre, aсadió—: Déjame creer que es un castigo, porque si ocurriera un milagro y nos salváramos tendría derecho a considerar que ya he cumplido mi pena… — Alzó el rostro—. No creo que nadie haya pagado tan duramente por algo que hizo sin intención de causar daсo… — Seсaló con un gesto hacia su hermano que dormitaba unos metros más allá—. La primera noche dijo que aquella muerte no me afectaba únicamente a mí, sino que era un problema de toda la familia… ¡Bien…! Ya toda la familia ha pagado… ¿Y ahora qué…? La respuesta llegó dos días más tarde, cuando a media maсana se escuchó un grito, y al alzar el rostro pudieron advertir cómo una «fragata» trazaba amplios círculos sobre lo que quedaba de navío, fijada su atención en los «dorados», parecía comprobar que eran demasiado pesados para sus fuerzas, y con un nuevo graznido que sonó a despedida reemprendía el vuelo hacia el Oeste. La emoción era demasiado intensa para que en un principio pudieran pronunciar una sola palabra. Se limitaron a mirarse y lágrimas de alegría asomaron a sus ojos, porque todos cuantos se mantenían sobre la cubierta del «Isla de Lobos» sabían lo que significaba la presencia de aquella ave. Si había abandonado su nido al amanecer llevaba algo más de tres horas volando y probablemente no lo había hecho en línea recta: ¿Qué distancia podría haber recorrido en ese tiempo…? ¿Cuánto tardaría en regresar a tierra volando directamente hacia el Oeste…? — ¿Qué sabes de las «fragatas»…? Sebastián, que era a quien su padre le había hecho directamente la pregunta, se encogió de hombros: — ¿Qué quieres que sepa…? — replicó—. Supongo que no todas tienen las mismas costumbres ni vuelan a idénticas distancias… Dependerá de la riqueza del mar que rodee su zona de anidaje… Y de la época del aсo… Cuando emigran pueden recorrer cientos de millas. — Cuando emigran lo hacen en bandadas y ésta iba sola… — Abel Perdomo estudió la superficie del agua como si tratara de descubrir en ella secretos y seсales que nadie más supiera descifrar, y sacudió la cabeza con un brusco ademán—: Juraría que ya no nos encontramos sobre el abismo y esto empieza a dejar de ser Océano para convertirse nuevamente en mar… — Se volvió a Sebastián—. Por favor, hijo, comprueba nuestra posición… O yo no he navegado nunca, o estamos a menos de sesenta millas de tierra… Y la corriente continúa empujándonos… Cuando Sebastián concluyó sus cálculos alzó el rostro hacia su padre y sonrió: — Sigues siendo el mejor… — admitió—. Por debajo de los dieciocho grados Norte, y casi en los sesenta Oeste… Si este Atlas no se equivoca, eso debe de caer por aquí: a unos cien kilómetros de Guadalupe… Eso quiere decir que hemos derivado mucho hacia el Sur en estos días… — Eso es bueno… — admitió su padre—. Todo lo que sea moverse, es bueno… — Su pregunta iba ahora dirigida a Asdrúbal, que había escuchado en silencio—. ¿Qué opinas…? ¿Aguantará tres días? — No. La respuesta fue tajante, pero no pareció sorprender a Abel Perdomo, que sin duda también la conocía, e insistió: — ¿Cuánto…? — Será un milagro si maсana por la noche no nos llega el agua a los tobillos… — Hizo una pausa—. Y con un barco tan pesado la deriva será mucho menor. Cada vez avanzaremos menos. — Entiendo… — Su padre meditó unos instantes y luego seсaló hacia adelante—. Quiero que esta tarde amontonéis sobre los travesaсos de proa todas las velas, colchonetas y ropa seca que tengamos. No nos dejaremos sorprender otra vez, y si divisamos un barco le prendemos fuego. Tal vez lo vean y vengan a buscarnos… — ¿Y si incendiamos el barco…? Abel Perdomo sonrió a Yaiza, que era quien había hecho tan absurda pregunta: — Pequeсa… — replicó—. Para prenderle fuego a este barco harían falta mil litros de gasolina… Está tan empapado como un bizcocho borracho. Cayó la tarde y llegó la noche, pero aunque permanecieron atentos a cualquier seсal de vida o la más mínima luz que pudiera distinguirse en la distancia, la vigilia colectiva resultó infructuosa y la noche continuó siendo tan oscura, calurosa, vacía y silenciosa como venía siéndolo desde que la travesía comenzara. Pero el amanecer trajo una nube en el horizonte, allá por el Oeste. No era muy grande, ni muy oscura, pero lo más importante en ella era que permanecía en el mismo punto hora tras hora, lo cual no resultaba extraсo, ya que la calma era absoluta, aunque sí en cierto modo intrigante, pues no resultaba lógico que a mayores alturas tampoco soplara viento suficiente como para desplazar un sencilla nube. — Tal vez sea tierra. Nadie hizo comentario alguno, porque tenían ya las gargantas demasiado resecas y los labios excesivamente cuarteados por el sol y la sed. Aurelia había establecido la ración de agua del día en tres dedos del fondo de un cazo, y quedarse muy quietos y en silencio a la sombra del toldo era la única forma de mantenerse con vida, olvidando la tarea de achicar el barco o tan siquiera preguntarse si sería o no tierra firme lo que se ocultaba tras aquella confusa nube del horizonte. La noche fue larga. La pasaron despiertos, buscando de nuevo una inexistente luz en la oscuridad, y el día que siguió, dormidos, procurando escapar de los tormentos de la sed. El calor aumentaba por momentos y el sol del trópico amenazaba con taladrar las gruesas lonas y taladrarles igualmente el cráneo para acabar abrasándoles unos cerebros ya resecos por la sed, el calor y la fatiga. No volvió ese día la «fragata». Ni ella, ni ninguna otra ave, y tan sólo los «dorados», algunos «peces voladores» que saltaron muy lejos y un enorme tiburón, el extremo de cuya aleta sobrepasaba ya la parte más baja de la borda, les hicieron compaсía. Si aquel escualo hubiera sabido algo de barcos probablemente hubiera decidido no alejarse demasiado, pero a media tarde se cansó de girar en torno al viejo casco desfondado, y se perdió de vista en la distancia, también hacia el Oeste. No comieron. Ya ni hambre tenían, porque la sed vencía cualquier necesidad, y cuando el sol se ocultó en el horizonte coronando de destellos rojos la lejana nube, permanecieron con los ojos clavados en aquel punto, ansiosos por desvelar el misterio que ocultaba. — Es tierra… — musitó de nuevo Abel Perdomo—. Estoy seguro de que es tierra… Ésa noche Yaiza comenzó a delirar, y entre las pesadillas que le asaltaron una le obligó a gritar, pues vio claramente a su abuelo Ezequiel que venía a despedirse, y acudió también «Seсa» Florinda, que no la visitaba desde hacía tres aсos, así como dos muchachos que se habían ahogado en Cabo Juby cuando las terribles tormentas del cuarenta y seis. Tampoco esa noche cruzó por las proximidades ningún buque, y el «Isla de Lobos» embarcó tanta agua que resultaba imposible mantenerse en pie sobre cubierta. — Esto se hunde, padre… — susurró Sebastián aproximando mucho la boca a su oído—. Mejor sería que echáramos el bote al agua y Yaiza y mamá durmieran en él… Lo sujetaremos a popa con un cabo que en el último momento podríamos cortar. — Tu madre no querría… — replicó Abel Perdomo convencido—. La conozco bien y sé que no querría. — ¡Pero tenemos que salvarlas…! — Lo sé, hijo… — replicó palmeándole la pierna en un intento de tranquilizarle—. Pero no te preocupes. Este barco no se irá al fondo esta noche… Aún es capaz de aguantar unas horas… — Tengo miedo. — Yo también, hijo… Yo también… Ningún amanecer se hizo nunca esperar tanto; jamás el sol se mostró tan remiso a salir de su cueva, y tampoco el alba descorrió tan despacio los velos de la noche, como si temiera iluminar aquel paisaje muerto, de mar siempre dormido, de aire siempre quieto y horizontes siempre planos, en cuyo centro destacaba, como el capricho de un loco pintor futurista, la ruina de una vieja goleta recostada sobre su banda de estribor. O quizá lo que temía era tener que iluminar a aquellos cinco seres, a los que la nueva luz vendría a confirmar que concluían al fin sus esperanzas. El sol acabó por nacer, barrió velozmente con sus primeros rayos la quietud de las aguas; golpeó los rostros anhelantes, y descubrió que, en efecto, allí, bajo la nube, se encontraba la tierra. ¡Pero tan lejos…! Tan lejos como el día en que zarparon de Playa Blanca a bordo de un barco aún vivo al que empujaba un viento amigo; tan lejos como había estado siempre América hasta aquella malhadada noche de San Juan; tan lejos como podría encontrarse Lanzarote en ese instante. O tan lejos como estaría una roca de otra roca cuando ninguna de ellas es capaz de moverse. Y el «Isla de Lobos» ya no se movía. Ni se movía el aire, ni se movía el mar, ni mucho menos se movía la bruma que durante tres días habían confundido con una nube y que ocultaba la isla. — ¿Qué isla…? — Guadalupe, sin duda alguna… O quizá se trate de este pequeсo islote, La Desirée, que se ve aquí, a su derecha… — ¡La Desirée…! — exclamó Aurelia recordando su francés del colegio—. «La Deseada.» ¡Qué justo nombre…! Probablemente se lo puso alguien que, como nosotros, venía de atravesar este infinito Océano… Abel Perdomo pareció no escucharla, absorto como estaba en sus propios pensamientos y tras meditar tan sólo unos instantes, echó una larga mirada al barco, comprobó que la escora hacía que el mar penetrase sin oposición alguna hasta casi la camareta, y calculó el tiempo que aún podría mantenerse a flote. Al carecer casi por completo de cubierta que hubiera podido formar bolsas de aire en las bodegas, sus horas se encontraban contadas, y bastaría un brusco movimiento para que girara sobre sí mismo mostrando al fin la quilla al aire. — ¡Echa el bote al agua…! — ordenó a su hijo Asdrúbal—. Y átalo a ese cabo… La embarcación, de dos metros de eslora por uno de manga y fondo plano, era en realidad un minúsculo «chinchorro», práctico tan sólo a la hora de desembarcar del fondeadero a la playa, y quedó meciéndose sobre las quietas aguas como un plato en un fregadero, y al verlo así frente a la inmensidad del mar que tenía a su alrededor, tomaron plena conciencia de su absurda pequeсez. Abel Perdomo extendió la mano hacia su hija: — ¡Yaiza…! Tú a proa… Con cuidado y procura no moverte… La muchacha aceptó la mano que le tendía y nada dijo. Bajó los ojos y con sumo cuidado pasó al bote para ir a tomar asiento acurrucada como una animalito asustado. — ¡Sebastián…! ¡Tú al remo de estribor…! Asdrúbal al de babor, y mamá aquí, a popa. Se miraron. La pregunta parecía inútil, pero, aun así, Aurelia decidió hacerla: — ¿Y tú…? — Yo me quedo. Se encontraban ya los cuatro acomodados, mientras Abel sujetaba la borda del «chinchorro» que apenas sobresalía una cuarta por encima del agua, y resultaba evidente que un hombre de su tamaсo lo hubiera enviado al fondo de inmediato: — Si te quedas nos quedamos todos… — respondió Aurelia con firmeza—. Somos una familia. — Y yo soy el cabeza de esa familia… Y también el capitán de este barco y el que da las órdenes… ¡Tenéis que iros! — Miró directamente a sus hijos, que permanecían muy quietos, mirándole a su vez, y su voz no admitía réplica—. ¡Tenéis que remar todo el día, y toda la noche también si es necesario…! De vosotros depende que os salvéis, y que al llegar a tierra podáis enviarme ayuda. ¡Remad despacio, hijos…! Tenéis tiempo y el mar está en calma… Tomad el agua… ¡No discutas! — le reprendió a su esposa, que hizo ademán de protestar—. La necesitaréis más que yo… — Trató de sonreír—. ¡No temas…! No es la primera vez que naufrago… Con suerte, el barco se volteará y si queda aire en la bodega, puede flotar un par de días… Me subiré a la quilla… ¡Remad! — suplicó roncamente—. La vida de todos depende que seáis capaces de hacerlo sin descanso… — Soltó la amarra y empujó para que el bote se alejara mansamente unos metros—. ¡No digáis nada…! — rogó—. No perdáis tiempo… ¡Remad…! Sus hijos obedecieron. Lenta, acompasada y rítmicamente comenzaron a bogar al igual que lo habían hecho miles de veces en el Canal de la Bocaina o en las proximidades de Isla de Lobos, cuando andaban a la búsqueda de caladeros. Palada tras palada se fueron alejando mientras sus ojos, al igual que los de su madre y su hermana, permanecían clavados en aquel ser que adoraban y que desde la inclinada cubierta de lo que había sido una goleta, los miraba con idéntica fijeza. Cualquier palabra hubiera resultado inútil. El silencio y las calladas lágrimas que enturbiaban la vista eran más elocuentes que todos los discursos, y el dolor de la separación tan fuerte y tan profundo, que hasta los sollozos se apelotonaban sin poder escapar de las gargantas. Asdrúbal y Sebastián apretaban los dientes y bogaban. Yaiza se mordía las manos para no estallar, y Aurelia, vuelta la cabeza, veía empequeсecerse en la distancia al hombre al que amaba, mientras por su mente cruzaban como entre sueсos todos los recuerdos de una vida en común. Por un instante estuvo a punto de deslizarse al agua y regresar nadando para continuar compartiendo lo que quedaba de esa vida, pero comprendió que al hacerlo condenaba también a sus hijos. Su puesto estaba allí, en la popa de aquella barca de juguete que apenas avanzaba hacia una mancha en la distancia que era América, aunque su corazón quedara a bordo de un barco que iba a hundirse, unido para siempre al destino de un hombre que pronto iba a morir. Aquélla era una tragedia silenciosa, de la que únicamente era testigo el silencioso Océano. • — Dicen que el negro había matado a un blanco en una pelea limpia en la que el ofensor había sido el blanco, pero que las autoridades no tuvieron en cuenta esa circunstancia, y condenaron al negro a muerte, confinándole en el fondo de una oscura y profunda mazmorra hasta el día en que fuera ejecutado públicamente para escarmiento de todos aquellos que sintiesen la tentación de querer considerarse semejantes a un blanco… — El anciano aspiró de su larga cachimba torcida y resobada, hizo una pausa para que sus oyentes recapacitaran en el auténtico significado de sus palabras, y tras lanzar un denso chorro de humo, continuó en el mismo tono monocorde y sin inflexiones—: Yo recuerdo muy bien a la mujer de aquel negro; a su amante, o su esposa ante Dios, ya que no ante la ley, pues en aquel tiempo los negros no teníamos derecho a ley, ninguna, incluida la de casarnos… Era una muchacha hermosa y siempre alegre, de boca grande y voz sonora, cuyas manos estaban especialmente dotadas para el barro con el que construía figuras, platos y jarras que luego vendía en el mercado, anunciándose con tan graciosas canciones que todas las damas de la ciudad — y muchos hombres que no buscaban precisamente su cerámica— acudían a comprarle… Alzó el rostro, su mano se crispó sobre el vaso vacío, y Damián Centeno comprendió lo que eso quería decir, por lo que hizo un gesto al camarero que se aproximó con la botella del oscuro y denso brebaje que el narrador bebía: — Pero aquella negra amaba a su hombre, seсor… Lo amaba por encima de todo, y acudió al juez, a la policía, y a las autoridades de. Saint-Pierre en demanda de perdón, llamando a todas las puertas para conseguir que la pena se conmutara por otra más acorde con la realidad de los hechos… — Hizo una nueva pausa y bebió despacio, con un placer que indicaba que aquél era ya el único placer que le quedaba en esta vida—, Pero esas puertas se cerraron, seсor… Los blancos no la escuchaban, e incluso los de su propia raza se burlaban de ella, y quienes no pudieron poseerla cuando tenía quien la defendiera pretendieron meterse a la fuerza en su cama, porque sabían que vivía sola en una apartada cabaсa, a la orilla del mar, allí, justo en aquella punta que puede usted ver desde aquí… Nadie respetó su dolor y su angustia, ni nadie respetó el hecho de que el hombre al que pertenecía se estaba pudriendo en una mazmorra a la espera del día en que lo ahorcaran. Damián Centeno observaba al negro, atraído por los millones de 1 arrugas que surcaban su rostro, sereno pero al propio tiempo profundamente triste, como si una insoportable amargura, un horror inimaginable hubiera tallado cada una de sus facciones y hubiera dotado de tan extraсa expresión a sus ojos, y luego se volvió a comprobar la fascinación con que el chiquillo que le había llevado hasta la taberna escuchaba a su vez un relato que sin duda habría oído cientos de veces, pero que aun así le continuaba subyugando. — ¡Qué terrible, seсor…! ¡Qué terrible…! Saint-Pierre era entonces capital de Martinica: una ciudad hermosa, con grandes avenidas, palacios, hoteles, teatros y un precioso muelle en el que recalaban navíos llegados de todos los rincones del mundo… Era un lugar muy lindo, seсor, donde incluso hasta los negros vivíamos a gusto cuando los blancos nos lo permitían… — Agitó la cabeza incrédulo—. Pero aquella mujer odió a la ciudad que tan cruel y despiadada se mostraba con ella, y usted debe saber, seсor, lo que significa el odio de una mujer cuando llega al extremo de la desesperación… — Chasqueó la lengua—. ¡Y llamó a «Elegbá»! ¡Elegbá, Elegbá! —gritó—. Yo te conjuro con todos mis poderes para que maldigas a esta ciudad sin corazón que quiere arrebatarme lo que amo y se burla de mí… Bebió esta vez con más ansia, porque se diría que a medida que su relato iba ganando en intensidad él mismo se excitaba. — ¡Y la diosa Elegbá la escuchó, seсor…! No me pregunte por qué, pero desde lo más profundo de las selvas dahomeyanas, Elegbá oyó la voz de aquella hermosa negra cuyos antepasados habían llegado siglos atrás desde esas mismas selvas y respondió… Y la montaсa dormida, la montaсa pelada, el Montpelé rugió, advirtiendo a los blancos y a los negros lo que podía sucederles si continuaban haciendo daсo y ofendiendo a una sierva de Elegbá… El viejo agitó la cabeza nuevamente y su mirada se clavó ahora en la inmensidad del mar que se abría ante él, y sobre el que únicamente destacaban las diminutas piraguas de algunos pescadores. — ¡Qué terrible, seсor…! ¡Qué terrible…! Nadie quiso escuchar aquel aviso, y cuando la negra amenazó con ir más lejos y pedirle a la montaсa que realmente mostrara su poder, los blancos la arrojaron del Palacio de Justicia y los negros, hombres y mujeres, la persiguieron por las calles, apedreándola y prometiendo colgarla del mismo cadalso que a su amante si regresaba a la ciudad. — Era el ocho de mayo. El ocho de mayo de mil novecientos dos, seсor… Un día que seguirá maldito hasta el fin de los siglos. — Hizo una nueva pausa—. Mi amo me había enviado a Fort-de-France a entregar los caballos que había vendido a un plantador, y yo regresaba a casa, contento por haber hecho bien mi trabajo, aunque intranquilo por los rugidos de aquella montaсa aterradora, el continuo estremecerse de la tierra, y el insoportable olor a azufre que flotaba en el aire. Ahora el anciano del millón de arrugas apuró su vaso y lo colocó boca abajo sobre la mesa, como si quisiera indicar que tanto sus ansias de beber como su relato concluían: — Al coronar la cima, allí, en aquella cresta del fondo, detrás del picacho gris, me detuve un instante a observar la montaсa que no cesaba de gruсir, y de pronto, seсor, y lo juro por mis hijos que murieron aquel día, vi cómo la falda del Montpelé se abría como si le hubiera nacido una boca inmensa roja y redonda, y de esa boca surgió una lengua de fuego; una larga llamarada que fue como flotando por el aire directamente hacia Saint-Pierre, girando y retorciéndose, silenciosa y espeluznante, y tras atravesar de parte a parte la ciudad, llegó al puerto, se tragó a los barcos y se alejó sobre el mar como una inmensa bola que se deslizara inofensivamente para perderse de vista en el horizonte. — Cuando busqué con la vista, seсor, no había ciudad. Hasta el último edificio se había convertido en un montón de pavesas renegridas que apenas lanzaban al aire leves columnas de humo, y de las treinta mil personas que allí habitaban no quedaban más que algunos restos chamuscados y un insoportable hedor a carne asada. «La montaсa quedó en silencio, y en ese mismo silencio continúa desde entonces cumplida la venganza de Elegbá. Corrí a Fort-de-France a contar lo que había visto y no quisieron creerme, tomándome por loco o por borracho, pero cuando otros testigos también acudieron y regresamos a la ciudad maldita, ni un ser vivo quedaba…» — Se diría que se le saltaban las lágrimas al recordar aquellos lejanos días—. ¡Ni un ser vivo, Seсor…! Ni un hombre, ni una mujer, ni un niсo… ¡Nadie, excepto aquel odioso negro por el que todo había comenzado, y que por capricho de la diosa Elegbá, o por la protección que le brindó el encontrarse en el fondo de la más profunda e impenetrable de las mazmorras, fue el único que pudo soportar el terrorífico calor de aquella lengua de fuego que yo vi, y que en apenas unos segundos fundió como si fueran de cera las llaves, las cadenas e incluso los gruesos barrotes de las celdas de la cárcel… Así murió, seсor, Saint-Pierre de La Martinica, la más bella ciudad que nunca haya existido… — ¿Qué fue de la negra…? — Se volvió loca, seсor… Al igual que su hombre, al que ya habíamos sacado trastornado de su celda… A él le volvió loco el miedo; a ella el horror por el mal que había hecho… Vagaron un tiempo por la isla y una noche se arrojaron juntos a un abismo… ¡Qué terrible, seсor…! ¡Qué espantosa tragedia…! Recorriendo más tarde cuanto quedaba de lo que debió de ser cincuenta aсos atrás una hermosa ciudad alegre y divertida, y contemplando los muсones renegridos de lo que fueron gruesas columnas o el amasijo en que se habían convertido las cancelas, Damián Centeno admitió que, en efecto, debió de tratarse de la más espantosa tragedia colectiva que vivió la Humanidad hasta el día en que estalló una bomba en Hiroshima. El era un hombre experto en destrucciones. Había visto tantas ciudades aniquiladas que cuando dejó a sus espaldas un Berlín arrasado e irreconocible, llegó a la conclusión de que ya nada en este mundo podría impresionarle, pero el contemplar aquellas calles que un día, en un instante, en cuestión de segundos habían resultado calcinadas por culpa de la maldición de una negra vengativa, le producía una extraсa angustia, como si de pronto comprendiera que aún no lo había visto todo en este mundo y existían fuerzas que estaban más allá de lo que nunca hubiera deseado conocer. El sol comenzaba a ocultarse en el mar tiсendo de un rojo fuerte el horizonte del Caribe, y las sombras cubrían la inquietante silueta del Montpelé, amenazando con extenderse muy pronto sobre el esqueleto de la ciudad destruida. No le agradó la idea de pasar la noche en Saint-Pierre, y subió a su coche para regresar sin prisas a Fort-de-France, «El París de las Antillas», donde aún tendría que esperar dos días para continuar su viaje, porque en La Martinica tampoco habían sabido darle noticias del «Isla de Lobos». — Si viene a vela no llegará nunca… — le aseveró un atildado y ceremonioso oficial de Marina—. Estamos sufriendo unas calmas como no se recuerdan en medio siglo… ¿Cómo se les ocurrió escoger esta época del aсo para la travesía…? Tenían que esperar a diciembre… Perdone que le diga, Monsieur, pero esos parientes suyos deben de estar locos… ¡Únicamente un loco decide hacerse a la mar en estas fechas…! — No les quedaba otro remedio… El interés del francés pareció avivarse de improviso: — ¿Acaso escaparon por motivos políticos…? ¿Fugitivos de la Dictadura…? — Más bien fugitivos del hambre, Monsieur. Entre otras cosas… El oficial agitó la cabeza comprensivo: — ¡Bien…! Le prometo hacer cuanto esté en mi mano… — seсaló—. Consultaré con mis compaсeros de Guadalupe y María Galante por si han recalado allí, pero le repito que con semejantes calmas no debe abrigar demasiadas esperanzas… Tal vez más al Sur; en Barbados o Trinidad… El viernes tiene usted un barco… Damián Centeno había aprovechado ese tiempo para conocer un poco la isla, y su deambular le había llevado hasta aquel lugar maldito que le había impresionado porque, aunque nunca fue amigo de leyendas y fantasías, el tono con que el viejo negro contaba su historia no le dejó lugar a dudas sobre el hecho de que había sido aсos atrás uno de los escasos testigos que presenciaron cómo la tierra se abrió como si de un gigantesco dragón se tratara, lanzando su aliento de fuego sobre una ciudad que había conocido en propia carne lo que significaba descender a los infiernos. Había tenido en las manos el manojo de llaves y monedas que un hombre llevaba ese día en el bolsillo y que se habían fundido hasta conformar un amasijo casi irreconocible, y se preguntó cuántos miles de grados debieron ser necesarios para que en cuestión de segundos se consiguiera semejante fusión. Aún continuaba pensando en ello cuando distinguió a lo lejos las primeras luces de Fort-de-France, y fue entonces cuando decidió que necesitaba olvidarse de Saint-Pierre y que, por lo tanto, esa noche se iría de putas. • A pesar de que no podía considerársele un hombre cobarde, Mario Zambrano había pasado la mayor parte de su vida huyendo. A los veintidós aсos huyó de su casa, incapaz de soportar por más tiempo las constantes disputas entre sus padres, sus hermanos y sus tíos, pues el hogar de los Zambrano, en Granada, se había convertido en aquella primavera de mil novecientos treinta y seis, en una especie de anticipo de lo que sería meses más tarde el país entero. Los enfrentamientos verbales e incluso a menudo físicos entre miembros de una misma familia dividida por profundas diferencias ideológicas se habían ido exacerbando hasta límites tan irracionales, que un buen día Mario Zambrano abandonó sus estudios en la Escuela de Bellas Artes, reunió lo poco que tenía, y subió a un tren rumbo a París donde le constaba que estaría mucho más cerca de lo que amaba: la pintura, y mucho más lejos de lo que odiaba: las discusiones políticas. No le sorprendió que al poco tiempo Espaсa se enfrascara en una guerra civil, porque aquélla era una guerra que había estado esperando día tras día desde muchísimo tiempo atrás, visto que ni siquiera seres de una misma sangre y una misma educación conseguían ponerse de acuerdo sobre la forma en que deseaban gobernar o ser gobernados. Sintiéndose espaсol hasta la médula, decidió no obstante aislarse por completo de aquella repugnante contienda, negándose a leer una sola noticia que se refiriese a su país durante los tres aсos siguientes, y, aun sintiéndose muy integrado también a su familia, decidió de igual modo romper sin abrir las canas que recibía, pues le aterrorizaba la idea de averiguar cuál de sus hermanos había sido el causante de la muerte de otro hermano o de su propio padre. Le espantaba tener que llorar por los muertos casi tanto como tener que aborrecer a los vivos, y consideró que, en semejante situación y visto lo irracional que resultaba todo, lo más lógico por su parte era mantenerse en una eterna ignorancia y hacerse la ilusión de que todos seguían vivos y nadie tenía sobre su conciencia la sangre de su sangre. — Aсos después, y cuando ya había conseguido vender algunos cuadros y se sentía profundamente a gusto con su pequeсo estudio y los amigos con los que compartía hermosas horas de diversión y entusiasmo por la pintura, percibió cómo el ambiente comenzaba a espesarse a su alrededor y las diferentes ideologías políticas irrumpían de nuevo en su vida hasta el punto de verse acusado por la mujer que amaba de «pro-comunista» y defensor de los «cerdos-judíos». Ese día, Mario Zambrano, que jamás había sentido el menor interés por los comunistas, ni la menor curiosidad por la raza, nacionalidad, creencias o filiación de quienes le rodeaban, captó, con aquel peculiar olfato de que la Naturaleza le había provisto para detectar conflictos, que el ambiente volvía a enrarecerse, y sin pensárselo mucho huyó una vez más en busca de un lugar tranquilo en el que nadie hablara de política y hubiera buena luz para pintar. Lo encontró en una preciosa casita alzada en lo alto de una colina frente al vetusto y hermoso fuerte de Richepanse, en el pequeсo puerto de Basse-Terre de la costa de sotavento de la isla de Guadalupe, teniendo toda la inmensidad y el esplendor del Caribe para llenar sus lienzos de mar, luz y mujeres exóticas. Allí, y durante los cuatro aсos que siguieron, se negó igualmente a leer un solo periódico ni a consentir que nadie le hablara de una guerra en la que gentes y pueblos que amaba y que hubiera deseado pintar se dedicaban a la siempre estúpida tarea de matarse unos a otros desenfrenadamente. Vivió de la pesca, la agricultura, regentar un pequeсo restaurante en la playa, vender algunos cuadros, y alquilar a los por entonces escasos turistas una vetusta balandra que había comprado de tercera mano, y en la que se lanzaba osadamente a navegar, llevándoles a visitar las islas y calas vecinas. Acabada la contienda no sintió deseo alguno de regresar a una Europa triste y convaleciente que tardaría aсos en lamer sus múltiples heridas, y prefirió quedarse para siempre donde estaba, con la única diferencia de que ahora poseía un hermoso local en la Avenida Victor Hugo de Pointe-á-Pitre, la capital de la isla, en el que sus marinas y sus bellas mujeres exóticas se vendían con la suficiente facilidad como para permitirle vivir de la pintura. A veces, al pensar en Granada o en París continuaba experimentando algo muy parecido a la nostalgia, pero esa nostalgia fue siempre para Mario Zambrano una sensación casi placentera, incomparablemente más dulce que la desagradable realidad de enfrentarse al hecho incuestionable de que algunos de los seres queridos que había dejado atrás ya estarían muertos y enterrados. Por ello, y aunque llevase aсos sin moverse, podría decirse que Mario Zambrano continuaba huyendo, porque de lo que huía era de sí mismo y de su incapacidad de sufrir, ya que aborrecía la realidad de la época que le había tocado vivir y su única forma de luchar contra ella era ignorarla. Pero resultaba evidente que nadie puede estar corriendo ante su propio destino eternamente, y aquella soleada y agobiante maсana de noviembre el olfato de Mario Zambrano falló cuando al tropezarse en plena calle con el comandante Claude Duvivier, éste le espetó, sin más preámbulos: — ¡Buenos días, Zambrano…! Usted es la persona que estaba necesitando. — ¿Para qué…? — Para hacerme un pequeсo favor… Acompáсeme al hospital y se lo explicaré por el camino. Fue así como Mario Zambrano se encontró de improviso frente a la más hermosa y exótica criatura que hubiera deseado pintar nunca, cuyos inmensos y profundos ojos verdes le miraban con fijeza mientras tomaba asiento junto a su madre y delante de dos hermanos que se mantenían en pie, muy erguidos, en una amplia y luminosa sala del Hospital General de Pointe-á-Pitre. — Lamento ser portador de tan malas noticias, pero el comandante de Marina me na pedido que lo haga, ya que él no habla espaсol. A pesar de que durante estos tres días varios barcos y aviones han rastreado la zona, no ha sido posible encontrar huella alguna de su padre… — Se volvió a Aurelia como si intentara escapar de la fascinación que ejercía sobre él la mirada de Yaiza—. Créame que lo sentimos, pero ya se ha dado la orden de suspender la búsqueda… Si esperaba enfrentarse a una escena de gritos, llantos y aspavientos sufrió una decepción, porque se diría que aunque los Perdomo «Maradentro» se esforzaban por alimentar una remota esperanza, en lo más profundo de sus corazones sabían y lo habían sabido desde el momento mismo en que comenzaron a remar apartándose del «Isla de Lobos», que Abel acabaría hundiéndose con el barco. A medida que iban alejándose y lo que quedaba de la goleta se empequeсecía en la distancia hasta convertirse en un triste montón de maderos empapados que a duras penas mantenían el equilibrio sobre las aguas, se fueron convenciendo, sin necesidad de intercambiar una palabra o tan siquiera una mirada, de que aquel bondadoso hombretón que había sido el eje sobre el que giraban sus vidas, les abandonaba para siempre. Cuando ya ni siquiera Asdrúbal fue capaz de distinguirle y se diría que la azul inmensidad del Océano se había abatido sobre él, cubriéndolo y convirtiéndolo en parte de sí mismo, apretaron con más fuerza los dientes y bogaron con más brío, conscientes de que no era tiempo de llorar, sino de intentar salvarse para que al menos su sacrificio no resultara estéril. Cómo pudieron conseguirlo nadie sabría decirlo, pero los cuatro se esforzaron hasta que llegó un momento en que podría creerse que ya los brazos no formaban parte de sus cuerpos sino que actuaban por propia voluntad, y la espina dorsal o los riсones no existían sino que habían pasado a convertirse en una masa amorfa e insensible,' útil únicamente para sostener aquellos brazos en constante movimiento. El hecho de que ahora vinieran a confirmarles algo que ya sabían no era razón suficiente, por tanto, para exteriorizar un dolor qué les abrumaba desde el momento mismo de la separación. — Gracias… — fue todo lo que dijo Aurelia. — Nos gustaría que diera las gracias también a todos cuantos nos han atendido… — aсadió Sebastián—. Han sido muy amables. — Han hecho cuanto está a su alcance para tratar de encontrar el barco… — insistió Mario Zambrano—. Pero es que ese Océano es muy grande… — Lo sabemos… — admitió Aurelia, con lo que pretendía ser una leve sonrisa—. Nosotros, mejor que nadie, lo sabemos… — ¿Qué piensan hacer ahora…? La madre y sus tres hijos se miraron, y cabría imaginar que era ésa una pregunta que aún no se habían atrevido a plantear. — No lo sé… —admitió Aurelia con voz queda—. Era mi esposo quien tomaba las decisiones y aún no nos hemos hecho a la idea de que no está… —Hizo una corta pausa en la que quedaba marcada la intensidad de su ansiedad—. Tampoco nos habíamos hecho a la idea de llegar a un país en el que no entendiéramos el idioma, y haber perdido el barco… El barco era cuanto nos quedaba… — ¿Tienen dinero…? Aurelia metió la mano en el bolsillo de su sencillo vestido negro y mostró cuatro arrugados billetes. — Ochocientas pesetas… — dijo—. Los últimos tiempos fueron malos… Al contemplar los tristes billetes sobre la palma de la mano de la mujer, Mario Zambrano experimentó de una forma clara aquella sensación de peligro que siempre le había permitido escapar a tiempo; olfateó en el aire el indescriptible aroma que le impulsaba a huir de los problemas, y por un instante estuvo a punto de ponerse en pie y abandonar la estancia, consciente de que había cumplido la misión que le encomendaron y nada más le quedaba por nacer en aquel hospital. Pero los ojos profundamente verdes de la muchacha permanecían clavados en él y parecían mantenerle atado a la silla como un pájaro hipnotizado por una serpiente. — ¿Adonde quieren ir…? — se sorprendió diciendo. — A Venezuela. — ¿Tienen parientes allí? — No tenemos parientes ni amigos en parte alguna… Salvo en Lanzarote. A. — Tal vez deberían regresar… El Consulado tendría que hacerse. cargo de ustedes y repatriarlos… — No podemos volver a Lanzarote… Mario Zambrano hizo un leve gesto de asentimiento: — Entiendo… El comandante Duvivier ha preferido no comunicar al cónsul su presencia aquí por si ustedes no deseaban que conociera su llegada… Sabemos que actualmente el Gobierno espaсol pone graves impedimentos a la emigración, y son muchos los enemigos políticos del Régimen que escapan sin permiso… Supongo que desean que el cónsul continúe ignorando que han llegado a Guadalupe… — Desde luego… — Duvivier lo arreglará. —Hizo una corta pausa—. Y espero que les proporcione documentación para que puedan permanecer una temporada en la isla… Al fin y al cabo son náufragos, y los exiliados y los náufragos gozan de la simpatía de las autoridades… — Lanzó un corto resoplido—. El problema es que no pueden ustedes continuar en el hospital… No sobran las camas. — Lo comprendemos. — ¿Tienen adonde ir…? Aurelia mostró una vez más los billetes que tenía en la mano: — ¿Cree que podremos alojarnos en algún sitio con este dinero…? Mario Zambrano hizo un rápido cálculo y negó pesimista. — Pointe-á-Pitre es una ciudad cara que crece rápidamente y siempre tiene problemas de alojamiento… — Los verdes ojos continuaban mirándole con destructora fijeza—. Tengo una habitación libre en mi casa, en Basse-Terre… — Se maldijo a sí mismo y se arrepintió en el acto por haberlo dicho, pero continuó como si fuera otro el que hablaba por él—. Y los chicos podrían dormir en la balandra… — Adelantó las manos impidiendo las palabras de protesta—. Será sólo unos días, mientras Duvivier consigue la documentación y buscan la manera de continuar hacia Venezuela… — Sonrió levemente—. Como son gente de mar tal vez puedan pagarme adecentando un poco mi viejo velero… — Por primera vez se atrevió a mirar de frente a Yaiza—. Y me encantaría que usted me sirviera de modelo para un cuadro: Soy pintor… Una hora después se amontonaban los cinco: Aurelia junto a Mario Zambrano y sus hijos detrás, en el interior de un viejo «Citroлn» que abandonaba sin prisas los arrabales de Pointe-á-Pitre y enfilaba la sinuosa carretera que se abría camino entre la espesa vegetación tropical de la isla, rumbo a Basse-Terre. No hablaron mucho. Los pasajeros continuaban sumidos en sus recuerdos y en la incertidumbre de su futuro, y el hombre que conducía iba atento a la estrecha y peligrosa carretera de la que de tanto en tanto surgían como fantasmas veloces autobuses enloquecidos. Llegaron a su destino cerrada la noche; los Perdomo prefirieron retirarse a descansar sin probar bocado, y cuando los supo durmiendo, Mario Zambrano se preparó un bocadillo y una cerveza y salió a la terraza desde donde dominaba el fuerte y la ciudad, observando las luces y preguntándose una vez más por qué razón había decidido dejar a un lado su egoísmo e implicarse en uno de aquellos malditos problemas a los que siempre había sabido esquivar con tanta habilidad. — Debo de estar haciéndome viejo… — musitó mientras encendía con infinita parsimonia una de sus innumerables cachimbas—. O me hago viejo, o esa chica me ha embrujado sin abrir la boca. Cayó en la cuenta de que hasta ese momento Yaiza no había dicho ni siquiera una palabra, y, no obstante, tenía la sensación de que sabía de ella más de lo que supiera nunca de mujer alguna. Comenzó a imaginar el cuadro que empezaría a pintar al día siguiente teniendo como marco el último torreón del fuerte de Richepanse, el azul del mar y el verde lujurioso de la vegetación de la colina, y por primera vez en tantos aсos de retratar mujeres se preguntó si sería capaz de plasmar en el lienzo toda la belleza y el misterio que encerraban el rostro y los inmensos ojos de aquella muchacha. — Si lo consigo… — musitó antes de quedarse profundamente dormido en la ancha hamaca—, pasaré a la historia de la pintura… Pero, en lo más profundo de sí mismo, sabía que no estaba en condiciones de aprehender cuanto se adivinaba más allá del rostro y de los ojos de la menor de los Perdomo «Maradentro». • La «Graciela» era una balandra sin personalidad, que había ido pasando por tantas manos a lo largo de su azarosa existencia, que en ellas se había quedado el poco espíritu que pudiera haber tenido en un principio. Olía a moho, se lamentaba de continuo aun fondeada como estaba en un quieta ensenada, y parecía negarse a obedecer las más elementales reglas de la navegación, como si sus velas, su casco y su timón hubieran decidido romper sus mutuas relaciones y su imprescindible necesidad de colaboración muchísimo tiempo atrás. La «Graciela» debió de ser una embarcación construida en serie sobre unos planos ya sobados por alguien que no tenía otro interés en esta vida que acabarla cuanto antes, pasarle una mano de pintura e intentar embaucar a algún incauto que acabara de obtener su flamante título de Patrón de Yate. Nació muerta y muerta navegó a trancas y barrancas sobre infinitos mares, sin que ninguno de sus dueсos sintiera por ella más afición que la de revenderla cuanto antes; y así fue a parar a manos de Mario Zambrano, que la utilizó como medio de vida el tiempo estrictamente necesario y la dejó luego meciéndose en un olvido del que ella nunca pretendió salir. Sebastián y Asdrúbal, incapaces de soportar la hediondez de su angustiosa camareta, prefirieron dormir aquella primera noche sobre cubierta, teniendo frente a ellos las luces del puerto, allá a lo lejos, al Norte, y casi por encima mismo de sus cabezas las blancas casitas que se desparramaban sobre la colina entre dos diminutos riachuelos que lanzaban sus aguas al mar abriéndose camino por entre una apabullante masa de vegetación. — Cualquiera de esos arroyos lanza más agua al mar en un día de la que consume Playa Blanca en un aсo… — comentó Asdrúbal cuando la claridad del alba les permitió hacerse una idea del lugar en que se encontraban—. No cabe duda de que Dios sabía hacer bien las cosas, pero lo que resulta evidente es que nunca supo distribuirlas… — Probablemente tenía otras cosas en qué pensar… — ¿Como qué…? — ¡Cualquiera sabe…! Permanecieron en silencio, contemplando el amanecer y cómo multicolores barcas se hacían a la mar y algunos automóviles comenzaban a circular por la carretera que bordeaba la playa, y fue Asdrúbal el que al fin se volvió a su hermano: — ¿Qué vamos a hacer ahora…? — Trabajar, supongo… — rué la respuesta—. Aferramos a lo que salga y tratar de llegar a Venezuela… Se han portado bien, pero no me gustan los franceses… Nunca me gustaron ni creo que pudiera llegar a entenderlos… — Hizo una pausa—. Venezuela es otra cosa… Conozco a mucha gente que ha logrado abrirse camino allí… ¡Pero aquí…! Si ese tipo no aparece, esta noche hubiéramos tenido que dormir bajo un puente. — Le gusta Yaiza. — ¡Yaiza le gusta a todos…! Hasta el día en que se case y le traslademos la responsabilidad a su marido, Yaiza será, lo queramos o no, nuestro principal problema, hermano… Pero ese Zambrano en particular no me molesta… Parece que, en efecto, lo único que pretende es pintarla… — Eso es sólo el principio… Luego querrá algo más. ¡Mierda…! — exclamó Asdrúbal en un arranque de rabia—. Desde que esa mocosa se convirtió en mujer todo han sido disgustos… Hasta los amigos dejaron de comportarse como antes… Sólo hablaban de Yaiza, y cuando venían a casa ya no era para estar con nosotros o echar una partida, sino para verla o decirle cualquier majadería… — Lo mismo te ocurría a ti con la hermana del «Chepa»… Y lo único que tenía aquélla era un culo como un pandero… — Alzó los hombros en ademán de impotencia—. ¡Es la vida…! La diferencia estriba en que Yaiza es demasiado bonita y nos ha costado demasiado… — No te quejes, que tú siempre quisiste venir a América… ¡Bien! Ya estamos en América… — Asdrúbal sonrió amargamente—. En Lanzarote éramos pobres, pero aquí, de momento, estamos viviendo de limosna… Su hermano negó convencido: — Pienso aceptar ayuda, no limosna… Para empezar pagaremos lo que comamos convirtiendo esta baсera en algo que se parezca a un barco… ¿Habías puesto alguna vez los pies sobre la cubierta de una mierda semejante…? — No, ni creo que exista… En nuestras costas se hubiera ido al fondo al primer golpe de viento… — Observó a Sebastián con extraсa fijeza, tardó en hablar, y cuando lo hizo su voz sonaba sincera—. Tú eres el hermano mayor y el más listo — dijo—. Supongo que te corresponde ser el cabeza de familia y tomar las decisiones… Quiero que sepas que lo acepto y haré lo que digas hasta que hayamos sacado a mamá y Yaiza adelante… Lo importante es que la familia continúe unida, porque por separado no seríamos nada y convertiríamos en inútiles todos los esfuerzos que hemos hecho… ¿Por dónde empezamos…? — Por sacar del agua a este cacharro, porque el mar no es su sitio de momento… Vamos a remozarlo de la quilla a la cofa y a convertirlo en un barco de verdad, aunque ni él mismo se lo crea… Vamos a demostrar que somos unos auténticos Perdomo «Maradentro», hijos de Abel y nietos de Ezequiel. Su hermano rió divertido mientras echaba mano al grueso cabo que los unía a la boya: — ¡Y bisnietos de Zacarías, que llegó a China dieciocho veces doblando el Cabo de Hornos…! Cuando el sol asomó por encima de las colinas hiriendo en los ojos a Mario Zambrano y obligándole a despertar, lo primero que advirtió fue que un apetitoso olor a café y tostadas recién hechas inundaba su casa, y al asomarse a la balaustrada en busca de su vieja balandra se sorprendió al verla varada sobre la arena y alzada sobre fuertes calzos. Penetró a toda prisa en la cocina para descubrir a Yaiza y Aurelia concluyendo de preparar el desayuno: — ¿Qué hacen sus hijos…? — preguntó sin dar siquiera los buenos días. — Reparar su barco… ¿No era eso lo que quería…? — Sí, desde luego… — admitió desconcertado—. Pero no era necesaria tanta urgencia… Necesitan descansar. — Han estado casi tres meses inactivos y no tenemos tiempo para descansar si queremos llegar a Venezuela… ¿Le apetecen un par de huevos fritos con el café…? — No, gracias… Me basta con las tostadas… — Seсaló con un amplio gesto a su alrededor—. ¡Oiga…! — protestó—.Yo únicamente pretendo echarles una mano; no explotarles… No es necesario que se tomen las cosas tan a pecho… No recuerdo haber visto esta cocina tan limpia en mi vida… Aurelia hizo un leve ademán para que tomara asiento frente a las tostadas y se acomodó en otra silla mientras Yaiza les servía: — ¡Escuche…! — pidió—. Le agradecemos que nos haya acogido en su casa, pero debe entender que somos una familia que jamás ha aceptado vivir de caridad… — Sonrió apenas, como si tratara de quitarle aspereza a sus palabras—. Nosotros «necesitamos» saber que nos estamos ganando lo que comemos o de lo contrario no podríamos seguir aquí… ¿Entiende lo que quiero decir…? Mario Zambrano — asintió con un gesto y seсaló a Yaiza, que se inclinaba en esos momentos a colocar un cuchillo ante él: — A mí me basta con que pose para el cuadro… Eso es lo que en verdad me importa… Que la cocina esté más o menos limpia me tiene sin cuidado… — Con todos los respetos, su cocina es una auténtica pocilga por la que se pasean las más descaradas cucarachas que haya visto en mi vida, y le juro que he visto muchas… Y el resto de la casa se encuentra por el estilo…1 Estoy de acuerdo en que sea un bohemio, pero usted estará de acuerdo en que me apetezca adecentarle un poco todo esto a cambio de la ayuda que nos presta… ¿O no…? El pintor la observó con detenimiento y, al fin, sorbió su café, se pasó la lengua por la comisura de los labios y, encogiéndose de hombros, replicó: — A mí, conque su hija se siente en esa terraza y se quede quieta puede usted hacer con la casa lo que quiera… Aunque si me espantan las cucarachas, los ratones y los murciélagos del desván, cuando se vayan me voy a sentir muy solo… Aurelia extendió la mano sobre la mesa, golpeó la de él con un gesto afectuoso y le guiсó un ojo como si estuviera sellando un trato. — No se preocupe… Mi hija está a su disposición, y le aseguro que, por mucho que me lo proponga, nunca sería capaz de echar de esta casa a todos sus inquilinos… A media maсana, cuando Yaiza tomó asiento en el borde de la balaustrada envuelta en una discreta túnica amarilla teniendo a sus espaldas el mar y las torres de la fortaleza, Mario Zambrano se acomodó frente a ella, instaló su lienzo, empuсó el lápiz y alzó una mano que, por primera vez en su vida, tembló porque le constaba que no se sentía capacitado para transmitir a un simple pedazo de tela la complejidad de los sentimientos que le asaltaban a la vista de la profunda serenidad e inocencia que emanaban del rostro de su modelo. — Habíame de ti… — pidió como si de ese modo consiguiera tranquilizar su pulso—. Cuéntame cosas que me sirvan para captar cómo eres, porque un cuadro no debe ser únicamente la reproducción de unos rasgos. Tiene que «contar» algo de esa persona… — Alzó la vista hacia ella—. ¿Comprendes lo que quiero decir…? — Ella asintió en silencio—. Habíame entonces… — aсadió—. Aún no he oído tu voz. — El día en que nací comenzó a llover, y nadie había visto nunca llover tanto soDre Lanzarote… — El tono de Yaiza era suave, bajo, distante, como si se estuviera refiriendo a otra persona que nada tenía que ver con ella y se limitara a narrar unos hechos que no le afectaban—. Siendo muy pequeсa alguien aseguró que «aplacaba a las bestias, atraía a los peces, aliviaba a los enfermos y agradaba a los muertos…», y cuando tuve uso de razón, descubrí que había algo más: «Atraía la desgracia»… Primero fue la plaga de langosta; luego riсas entre los muchachos del pueblo; más tarde el hundimiento del «Timanfaya», la separación de Adela y Bruno porque él me perseguía y a ella se la comían los celos, y por último las muertes… — observó con fijeza a Mario Zambrano, que no había sabido trazar aún una sola línea, limitándose a escucharla—. Si yo no hubiera nacido, mi padre aún estaría vivo y muchos otros también… — Lanzó un hondo suspiro y resultaba evidente que no deseaba hablar más sobre el tema—. Eso es todo… — concluyó—. Y no me gustaría que su cuadro lo reflejase. — ¿Por qué? — Porque sólo me pertenece a mí… Y por muy caro que pueda vender su cuadro, nadie tiene derecho a colgar de una pared mis sentimientos… Mi padre está muerto, mi madre persiguiendo cucarachas en su cocina, y mis hermanos deslomándose por reparar un barco que no es suyo… Todo por mi culpa… ¿Cree que me agrada la idea de que alguien que no me conoce pueda descubrirlo a través de una pintura…? — No… — admitió Mario Zambrano—. Supongo que no… — En ese caso le agradecería que tan sólo pintara lo que está a la vista… No le importa, ¿verdad? ¿Qué podía responderle cuando acababa de caer en la cuenta de que la maldita trampa de la que siempre había conseguido escabullirse se cerraba en torno a él y no existía fuerza alguna que pudiera librarle…? Mario Zambrano había presentido, o más bien abrigaba ya la absoluta certeza, que — tal como ella aseguraba— aquella muchacha de los inmensos ojos verdes «le traería desgracia», y él, que había sido un experto en correr ante ella, sabía conocerla al primer golpe de vista, aunque la auténtica desgracia tenía en esta ocasión un aspecto diferente y tangible, pues no era otra cosa que la modelo envuelta en una túnica amarilla. Sentirla tan cerca y al propio tiempo tan lejana, y comprender que aquellos tres metros que les separaban constituían un abismo infranqueable, bastaban para hacerle sentirse incómodo, y ése no era para Mario Zambrano más que el primer paso para considerarse desgraciado. «¿Cómo será el hombre al que esta muchacha llegue a amar algún día? — se preguntó mientras comenzaba a delinear las torres del fuerte, eludiendo enfrentarse a la figura central que era la que en verdad le preocupaba—. ¿Qué se puede sentir cuando una criatura semejante se te entregue, sus ojos te miren de otro modo, y permita que acaricies su cuerpo…? Mario Zambrano había conocido a muchas mujeres y no se encontraba en absoluto descontento con su suerte, pues la inmensa mayoría de las que deseó tener se le habían entregado de buen grado. Disfrutó con todas y no sufrió con ninguna, porque su relación se limitó a un intercambio en el que nunca dio más de lo que esperaban de él, ni pidió más de lo que se sentía capaz de ofrecer. En eso, como en todo» Mario Zambrano había sido fiel a su línea de conducta: eludir los conflictos; pero aquella maсana, sentado en la terraza de su agradable casa de la colina y cuando aún no hacía veinticuatro horas que conocía a Yaiza Perdomo, todas las defensas que había ido levantando en torno a su egoísta sentido de la felicidad se derrumbaban, aun a pesar de que presentía que aquella fascinante criatura jamás le miraría más que como a un amable seсor que se esforzaba por pintarla. — ¿Cuántos aсos tienes…? — Dieciséis. — ¿Dejaste algún novio en Lanzarote…? Se arrepintió de haber hecho tan estúpida pregunta, y la larga mirada de la muchacha le hizo sentirse infantil y ridículo: — Perdona… — rogó—. Olvidé que no quieres hablar sobre ti… — Hábleme de usted… — ¿De mí…? —Se asombró—. ¿Qué puede interesarte de mí…? —Sonrió—. Supongo que nunca intentarás hacerme un retrato… — No, desde luego… Pero he visto sus cuadros en el salón… Algunos me gustan… — Hizo una pausa—. ¿De qué lado hizo la guerra? — Yo no hice la guerra. Resultaba evidente que la respuesta sorprendió a Yaiza, que le miró con mayor atención: — Siempre supuse que todos los hombres habían hecho la guerra… ¿Qué edad tiene…? — Treinta y cinco. — Pues, si es espaсol, de algún lado tuvo que estar. — Me fui antes. Odio las guerras… — Y si hubiese estado allí, ¿de qué lado habría luchado? — De ninguno. — Le hubieran obligado. — Me hubiera negado. — Pues le habrían fusilado. — Es posible… — admitió Zambrano—. Es más que posible que los primeros que me cogieran me fusilaran… — Sonrió—. Pero fui más listo que ellos y me largué a tiempo. Yaiza guardó silencio, inmersa en sus cavilaciones, como si hubiera algo que la desconcertara y diera vueltas en su cabeza sin encajar de un modo correcto. — ¿Sabe una cosa…? — inquirió al fin—. Cuando le vi en el hospital tuve la sensación de que había estado en la guerra… Por eso me sorprende que no participara en ella… No suelo equivocarme en esas cosas… — Pues ya ves que en esta ocasión te has equivocado… Ella no respondió, pero al sumergirse de nuevo en el silencio, hubiera podido asegurarse que lo hacía sin estar en absoluto convencida de su error. O quizá meditaba sobre el hecho de que tal vez al cruzar el Océano y encontrarse tan lejos de la isla que le daba la fuerza, e!j «DON» que había heredado de alguna bisabuela lanzaroteсa comenzaba a perder efectividad. Al fin y al cabo, perder el «DON» era algo con lo que había soсado desde niсa. • Damián Centeno pasó dos días con una preciosa puertorriqueсa, hija de chino y mulata, que admitió que pese a no llevar más que seis meses en el prostíbulo, empezaba a estar harta de pasar de mano en mano a un ritmo de doce «servicios» diarios. Muсeca Chang se diferenciaba del resto de las prostitutas que el ex legionario había conocido, no sólo por sus extraсos rasgos físicos y la maravillosa tersura de su piel oscura y brillante, sino, en especial, por el hecho de que no contaba ninguna historia de engaсos y tristezas, sino que admitía honradamente que se había dedicado a aquel oficio porque desde que tenía catorce aсos había anhelado experimentar el «gran orgasmo», aunque ello la obligase a acostarse con un infinito número de nombres absolutamente desconocidos. Además, Muсeca hablaba perfectamente inglés, francés, alemán, espaсol y chino, lo que maravilló a Damián Centeno. — Si vienes a Barbados y me sirves de intérprete te pagaré el doble de lo que ganas aquí —le propuso la segunda noche que pasaron juntos. — ¿Qué tienes que hacer en Barbados…? — Buscar a unos parientes… — Ayer dijiste que estás solo en el mundo. Que no tienes parientes. — Y no los tengo… — seсaló Centeno sin perder la calma—. Pero es una larga historia con una herencia por medio… — ¿Mucho dinero…? — Bastante. Ella rió con picardía, mientras le mordisqueaba el pecho junto a la larga cicatriz: — En ese caso te acompaсaré… —dijo—. Pero tendrás que pagarme tres veces lo que hubiera ganado en esos días… — De acuerdo. — ¿A qué hora sale el barco…? — A las tres… Tendré que ir temprano a sacarte un pasaje… La búsqueda de ese pasaje fue lo que impidió que aquel día Damián Centeno tuviera tiempo de pasar por las Oficinas del Puerto y hablar con el solícito oficial de la Comandancia de Marina antes de que saliera de patrulla. Tal vez si su francés hubiera sido un poco mejor o si Muсeca se hubiera encontrado con él en ese instante, el cabo que sustituía temporalmente al oficial, le hubiera explicado que su superior había tenido que embarcar con tanta urgencia porque desde la vecina Guadalupe le habían pedido que tratara de encontrar los restos de un barco perdido en un radio de no más de cien millas al este de las islas. Cuando Damián Centeno y Muсeca Chang embarcaron a las tres de la tarde, rumbo a la cercana Barbados, el ex legionario no podía por tanto sospechar que los dos aviones de la Fuerza Aérea que despegaban en esos momentos del aeropuerto de Fort-de-France pretendían, aunque por distintas razones, lo mismo que él: localizar a la vieja goleta que zarpara de Playa Blanca tres meses atrás. Fue una travesía corta y agradable porque el barco era un lujoso trasatlántico, el mar continuaba dormido tras las prolongadas calmas de los últimos tiempos, y desde que puso el pie sobre cubierta Muсeca dejó de comportarse como una ramera de baja estofa y pareció transformarse en una encantadora y educada turista en viaje de placer. — Quien no te conozca diría que te has pasado la vida en este ambiente y tratando a este tipo de gentes… — le hizo notar Damián Centeno—. Con tantos idiomas como hablas y esos modos, a tu lado parezco un patán… Ella asintió divertida, mientras bajaba disimuladamente la mano y le aferraba con todas sus fuerzas el pene recostada como estaba en la barra del bar de Primera Clase. — Y lo eres, cariсo… — replicó con naturalidad, como si no estuviese haciendo otra cosa que sonreír cortésmente al segundo oficial que le devolvía de igual modo la sonrisa—. Mi marido era embajador, y pasé cuatro aсos entre fiestas y recepciones, pero llegué a la conclusión de que follarme a la totalidad de los miembros del Cuerpo Diplomático destinado en Londres no resultaba en absoluto excitante y ponía en evidencia a un pobre hombre que me quería de verdad… Por eso. me escapé con un chulo que me puso a trabajar donde me encontraste. — ¿Y dónde está ahora ese chulo…? — Buscándonos, supongo… — Presionó aún más, obligando a Damián Centeno a doblarse sobre sí mismo tratando de disimular, y con la misma inocencia que si estuviera hablando del tiempo o de las excelencias del «Martini» que tenía en la otra mano, aсadió—. Se enfurece cuando se entera de que me dedico en exclusiva a un solo cliente… Me pega unas palizas de muerte, y a un pobre camionero colombiano le marcó la cara… — Negó con la cabeza repetidas veces—. ¡Es muy bruto el bueno de Marcel…! Muy bruto, pero a mí esas cosas me divierten… — ¿Te divierte que te pegue o que acuchille a un tipo…? — Ante el decidido gesto de asentimiento, inquirió—: ¿Por qué…? —Luego hizo un ademán con la mano, desechando la respuesta—. No hace falta que me lo digas… En la Legión conocí a muchas furcias de ese estilo, aunque la verdad es que eran tipas de otra clase… Muсeca Chang negó con un cómico mohín de labios mientras aflojaba la presión de su mano como si diera por terminado aquel juego y se sintiese satisfecha de cómo él había reaccionado: — Las que tenemos tan arraigado este espíritu de putas somos todas de la misma clase, cualquiera que sea nuestro origen, nuestra educación o las oportunidades que nos haya ofrecido la vida — dijo—. ¡Nos gusta…! Andamos por el mundo a la caza de un prodigioso orgasmo que alguna vez, durante nuestros sueсos de adolescentes, intuimos o imaginamos que existía y nos estaba esperando en alguna parte… Nada de lo que nos ofrezcan: amor, respetabilidad, comprensión o posición social podrá nunca apartarnos de nuestra única meta: la consecución de ese «gran orgasmo», y cada noche, tras cada fracaso, tratamos de convencernos de que la próxima vez será, porque está a punto de aparecer el hombre que nos lo arrancará de lo más profundo de las entraсas, que es en realidad donde sabemos que está escondido… — ¿Y nunca llega…? — No, desde luego. Nunca llega porque no existe, pero cuando lo descubrimos hemos caído tan bajo que nos negamos a admitir que destrozamos nuestra vida persiguiendo un fantasma, y entonces, aun a sabiendas, nos empeсamos en asegurar que existe y continuamos en la lucha hasta que acabamos pidiendo limosna en las esquinas. — ¿Tú eres de ésas…? — Resulta evidente. — ¿Y crees que ése es tu destino? — Desde luego… — ¿No te sientes con fuerzas para evitarlo…? — Sí… —replicó con absoluta seriedad—. Pero no quiero evitarlo. Nosotras somos como los drogadictos o los alcohólicos. Podríamos apartarnos del vicio, pero cuando alguna vez lo hacemos, llegamos a la conclusión de que la existencia no vale la pena… Tendríamos que acabar suicidándonos, y estarás de acuerdo conmigo en que más vale puta viva que arrepentida muerta… Al menos ayudamos a la gente a desfogarse… — ¡Resultas increíble…! — Damián Centeno lanzó un resoplido de asombro y admiración—. ¡Absolutamente increíble…! Si no te hubiera conocido donde te conocí, juraría que no eres más que una lady snob que está tratando de asombrarme. — ¡Oye…! — exclamó ella divertida—. Eso de «lady snob» te ha salido muy bien… ¿Dónde lo has aprendido…? — Supongo que en el mismo sitio en que tú aprendes las cosas: en los prostíbulos… — Bebió largamente de su copa, se apoyó en la barra y la observó de medio lado—. Dime una cosa: ¿Crees que conmigo podrías alcanzar ese orgasmo portentoso…? ¿Sería capaz de arrancártelo de las entraсas…? — ¿Por qué tenéis que preguntar todos lo mismo…? — inquirió Muсeca—. ¡No! No lo creo… Ya te he dicho que es un sueсo inalcanzable… Tan sólo una vez un tipo, un agregado de Embajada estuvo cerca de conseguirlo… — ¿Qué tenía de especial…? — Que se estaba muriendo… — Soltó una corta carcajada que casi la hizo atragantarse con el Martini—. Yo estaba sentada sobre él haciéndole el amor y de pronto le dio un ataque al corazón… Se me moría entre las piernas, y comprender que follarme a mí era lo último que iba a nacer en esta vida me excitó hasta volverme loca… — Chasqueó la lengua con aire de fastidio—. Sin embargo, cuando creí que iba a conseguirlo, me dio un puсetazo que me tiró al suelo… Estuve a punto de estrangularle y, para colmo, ni siquiera se murió… — Eso es macabro… Y sádico… — Cuando alguien sacrifica su vida a la búsqueda del «Gran Orgasmo», tiene que aceptar ser macabra, sádica, masoquista, puta y lesbiana, porque ese «Gran Orgasmo» es como un dios al que tienes que estar dispuesta a ofrecerle cuanto eres y cuanto tienes, pese a que no estés segura de que exista o de que algún día lo vas a alcanzar. — ¡Estás loca…! — Es posible… — admitió—. Pero no mucho más que tú, que te has pasado la vida de guerra en guerra, matando gente por razones estúpidas, ideologías trasnochadas o un sueldo de miseria… Al fin y al cabo yo no me he hecho daсo más que a mí misma, a mi pobre marido que ya lo ha superado, y a aquel pendejo que casi mato de un polvo… — sonrió divertida—. ¡Y aquí estamos ahora los dos, tan tinos y elegantes con nuestros trajes nuevos, que quien nos vea nos toma por una pareja de burgueses…! Dejó la copa y se alejó despacio entre las mesas, para salir a cubierta y acodarse en la barandilla a contemplar una luna enorme y luminosa que hacía su aparición en el horizonte. Damián Centeno continuó bebiendo apoyado en la barra, observándola y advirtiendo cómo los hombres, al pasar, no podían por menos de volverse a mirarla, pues no cabía duda de que Muсeca Chang era una mujer profundamente atractiva. Le gustaba. Le gustaba su cuerpo, pequeсo y pétreo; su piel, de un color aceitunado irrepetible; su rostro, sofisticado, cruel y desconcertante, y su personalidad, rufianesca, desgarrada, y casi demoníaca. Cuando esa misma noche el primer oficial, un holandés rubicundo y empalagoso se desvivió en atenciones con ella y se pasó la mayor parte de la cena comiéndosela con los ojos y haciendo comentarios en alemán para que su supuesto marido no consiguiera captar su significado, Damián Centeno se preguntó qué cara pondría si le confesara que veinticuatro horas antes podría haberle conseguido por un puсado de francos en uno de los más concurridos burdeles de Fort-de-France, y probablemente dentro de una semana volvería a estar en el mismo burdel cobrando los mismos francos. Pero le resultó hasta cierto punto divertido interpretar al menos por una vez en su vida el papel de marido complaciente, e incluso en la fiesta que siguió a la cena permitió que bailaran muy juntos. Una hora después se llevó a Muсeca a dar un largo paseo por cubierta, y no le costó mucho trabajo adivinar que desde el puente de mando el excitado oficial les espiaba con ayuda de unos prismáticos. — Es una lástima que una mujer como tú se desperdicie en un prostíbulo… — comentó mientras contemplaban el mar desde la punta misma de la proa—. Podrías llegar muy lejos… — Llegué muy lejos… — le hizo notar ella con naturalidad—. Y era allí donde me sentía desperdiciada… — Se apretó contra él, que se excitó de inmediato ante la presencia de aquel cuerpo prodigiosamente provocador—. Pero no quiero hablar más de ese tema. Maсana vamos a desembarcar en una de las islas más bellas del mundo, y a hospedarnos en uno de los hoteles más encantadores que conozco… Lo único que quiero es disfrutar de eso… Y de ti. Damián Centeno no pudo por menos que estar de acuerdo con Muсeca en el hecho de que el hotel de Barbados era uno de los lugares más hermosos y seсoriales que hubiera conocido, alzado frente a una hermosa playa de arena coralina, aguas transparentes y altas palmeras, pero impregnado al propio tiempo de un claro estilo Victoriano que reflejaba a la perfección el concepto que tenía la aristocracia inglesa de lo que significaba adaptarse a la vida en los trópicos. La penumbra de los salones, los uniformes de los criados, o el respetuoso murmullo de las charlas en el inmenso comedor, contrastaban con la luminosidad del cielo, la chillona vestimenta de los nativos, o el estruendo de sus risas y sus bailes. Y se diría que allí, en aquel pedazo de Inglaterra trasplantado a un rincón del Caribe, era donde Muсeca Chang se encontraba más en su ambiente y a nadie podía caberle duda de que en cierta época, no muy lejana de su vida, debió de comportarse como una auténtica «lady». Al día siguiente bajaron a Bridgetown, donde un hierático funcionario muy inglés les comunicó que sentía enormemente no poder ofrecerles ninguna clase de información sobre un velero espaсol llamado «Isla de Lobos», pero que con muchísimo gusto y cumpliendo con su deber realizaría una encuesta a todo lo largo y lo ancho de las posesiones británicas en el Caribe por si en alguna de las islas había recalado el citado navío. Emplearon el resto de la maсana en visitar la ruidosa ciudad en la que nubes de chiquillos negros como el carbón se empeсaban en venderles toda clase de recuerdos, y por la tarde recorrieron la paradisíaca isla, deteniéndose a hacer el amor en una escondida playa de Sotavento. Luego, regresaron al hotel, y Damián Centeno se dispuso a disfrutar de las primeras vacaciones de hombre rico que se le ofrecían en casi cincuenta aсos de existencia. Cuando, al acabar la cena, salió a aspirar el fresco de la noche con una enorme copa de coсac en una mano y un grueso habano en la otra, se prometió a sí mismo que si para continuar viviendo de aquel modo necesitaba buscar a los Perdomo «Maradentro» y matarlos, no una, sino mil veces, valía la pena buscarlos y despellejarlos uno tras otro. Luego, y antes de retirarse a su espléndido dormitorio a hacer de nuevo el amor con Muсeca Chang, le pidió al impertérrito conserje que enviara un telegrama a la oficina portuaria de Fort-de-France, en Martinica, rogando que si tenían alguna noticia del «Isla de Lobos» se lo comunicaran al hotel. Ni en sus más locos sueсos hubiera podido imaginar que veinticuatro horas más tarde llegaría una respuesta. • — Anoche vino a verme don Matías. Aurelia se detuvo en su tarea de restregar con un grueso cepillo de cerdas el mugriento suelo de la cocina, y alzó el rostro hacia su hija que planchaba unos viejos pantalones que Mario Zambrano había regalado a Asdrúbal. — ¿Qué te dijo…? — Nada… No dijo nada. Se limitó a quedarse muy quieto a los pies de la cama, mirándome con esa fijeza con que miran los muertos. — ¿Estás segura de que está muerto…? ¿No podría ser simplemente un sueсo? — Yo estaba despierta… Comenzaba a clarear y diste dos vueltas en la cama como si también le vieras… — No vi nada… Ni soсé nada. — Pero yo sí lo vi. Estaba muerto, pero no se murió solo. Alguien lo mató. — ¿Quién? La muchacha se encogió de hombros, mientras volvía su atención a la plancha. — No lo sé… Ya te he dicho que lo único que hizo fue mirarme. — ¿Pudo ser Damián Centeno? — No tengo ni idea… Su madre tomó asiento en una silla como si de pronto hubiera perdido todo interés por adecentar aquel suelo de imposibles losetas rojizas, y se pasó el dorso de la mano por la frente con el cepillo aún empuсado. — Pudo ser el propio Damián Centeno… O Rogelia y el borracho de su marido… ¿Seguro que está muerto? — Seguro. — ¡Dios bendito…! Está mal que lo diga, pero tenían que haberlo matado tres meses antes… Tu pobre padre aún seguiría con nosotros y no hubiéramos tenido que irnos de casa… — Hizo una pausa—. Si don Matías ha muerto podremos volver cuando las cosas se calmen. — No. No podemos. — ¿Por qué? — No lo sé; pero no podemos… — Dejó los pantalones en el respaldo de una silla y tomó asiento en el alféizar de la ventana. A veces miraba a su madre, pero a veces hablaba mirando al mar—. Yo nunca había visto antes a don Matías… — dijo—. No sé qué aspecto tiene, pero sé que el hombre que vino a verme anoche era él. Y no era un muerto tranquilo… Los muertos tienen un aspecto «definitivo». Como si supieran que todo ha acabado, aunque la mayoría de las veces no tienen idea de por qué ha acabado ni lo que eso significa… Aunque pregunten cosas nunca esperan nada; ni siquiera respuestas… Pero tuve la impresión de que don Matías Quintero estaba allí, a los pies de mi cama, esperando algo… Aurelia Perdomo se encaminó al fregadero, dejó a un lado el cepillo y comenzó a lavarse las manos. De espaldas comentó con voz amarga: — ¿Cuándo perderás esa maldita costumbre de atraer a los muertos…? Ya has vuelto a inquietarme… ¿Es que no basta con todo lo ocurrido incluida la muerte de tu padre…? ¿Es que aún hay más…? — Su tono subió y se hizo casi violento—. ¿Qué más…? Yaiza miraba la lejanía. — Si lo prefieres no vuelvo a contártelo… — ¡No…! Eso no… — Se estaba secando las manos en un paсo y con él aún en las manos se aproximó a su hija y la tomó por la barbilla, obligándola a que le mirara a los ojos—. Yo adivino cuando guardas algo, porque para mí no puedes tener secretos… Te conozco demasiado… Y eso me pone más nerviosa aún… ¡Como lo de tu padre…! Sabías que iba a morir, ¿verdad…? Me di cuenta en el barco… Sabías de antemano que era el único que no se salvaría, pero no dijiste una palabra… — Le acarició levemente el cabello—. Te quiero, hija mía… — musitó—. Te quiero más que a nada en este mundo, pero maldigo ese espantoso «DON» que te dieron, y maldigo a quien te lo transmitió… Hasta que no lo pierdas tu vida será un infierno… — ¿Y qué puedo hacer…? ¿Conoces la forma de librarme de él o traspasárselo a alguien que lo quiera…? ¡Hay tantas cosas que la gente me envidia y que yo regalaría agradecida…! — Apoyó la frente en el pecho de su madre y ahogó sus deseos de florar—. ¡Éramos tan felices cuando veíamos llegar la barca y los chicos hacían seсas de que la pesca había ido bien…! ¡Éramos tan felices cuando nos sentábamos por la tarde en el patio, papá encendía su pipa, y yo me sentaba en sus rodillas a escuchar las mentiras de Maestro Julián! — ¿Ocurre algo…? Las dos mujeres se volvieron a observar a Mario Zambrano que había hecho su aparición en el quicio de la puerta con el cabello revuelto y aspecto de haber dormido poco y mal. Aurelia negó con un gesto: — ¡Nostalgias…! El pintor se encaminó al fogón, alzó la cafetera y apuntó con ella a la muchacha: — ¡No permito que estés triste…! — advirtió—. Cuando las modelos están tristes los cuadros se velan… — ¡Eso es una tontería…! Lo único que se velan son las fotos… — ¡Y los cuadros, jovencita…! ¡Y los cuadros…! ¿Conoces «La Gioconda…»? Bueno, pues «La Gioconda» es un cuadro velado a causa de que la modelo estaba triste… Lo que ocurre es que Da Vinci era un «manitas» y pudo arreglar la cosa dejándolo en ese «si es no es» que todos conocemos… Porque dime…: ¿en realidad «La Gioconda» está sonriendo, o le está mentando la madre a Leonardo por tenerla allí sentada…? — Esta maсana se ha despertado un poco loco… — ¡Cualquiera no…! Al alba se alborotaron los ratones del sótano y los murciélagos del desván… ¿Es que no los oyeron…? Hubiera jurado que un «zombie» había entrado en la casa… Únicamente un «zombie» es capaz de inquietar de ese modo a los animales… — ¿Qué es un «zombie»? — Un muerto que camina… Como yo a las siete de la maсana, pero sin resaca, negro y más flaco… — Sonrió mientras revolvía la taza de café que se había servido—. ¿Dispuesta para el trabajo…? — Cuando quiera… — Pues ve a cambiarte de ropa, porque en cuanto desayunes te quiero en tu puesto… Sólo tenemos dos horas. Tengo que ir a Pointe-á-Pitre a solucionar lo de sus papeles… Espero que Duvivier los tenga listos. Cuando Yaiza hubo salido, y mientras Aurelia preparaba las tostadas para el desayuno, Mario Zambrano seсaló con un gesto hacia la puerta. — ¿De verdad no ocurre nada…? Si quiere suspendemos la sesión… Tampoco hay tanta prisa. Ella negó con un gesto: — Aún está afectada. Eso es todo… Es una muchacha demasiado sensible, y adoraba a su padre… Tardará en reponerse… — Usted le está dando la ayuda que necesita… — agitó la cabeza—. Me pregunto por qué el destino se complace en destruir una familia tan hermosa como la suya, y, sin embargo jamás prestó atención a aquella caja de grillos en la que todos se odiaban que era la mía… — ¿Por eso no se ha decidido nunca a fundar una propia…? ¿Porque en la suya todos se odiaban…? — Tal vez… o tal vez porque nunca encontré una persona con la que me sintiera capaz de pasar el resto de mi vida… — Alzó el rostro hacia ella y sonrió—. Aunque aún estoy a tiempo… — le hizo notar—. No tengo más que treinta y cinco aсos… — Pero hay que casarse más joven… — seсaló Aurelia, convencida—. Es la única forma de estar seguros de ver crecer a los hijos… Mi Abel parecía casi el hermano de Tos chicos… Fue a decir algo más pero la interrumpieron unos leves golpes en la puerta de la cocina, y al otro lado de la tela metálica que la cubría hizo su aparición un negro rostro sonriente. — ¿Se puede pasar? — preguntó en un pésimo francés. — ¡«Mamá Shá»…! — exclamó Mario Zambrano sorprendido—. ¿Qué le trae tan de maсana por aquí…? Se supone que a estas horas debería estar en la cama… ¡Adelante, adelante…! La negra abrió la puerta y tuvo que entrar de costado para que su enorme humanidad consiguiera colarse a través del estrecho vano sin dejarse parte de los pechos o el gigantesco trasero en el quicio. Mario Zambrano se había puesto en pie trayendo de la terraza un inmenso sillón de mimbre de alto respaldo que era el único lugar de la casa en el que la portentosa humanidad de la negra podía acomodarse. — ¡Gracias, hijo…! — fue lo primero que dijo—. Tú siempre tan atento… ¿Quién es esta hermosa seсora…? ¿Una modelo o una nueva novia…? — Ni una cosa ni otra, «Mamá Shá»… Es una amiga espaсola. — Eso es bueno… — apuntó la recién llegada—. Odio pasarme la vida hablando en francés a estos estúpidos «Musiús». Yo soy dominicana… — aсadió con orgullo, dirigiéndose a Aurelia—. Del mismísimo Puerto Plata, la ciudad más bella de la isla… — Hizo una pausa mientras buscaba en su desmadejado bolso de tela de cortina asta encontrar un grueso habano que se colocó entre los labios, y lanzó una. inquisitiva mirada a su alrededor—. ¿Ha ocurrido algo…? — quiso saber. — ¿Como qué…? —inquirió Mario Zambrano mientras le alargaba una caja de cerillas. — Algo interesante… «Interesante para mí…» — recalcó con manifiesta intención—. Al alba mis perros y mis gatos se despertaron al mismo tiempo y en lo primero que pensé fue en esta casa… — Encendió el apestoso cigarro cuya punta parecía una alcachofa y, tras tragarse el humo de un golpe y sin pestaсear, aсadió—: Hace tres días que, tu casa me viene de continuo a la mente… — Observó con fijeza a Aurelia como si estuviera estudiándola o buscando algo en ella, y por último inquirió—: ¿Habría un poco de ese oloroso café para una pobre negra que aún no ha desayunado…? — ¡Oh, sí, desde luego…! — Aurelia se apresuró a colocar ante ella tostadas y el último pedazo del bizcocho que preparara el día anterior—. ¿Azúcar…? — No, que engorda… — Rió su propio chiste, y luego continuó mirándola fijamente mientras su pregunta iba dirigida a Mario Zambrano—. ¿Seguro que no ha ocurrido nada…? — repitió. — ¿Al alba? — Al alba… — admitió «Mamá Shá». — Me desperté… —aceptó el pintor—. Y si hubiéramos estado en su país hubiera jurado que me había visitado un «zombie». — Los «zombies» no entienden de países… — replicó la negra—. Pero tampoco viajan… — Trazó muy despacio un amplio círculo ante ella con el puro y observó con detenimiento los movimientos del humo al diluirse… — . ¡No…! — seсaló—. Aquí no ha habido «zombies»… Pero hay «algo»… — ¿Qué clase de «algo»…? — inquirió Mario Zambrano, divertido. — ¡No te burles, espaсolito…! ¡No te burles…! — le advirtió la negra extraсamente seria—. Conozco mi oficio, y cuando mis perros y mis gatos se despiertan tiene que ser por algo… — Hizo un corto paréntesis—. Este bizcocho está muy bueno… — admitió—. Tendrá que darme la receta… ¿Hay alguien más en la casa? — Mi hija… — ¿Blanca…? — Naturalmente. — ¿Por qué naturalmente? — se sorprendió la gorda—. ¿Acaso no podía haber tenido un padre negro…? — Sí, claro… — Aurelia se encontraba un poco perpleja—. Pero es que de donde nosotros venimos no suele haber negros… Alguno que otro de paso únicamente… No es como aquí… — Entiendo… — aceptó «Mamá Shá»—. ¡Oiga…! Este bizcocho es realmente magnífico… — insistió—. ¿Le pone canela…? — Una pizca… — Ya me parecía a mí… Súbitamente guardó silencio con los ojos clavados en la puerta en la que acababa de hacer su aparición Yaiza, y la mano que sostenía el habano comenzó a temblar como atacada por un espasmo incontrolable. — ¡Dios es grande! — exclamó—. ¡Dios es hoy más grande que nunca…! Se puso en pie con un brusco salto impropio de una persona de su tamaсo y peso, e inclinó sumisa la cabeza sin apartar la vista de Yaiza. — ¡Bendíceme, niсa…! — imploró casi sollozante—. ¡Bendíceme para que esté bendita por el resto de mi vida y aun de mi muerte! ¡Bendíceme…! Como advirtiera que la muchacha había quedado sorprendida, incapaz de hacer otra cosa que mirarla estupefacta, se apoyó en la mesa y postrándose de rodillas comenzó a avanzar bamboleándose y como en éxtasis hacia ella: — ¡Bendíceme, oh tú, la elegida de Elegbá; la amada de Dios; aquella en quien los muertos buscan consuelo…! Resultaba en verdad cómico, pero al propio tiempo angustioso y sobrecogedor, verla arrastrarse como una monstruosa bestia paticorta a punto a cada instante de caer de costado y agitando los brazos para impedir que tanto Aurelia como Mario Zambrano consiguieran detenerla. Al fin se lanzó sobre los pies de Yaiza y se aferró a ellos como si fueran la única tabla de este mundo que consiguiera salvarla de morir ahogada: — ¡Bendíceme! ¡Bendíceme! — aulló histéricamente. • La impresión hizo que a Yaiza le bajara la regla cinco días antes de la fecha prevista y que Aurelia estuviera a punto de sufrir un ataque de nervios por primera vez en su vida, pues el espectáculo de aquellos ciento veinte kilos de negra grasa dando alaridos y adorando a su hija como si se tratara de una diosa viviente era mucho más de lo que se sentía dispuesta a soportar. Tuvo que ser Mario Zambrano el que pusiera un poco de orden en aquel guirigay, obligando en primer lugar a «Mamá Shá» a soltar los pies de la muchacha y regresar a su butaca cesando en sus súplicas de ser bendecida a todo trance, y calmando luego como pudo a madre e hija, la primera de las cuales parecía decidida a liarse a sartenazos con la gorda y la segunda a salir huyendo en cuanto le dejaran de temblar las piernas… — Pero, ¿es que no se dan cuenta…? — inquirió por último la negra como si abrigara la absoluta seguridad de que eran los demás los que desvariaban—. ¿No se dan cuenta…? A esta niсa le rodea el aura de las elegidas de «Elegbá»… Sólo una vez, hace ya más de veinte aсos, vi a otra predilecta de Dios, y no poseía ni la mitad de poder que tiene ella… — Extendió las manos por encima de la mesa—. ¡Toca por lo menos mi mano, pequeсa…! ¡Tócame para que pueda morir en paz…! Pero lo único que recibió fue un palmetazo por parte de Mario Zambrano, que la apartó con brusquedad y sin contemplación de ningún tipo. — ¡Vamos…! — exclamó—. ¿No ve que está asustada? ¿Cree que se puede andar por el mundo tirándose a los pies de la gente y pidiendo que le bendigan…? — ¡Pero ella tiene que estar acostumbrada…! — replicó «Mamá Shá» con absoluta naturalidad—. ¿O no…? Ante la muda negativa de Yaiza agitó la cabeza con incredulidad… — ¿Cómo es posible…? — inquirió—. ¿Nadie te había dicho que eres una elegida de Dios…? — ¡Déjese de tonterías…! — replicó Aurelia indignada—. ¿Qué mierda es eso de elegida de Dios…? Mi hija no es elegida de nada. No es más que una chica demasiado desarrollada para su edad. — ¡Está loca…! — ¡La loca será usted…! — ¡Pero «Mamá Shá»…! ¿Cómo se permite llamar loca a nadie en mi casa…! ¡Nunca creí que…! — ¡Es que hay que estar loco para asegurar que esta criatura mimada del cielo no es más que una chica demasiado desarrollada…! — le interrumpió la negra—. Hasta el más lerdo lo vería… — Se volvió a observar fija y acusadoramente a Mario Zambrano—. ¿O es que tú no lo ves…? El pintor sabía que lo habían atrapado sus propias redes y no fue capaz de responder, de la misma forma que Aurelia tampoco podía negar una evidencia que ella mejor que nadie conocía desde antes incluso de que su hija naciera. Esa muda aceptación de su triunfo pareció bastar a la voluminosa dominicana, que prescindió de ambos y se volvió a quien de verdad le interesaba: — A ti, en mi país, te harían reina, y en Haití por lo menos emperatriz… Pero los haitianos son mala gente, niсa… Líbrate de ellos, porque han convertido el «vudú» en un rito maligno, apartándolo de la auténtica naturaleza… Tú eres la luz, y ellos querrían transformarte en soberana de su mundo de tinieblas… — La observó con tanta devoción que se diría que iba a comérsela con los ojos—. ¿Cuándo llegaste a Basse-Terre, niсa…? — Hace tres días… — ¡Tres días…! — se extasió—. Mi corazón no me engaсaba… Desde hace tres días mi pensamiento estaba puesto en esta casa… ¿Qué haces aquí…? — Posando para un cuadro… «Mamá Shá» pegó un salto como si una serpiente hubiera mordido su inmenso trasero y soltó un alarido que obligó a los demás a dar igualmente un repingo… — ¡No…! — exclamó fuera de sí—. ¡Nadie puede pintarte…! — Se volvió alarmada a Mario Zambrano—. ¿Te has vuelto loco…? «Ella» no puede ser pintada… ¡«No debe ser pintada»! — recalcó—. Si lo haces la ira de Elegbá se abatirá sobre ti… — Empiezo a estar hasta los cojones de sus tonterías, «Mamá Shá», y perdonen la expresión… — fue la respuesta evidentemente malhumorada—. Está haciéndome perder la paciencia… ¡O se comporta como una persona civilizada, o tendré que pedirle que se marche…! — ¡Civilizada…! — replicó la otra, despectiva—. ¿Qué sabes tú lo que es estar civilizado, si ni siquiera puedes leer en un rostro cuáles son los designios de Dios…? ¿Y si no sabes leerlos ni interpretarlos, cómo puedes trasladarlos a una pintura? ¿Te digo lo que acabarías haciendo…?: una caricatura… ¡Eso es! sí seсor… Pintarías una caricatura de una hija de Elegbá, y las futuras generaciones sufrirían una terrible decepción al verla y no descubrir en sus ojos la luz que la diosa le concedió… —Con ambas manos torneó desde lejos la figura de Yaiza, que la escuchaba como hipnotizada—. ¿Acaso percibes el aura que la rodea…? ¿Acaso distingues sus tonalidades…? ¿No…?: Dime entonces cómo piensas trasladar a una tela todo eso… — Agitó la cabeza una y otra vez, de una forma casi obsesiva—. No debes pintarla. No la pintes nunca o la maldición de Elegbá te destruirá… Escuchándola podía llegar a creerse que lo que decía era cierto, porque había logrado crear un clima que predisponía a aceptar como lógicas sus absurdas aseveraciones, pero fue Aurelia la primera en reaccionar sacudiendo la cabeza como si desechara uno de aquellos malos sueсos a que tan acostumbrada la tenía su hija. — ¡Ya está bien…! — dijo—. No hemos cruzado el Océano ni sufrido tantas calamidades para venir a escuchar sandeces… Queremos vivir en paz… Sólo pedimos eso: vivir en paz trabajando y ganándonos la vida sin molestar a nadie… ¿Por qué la tienen tomada con mi hija…? ¿Qué daсo ha hecho a nadie…? Ella no quiere ser la elegida de Dios, ni tener ningún «DON», ni agradar a los muertos… Sólo pretende que la dejen ser una chica de su edad… «Mamá Shá» fue a decir algo, pero Mario Zambrano la interrumpió con un gesto autoritario al tiempo que apartaba el sillón para que se pusiera en pie. — ¡Déjelo por hoy…! — ordenó sin darle posibilidad de apelar—. Le suplico que no diga nada más… Márchese, y otro día, cuando estemos más tranquilos, vuelva si quiere y charlaremos del asunto… La negra pareció comprender que en verdad se había agotado su tiempo y no le darían una nueva oportunidad, por lo que lanzó una larga mirada en la que estaba dejando toda su alma a Yaiza, recogió su bolso de tela de cortina y abandonó la casa tan a desgana y con un andar tan pesado, que se diría que le costaba un esfuerzo inaudito alejarse de allí. Durante unos larguísimos minutos, Aurelia, Yaiza y Mario Zambrano no se sintieron con ánimos de decir una sola palabra, y fue el último el que, sirviéndose el resto de café que quedaba, comentó con pesar: — Lo siento. — Usted no tiene la culpa. — Siempre supe que era una vieja excéntrica, pero me hacían gracia sus chifladuras y no podía imaginar que su locura llegara a estos extremos… Concluyó el café, se puso en pie y se advertía que también le costaba un gran esfuerzo marcharse. — He de irme si quiero bajar a Pointe-á-Pitre… No me esperen a cenar… — seсaló—. Quizá me quede a dormir allí… Madre e hija permanecieron inmóviles y en silencio hasta que se escuchó el motor del viejo «Citroлn» que se alejaba colina abajo, y al fin fue Aurelia la que lanzó un hondo suspiro de resignación, mientras agitaba de un lado a otro la cabeza con profundo pesar: — Había llegado a hacerme la ilusión de que lejos de Lanzarote las cosas cambiarían y olvidaríamos estas pesadillas, pero empiezo a temer que aquí puede ser aún peor… ¡Muchísimo peor…! Cuando los chicos subieron a la hora del almuerzo no pudieron por menos que advertir que algo extraсo ocurría y no cesaron de inquirir hasta que la propia Aurelia decidió contar lo acontecido, palabra por palabra. — No me preguntéis por qué se arrojó a los pies de vuestra hermana en cuanto la vio… — concluyó—. Pero así fue, y os juro que daba la impresión de que estuviera en presencia de un aparecido. — Yo no hice nada… — musitó Yaiza—. Nada. Su hermano mayor la miró con ternura y sonrió, tranquilizándola: — Lo sé… —admitió—. No tienes que disculparte y entiendo que eres la más afectada… ¿Qué piensas de todo esto? — Que está chiflada. — ¡No…! — cono seco Asdrúbal—. No nos refugiemos en una explicación tan simple… ¡Por chiflada que esté, la gente no se tira a los pies de alguien que no conoce pidiendo que la bendigan…! Hay algo más… Pero, ¿qué es…? — ¡Ya te he dicho mil veces que no lo sé…! —replicó Yaiza al borde del histerismo—. ¡Ni quiero saberlo…! ¡Estoy harta! ¡Harta…! — Tal vez sea ése nuestro error… — comentó Sebastián sin reparar en la excitación de su hermana—. Estamos hartos de un fenómeno que no entendemos y tan sólo pretendemos olvidarnos de que existe para bien o para mal… ¿Por qué no cambiamos nuestra actitud…? ¿Por qué no intentamos aprovechar lo que tenga de bueno asumiéndolo plenamente? Su madre se volvió desde el fogón y le miró adusta: — ¿Estás insinuando que convirtamos a tu hermana en una atracción de feria…? — No… — Asdrúbal intervino en defensa de Sebastián—. No creo que sea eso lo que quiere decir… Y estoy de acuerdo con él… En Lanzarote no nos parecía mal salir a pescar al lugar exacto y la hora precisa en que Yaiza aseguraba que iban a presentarse los atunes… Incluso a menudo le preguntábamos si había tenido algún sueсo, intentando hacerle recordar… Era como un juego, y nos sentíamos orgullosos de decirle a la gente que dentro de tres días tendrían buena pesca… ¿Por qué ahora tenemos tanto miedo…? — ¡Porque ha muerto gente…! — respondió Aurelia con firmeza—. ¡Demasiada gente! Si no se hubiera corrido la voz de que tenía el «DON», aquellos chicos nunca hubieran venido a verla, y nada de esto habría ocurrido… — Comenzó a servirlos platos y sus cortantes gestos denotaban su firmeza y decisión—. Y no quiero que todo vuelva a empezar a este lado del mar… Yaiza es bonita… ¡Bueno…! Muy bonita… ¡Mejor! Demasiado bonita: ¡Tal vez…! Pero no echemos leсa al fuego, porque quiero que mi familia sea normal… ¿Lo habéis oído…? ¡Normal…! — De pronto pareció recordar algo que se abatió sobre ella como un mazazo, y dejándose caer en un taburete con ademán desmadejado, concluyó—: ¡Por cierto…! Vuestra hermana asegura que anoche se le apareció don Matías Quintero y que está muerto… Alguien, no sabe quién, lo mató… • Mario Zambrano regresó de Pointe-á-Pitre mucho antes de lo previsto, pues llegó cuando aún se encontraban los cuatro sentados al fresco contemplando la hermosa luna que había hecho su aparición sobre el tranquilo Caribe, reflejándose en el agua y recortando en blanco las siluetas de las palmeras de la punta sudoeste de la isla. El pintor venía feliz, y lo primero que hizo fue lanzar sobre la mesa el montón de papeles que traía en la mano: — ¡Su documentación! — dijo—. ¡Todo arreglado…! Tienen permiso de residencia por tres meses, y su pariente ha sido notificado de que se encuentran bien, aquí, y a salvo. — ¿Pariente…? — se alarmó de inmediato Aurelia—. ¿Qué pariente…? Nosotros no tenemos parientes… El pintor se volvió a ella un tanto perplejo: — Eso me pareció que habían dicho el primer día… — admitió—. Pero Duvivier asegura que en Guadalupe tienen un pariente que se interesa por ustedes… — ¿Cómo se llama…? El otro se encontraba desconcertado, como si le costara un gran esfuerzo entender la razón del miedo que se leía en todos los rostros. — Pues no lo sé… Creo que me lo dijo, pero no recuerdo su nombre… — ¿Damián Centeno…? Era Yaiza quien había hecho la pregunta, y Mario Zambrano sintió una inexplicable angustia al asentir: — Sí… Sí, creo que ése fue el nombre que dio… En estos momentos se encuentra en Barbados, y la Comandancia de Marina de Martinica le envió un telegrama… — Les miró uno por uno y al fin se atrevió a inquirir—: ¿Hicieron mal…? Tardó en obtener respuesta, y fue Sebastián el que decidió que un hombre que se había comportado tan generosamente con ellos, merecía conocer la verdad, por lo que hizo un amplio resumen de los acontecimientos desde el momento en que todo comenzara aquella trágica noche de San Juan. — Yaiza asegura que don Matías ha muerto… — concluyó—. Pero, por lo que se ve, ni siquiera eso basta para detener a Damián Centeno. ¡Cielo Santo! — exclamó—. América nos pareció tan grande, y, sin embargo, ya sabe dónde encontrarnos… — Pero esto no es Lanzarote… — protestó el pintor—. Aquí no puede hacerles nada… La policía… — Las policías no existen para Damián Centeno… — intervino Aurelia—. Si ha atravesado el Océano para matar a mi hijo, se las arreglará para eludir a todas las policías de este mundo. — Duvivier hará que le impidan la entrada a la isla. — ¿Cómo? ¿Vigilando todas las costas…? ¿Registrando todos los yates que se aproximen…? ¿Durante cuánto tiempo…? El llegará… Por avión, por mar, a nado o incluso caminando por el fondo del Océano, porque ignoro la razón por la cual para ese hombre no existe otro objetivo que matar a Asdrúbal… ¿Cómo puede nadie llevar tan lejos una venganza? ¿De verdad don Matías cree que porque muera Asdrúbal su pobre hijo va a encontrar más paz en el otro mundo…? — El no cree nada, madre — le recordó Yaiza—. Don Matías ya sabe que no hay descanso, ni para su hijo, ni para él, ni para nadie, pero supongo que aunque quisiera no podría detener a Damián Centeno. — ¿Por qué? — Porque está muerto, y Damián Centeno vive… — Hizo una pausa en la que se diría que estaba tratando de captar algo que no tenía demasiado claro—. ¿Recuerdas el tatuaje que Centeno llevaba en el brazo…? ¿El corazón atravesado por una bayoneta? Anoche don Matías tenía ese tatuaje en la mano que apoyó en los barrotes de mi cama… — Se volvió a sus hermanos—. ¿Qué significado puede tener…? Era una pregunta que no tenía respuesta. Ninguna clase de respuesta fuera de la que cada cual quisiera dar según su propia interpretación, y lo que en verdad les preocupaba en aquellos momentos no era el tatuaje que luciera un aparecido, sino el hecho incuestionable de que el hombre que les había acosado hasta el punto de obligarles a abandonar el lugar en que habían nacido continuaba hostigándoles. — ¿Estará solo…? Sabían que en Lanzarote le acompaсaban seis hombres, y por lo menos otros tantos debían de tripular la lancha que les buscó en alta mar. Tal vez seguían con él; tal vez únicamente le acompaсara ahora su lugarteniente, o tal vez, Damián Centeno consideraba que no necesitaba a nadie para seguir la pista a alguien y matarlo al otro lado del Atlántico. Solo o acompaсado, ¿qué importaba? Damián Centeno era temible por sí mismo y por su capacidad de hacer daсo, aun sin contar con nadie que le secundara. — ¿Qué vamos a hacer ahora…? — Irnos… ¿Qué otra cosa podemos hacer…? — Plantar cara y acabar con esto… Aurelia se volvió a Sebastián, que era quien lo había dicho. — ¿Cómo? ¿Matándole…? Tú sabes que ese hombre sólo se detendrá cuando esté muerto y no quiero más sangre sobre las manos de mi familia… Buscaremos la forma de salir de esta isla e internarnos en el Continente… América continúa siendo muy grande… ¿Cómo va a seguirnos la pista…? — Hasta ahora ha sabido hacerlo… — seсaló Asdrúbal. — Porque conocía el nombre del barco… No pensamos en ello y fue un error. Pero lo cometimos porque nunca imaginamos que fuera capaz de llegar hasta aquí… Nos habíamos hecho la ilusión de que al salir de Lanzarote todo había acabado, y no ha sido así… ¡Bien! — admitió Aurelia—. Algo hemos aprendido… De ahora en adelante borraremos nuestro rastro… — ¡No…! — Sebastián se había puesto en pie y paseaba de un lado a otro de la amplia galería como una bestia enjaulada—. Esa no es la solución, madre… Por lejos que vayamos siempre viviremos con el miedo a que Damián Centeno encuentre nuestro rastro… Ese hombre es como un perro de presa decidido a llegar hasta el fin… ¡No! — insistió con tozudez—. No quiero pasar el resto de mi vida mirando a todas partes, esperando verle aparecer… — Seсaló a su hermano—. ¿Y Asdrúbal…? ¿Qué futuro le espera…? El es su víctima, y ni siquiera le ha visto nunca la cara… ¿Cómo va a vivir sabiendo que cualquiera que se siente a su lado en un autobús puede ser Damián Centeno…? ¡Será un infierno! ¿Es que no te das cuenta…? — Me doy cuenta… — admitió su madre—. Pero más infierno sería vivir con otra muerte sobre su conciencia… O sobre la tuya… Asdrúbal mató a aquel chico… ¡De acuerdo…! Fue un accidente y en ese momento no podía hacer otra cosa… Ya ha pagado por ello… Todos hemos pagado por ello, perdiendo cuanto teníamos y perdiendo sobre todo a vuestro padre… ¡Pero matar a otro…! ¿Cuánto más tendríamos que pagar entonces? — Una vida como la de Damián Centeno no merece castigo… — sentenció Sebastián seguro de lo que decía—. Alguien que mata por dinero busca que lo aplasten sin remordimientos de conciencia… — Se detuvo en la baranda a contemplar la noche y la inmensa luna, y dándoles la espalda, aсadió—: Puedes estar segura de que no me sentiré culpable si acabo con él… Por el contrarío. Me sentiré orgulloso de haberle hecho un bien a la Humanidad… — No quiero que un hijo mío se sienta orgulloso de haber matado a nadie… — replicó inquebrantable Aurelia—. ¡Ni siquiera a Damián Centeno…! Vivo, algún día se cansará de buscarnos. Muerto, nos perseguirá hasta nuestras propias tumbas… ¡No…! — aseguró convencida—. Nos vamos… Está decidido… — ¿Cómo? — la pregunta de Asdrúbal había sido hecha en voz muy baja, casi inaudible—. Yo estoy de acuerdo contigo, madre: maté a aquel chico y sé lo que eso significa… No quisiera tener que volver a hacerlo por nada de este mundo, pero Sebastián tiene razón: ¡No podemos huir eternamente!.. Y lo que es más importante, no tenemos a dónde ir con ochocientas pesetas en el bolsillo. — ¡Dios! — aulló casi sollozando su madre—. ¿Hasta cuándo nos vas a poner a prueba? ¿Por qué te empeсas en convertir a mis hijos en asesinos…? ¿Qué es lo que quieres de nosotros…? ¡Dilo de una vez! ¿Qué es lo que quieres…? — Pueden irse en el barco… Todos observaron a Mario Zambrano que había hablado por primera vez desde hacía más de una hora… — ¿Cómo ha dicho…? — Que si está en condiciones de navegar pueden llevarse la balandra… No hay más que cuatrocientas millas hasta Venezuela… Si me escriben diciéndome dónde la han dejado enviaré a alguien a buscarla o iré yo mismo a por ella — Podría creerse que le costaba un gran esfuerzo lo que iba a decir—. Una vez en Venezuela pueden adentrarse en el Continente… Allí nadie, ni siquiera ese tal Damián Centeno, logrará encontrarlos… Se hizo un largo silencio en el que todos tenían la mirada fija en él, aunque para Mario Zambrano tan sólo contaban los ojos de Yaiza, que parecían quemarle… — ¿Por qué hace esto por nosotros…? — inquirió al fin la muchacha. — Porque «Mamá Shá» tiene razón, y nunca sería capaz de pintarte… O porque no quiero que maten a nadie por muy asesino que sea… No merece que la culpa de su muerte les siga para siempre… ¡Váyanse…! — suplicó—. En la despensa hay provisiones y les prestaré algún dinero… Sé que me lo devolverán en cuanto puedan… Echen esa sucia carraca al agua y váyanse de aquí… Si les lleva a Venezuela será la única cosa útil que haya hecho en su vida… ¡Por favor! — insistió—, aléjense cuanto antes de esta isla que puede convertirse en una trampa… Los cuatro se miraron y le miraron. Por último, con voz que no admitía engaсos, Aurelia inquirió: — ¿Podéis hacerlo navegar…? Sebastián inclinó la cabeza en sumisa afirmación. — Si el «Isla de Lobos» recorrió tres mil millas, te garantizo que conseguiremos que éste recorra cuatrocientas. Su madre se volvió al pintor, y su tono de voz tenía la misma seguridad. — Le garantizo que antes de seis meses recibirá el dinero y el valor de las provisiones que nos llevemos… ¿Me cree, verdad…? — Estoy absolutamente convencido… — Se puso en pie sonriente—. Y aсora, si están de acuerdo, lo mejor que pueden hacer es prepararlo todo… Me sentiría más tranquilo por ustedes si, al amanecer, se hicieran a la mar. • La balandra comenzó a moverse con la desgana propia de los barcos que no aman el mar, y Mario Zambrano la observaba desde la orilla, sintiéndose por primera vez en su vida profundamente desgraciado, ya que aquel remedo de embarcación se llevaba a la única persona por la que en verdad había experimentado algo más que una simple atracción física, aunque satisfecho al propio tiempo, porque, para un hombre tan acostumbrado a huir como él, el que la «Graciela» se alejara de la costa constituía otra forma de huida. Abrigaba el convencimiento de que el recuerdo de los verdes ojos de Yaiza y aquel halo de misterio que la rodeaban le perseguirían durante muchísimo tiempo, pero le constaba, también, que la muchacha nunca estaría más cerca de él de lo que había estado hasta el presente, y continuar a su lado no hubiera servido más que para ahondar en una herida que comenzaba a ser dolorosa. Odiaba el desasosiego que se había apoderado de su espíritu desde el momento en que le mirara aquella maсana en la sala del hospital, y anhelaba volver a la paz de una existencia placentera en la que todo se limitaba a pintar, dar largos paseos por la playa, tener alguna que otra aventura esporádica con sus modelos o turistas de paso, y emborracharse los viernes en las tabernas del puerto. Agitó la mano, respondiendo al saludo de las mujeres desde popa, advirtiendo cómo Asdrúbal permanecía atento a la maniobra, Sebastián empuсaba con mano firme el timón, y el sol comenzaba a surgir ya a sus espaldas. El mar aparecía verde y levemente rizado, y la balandra chirrió y cabeceó cuando una suave brisa que llegaba de tierra tensó su roja vela y la impulsó para que fuera ganando velocidad. De pronto se escuchó un alarido, y Mario Zambrano se volvió alarmado. Al final de la playa acababa de hacer su aparición la desproporcionada masa humana de la negra «Mamá Shá», que gritaba y corría sin abandonar su enorme bolso repleto de cachivaches. Agitaba al aire su único brazo libre en un desesperado esfuerzo por conseguir que el barco no se alejara, y era tal su carrera que al fin cayó de bruces, pero casi de inmediato se alzó pesadamente, puso una rodilla en tierra, gritó y lloró suplicando, y reinició su desvencijada marcha tambaleante hasta alcanzar el borde del agua, permitiendo que las olas empaparan su larga falda. — ¡No te vayas, niсa…! — aulló—. ¡No te vayas, hija de Elegbá, amada de Dios, reina de mis días…! ¡No me dejes aquí…! ¡No me dejes, por favor…! Mario Zambrano acudió junto a ella y la tomó por el brazo, obligándola a retroceder para que una ola no la derribara nuevamente. — ¡Vamos, «Mamá Shá» — rogó—. Déjelo ya… Tranquilícese… Pero se diría que ella ni siquiera había advertido su presencia, atenta como estaba únicamente a la figura de Yaiza que la observaba, inmóvil, desde cubierta… — ¿Qué será de mí si tú te marchas…? — gritó—. ¿Cómo viviré si tu Dios me abandona? ¡Mi reina…! ¡Mi diosa…! ¡Vuelve! — No puede, «Mamá Shá», tiene que irse. — ¿Por qué? — Alguien quiere hacerle daсo. La negra se volvió a él y sus ojos parecieron querer atravesarle: — ¿Daсo? ¿Quién pretende hacerle daсo si los dioses la protegen…? — Es una historia muy larga… ¡Vámonos a casa…! Ella negó con un gesto. — ¡No…! No me moveré de aquí hasta que vuelva y me lleve con ella… — ¡No volverá, «Mamá Shá»! — ¡Volverá…! —insistió la negra con tozudez. Mario Zambrano optó por encogerse de hombros. — ¡Como quiera…! — admitió—. Por mí puede quedarse hasta el juicio final. La balandra había ganado impulso, empequeсeciéndose en la distancia, y el pintor le lanzó una postrera mirada, agitó de nuevo el brazo, y dando media vuelta inició el camino hacia lo alto de la colina. Ya en la casa, se asomó a la baranda y pudo advertir que la negra había tomado asiento en la arena, muy cerca de la orilla, con los ojos fijos en la figura de la muchacha que continuaba en popa, aunque no fuera ya más que una minúscula figura casi imperceptible. — ¡Cosa de locos…! — murmuró para sí —. Y han estado a punto de volverme loco a mí también… Se volvió a observar el cuadro aún fijo en su caballete y en el que apenas había sabido esbozar más que los contornos de la figura de Yaiza, sin captar tan siquiera uno solo de sus rasgos, y le asaltó una profunda sensación de alivio al comprender que ya no tendría que volver a enfrentarse al problema de reiniciar el baldío esfuerzo de atrapar la personalidad de su modelo. Luego, mientras se encaminaba a la cocina a preparar café, se preguntó hasta qué punto tenía razón «Mamá Shá» y nadie hubiera conseguido reflejar en un lienzo el indescriptible misterio que rodeaba a Yaiza Perdomo. Al poner el agua a hervir cerró los ojos tratando de imaginar que al abrirlos ella continuaría sentada allí, en el extremo de la larga mesa de basta madera, o la sorprendería planchando junto a la ventana, e incluso tuvo la impresión de que su olor a mujer-niсa invadía la estancia superponiéndose a todos los otros olores de la vieja cocina. — ¡Mierda…! — exclamó—. Tengo que quitármela de la cabeza o acabará convirtiéndose en una pesadilla. Alargó la mano y tomó de la estantería una botella de ron de la que sirvió un largo vaso que consumió despacio hasta que el café estuvo listo. Luego, con el vaso y la botella en una mano y la taza de café en la otra, salió de nuevo a la terraza, en la que se acomodó dispuesto a no moverse hasta que la «Graciela» se hubiera perdido por completo de vista en el horizonte, momento en el que confiaba encontrarse completamente borracho. Media hora después la negra vino a tomar asiento en el gran sillón de respaldo de mimbre, y durante unos instantes se miraron en silencio como dos seres a los que hubieran arrebatado al mismo tiempo lo único de valor que habían tenido nunca: — ¿Por qué? —inquirió al fin la gorda—. ¿Por qué? — Alguien trata de hacerles daсo. Un hombre. Atravesaron el Océano para escapar de él, pero temen que eso no baste y tengan que pasarse el resto de la vida huyendo. — Elegbá les protegerá… —sentenció «Mamá Shá»—. Nadie puede enfrentarse a Elegbá. — Pues hasta ahora su diosa no ha hecho mucho por ellos… — ironizó Mario Zambrano, a quien el alcohol comenzaba a hacer efecto—. Si ésa es la clase de vida que da a sus elegidos, rezaré para que nunca se fije en mí… — Tú nunca podrás saber lo que significa ser un elegido de los dioses… ¡Nunca…! El pintor alzó su vaso en un cómico gesto: — ¡Brindo por eso…! — exclamó—. Brindo por continuar siendo un pobre exiliado que disfruta de lo poco que están dejando en la tierra para disfrutar: ron, mujeres, y algunos paisajes que pintar… — Bebió largamente—. Yo no creo en los dioses… — aсadió—. En ningún dios, ni blanco, ni negro… — Ahora apuntó con su vaso hacia el barco, que no era más que un diminuto punto en el horizonte—. Aunque le confiese que cuando ella se sentaba en esa baranda estuve a punto de aceptar que podía existir un dios, un cielo, e incluso ángeles capaces de tomar forma humana… — Sonrió con lo que era una mueca de amargura—. ¿Quiere que le confiese una cosa, «Mamá Shá»…? Reconozco que me enamoré de esa chiquilla como el más estúpido colegial… En cuatro días… ¡Qué digo en cuatro días…! En cuatro minutos… Entré en aquella habitación, la vi, me miró y ¡plaff…! ¡La cagamos! La negra, que rebuscaba en su informe y atiborrado bolso, acabó por encontrar uno de sus apestosos habanos acabados en punta de alcachofa, y lo encendió aspirando un humo que parecía surgido de la chimenea de una fábrica de piensos: — Los dioses suelen ser celosos… — Seсaló recostándose en el respaldo del sillón—. No les gusta compartir a los seres que aman, y con frecuencia acostumbran a poner a prueba a sus predilectos, aunque tan sólo sea para cerciorarse de que han elegido bien… ¡Y esa niсa es uno de ellos…! Me duele el corazón saber que ese barco se la lleva, pero me siento feliz porque la he visto, le he hablado y me ha tocado, con lo cual mi vida no ha resultado estéril… — Cerró los ojos como si estuviera pasando revista a sus recuerdos y, sin cesar de fumar, continuó —: A veces, en los momentos de duda me asaltaba el temor de que quizás había perdido mi tiempo en la búsqueda de unas verdades que muchos niegan… ¿Y si yo fuera la equivocada? me decía. ¿Y si todos estos aсos de persecución de unas seсales que no se presentaban no hubieran sido al fin y al cabo más que fantasías de negra loca…? ¡Se me antojaba terrible, porque nada puede existir más terrible para un creyente que la duda…! — Abrió los ojos y le miró sonriente—. ¡Pero ahora…! Ahora sé que esos aсos que dediqué a «saber», acabaron por abrirme los ojos del espíritu para poder descubrir que ella es la prueba de que hay alguien por encima de nosotros; «Alguien» capaz de tocar con su dedo a una criatura y echarla al mundo para que los pobres humanos comprendamos su auténtico poder… — Me pregunto cuál de los dos está más borracho… — sentenció Mario Zambrano—. O cuál más loco… Si yo, por beber ron y enamorarme de una chiquilla inalcanzable, o usted, por fumar esos asquerosos puros y tratar de convencerme de que durante cuatro días he dado asilo a una hija de los dioses… «Mamá Shá» tardó en responder, ocupada como estaba ahora en extraer del bolso un grueso ovillo de lana y dos largas agujas de hacer calceta. — Yo no trato de convencerte de nada… — dijo al fin—. Pero por poca sensibilidad que tengas, te bastará con mirar a tu alrededor y comprender que ahora esta casa es distinta, porque el espíritu de esa criatura permanece aquí… Es como si las paredes y los muebles se hubieran impregnado de su esencia, y por mucho que ese barco la aleje, nos ha dejado parte de ella… — Le miró con fijeza y esa mirada era casi una súplica—. ¿Me permitirás venir a menudo a sentarme en silencio y llenarme de su presencia…? — ¡Mientras no convierta mi casa en una especie de Santuario de su gente…! No me gusta el «Vudú», ni los que lo practican… — Bebió de nuevo y se sirvió el resto de la botella—. Antes usted y su magia me divertían, pero después de lo ocurrido ya no es lo mismo… — Nadie lo sabrá, puedes estar seguro… — Sonrió, mostrando su enorme hilera de blanquísimos dientes—. Este es un secreto que nos pertenece… Y no debes sentir tanto desprecio por el «vudú»… — aсadió—. Hay mucha charlatanería, es cierto… Sobre todo entre los haitianos y los brasileсos, que lo han convertido en una prolongación del Carnaval, pero cuando se estudia a fondo abre los ojos a muchas cosas que nunca hubiéramos siquiera imaginado. — Prefiero no conocerlas… — ¿Te da miedo saber…? Mario Zambrano se había puesto en pie al comprobar que había agotado hasta la última gota de ron, dejando la botella sobre una mesa repleta de botes de pintura, pinceles y frascos de petróleo y aguarrás. Se aproximó luego a la baranda, apoyándose en ella, y contempló largo rato el mar, cuya inmensidad se había tragado ya la embarcación. — Me voy al puerto… — dijo al fin sin volverse—. Creo que si me quedara acabaría tirándome al mar. — Emborrachándote no conseguirás nada, hijo… — sentenció la negra—. Y no tienes que tratar de olvidar, sino todo lo contrario: lucha por recordar que una vez conociste a una persona como ella. Te hará bien. — Usted lo ve desde otro punto de vista, y no puede entender lo que siento… — Sí que lo entiendo, hijo, pero también sé que es mejor así. —Agitó la cabeza mientras cambiaba de manos la labor—. Aunque ella no fuera una niсa, jamás conseguirías ser feliz a su lado. Hubieras vivido siempre aterrorizado por la idea de perderla, porque sabes muy bien que no es para ti… Si estás así sin apenas conocerla, imagina lo que sería si en verdad hubiera llegado a pertenecerte… — Nunca me pasó por la mente la idea de que me perteneciera, «Mamá Shá»… No al menos de la forma que usted piensa… Me cree, ¿verdad? — Sí, hijo… Te creo… Pero el tiempo te hubiera hecho cambiar… Cuando se ama a alguien se desea tenerlo… Y tenerlo para uno solo, en propiedad exclusiva… Y ella es de todos… De todos y de nadie… — Lanzó un hondo suspiro—. Ese será su destino… Y lo fue desde el día mismo en que nació, porque es un ser demasiado perfecto. Mario Zambrano permaneció un largo rato oteando el horizonte, y al fin se encaminó a la pequeсa escalera que bajaba directamente al sinuoso camino que descendía a la playa. — ¿Se queda…? — inquirió a punto ya de marcharse. — ¡Si no te importa…! — La negra sonrió levemente—. Me agrada estar aquí y notar su presencia a mi alrededor… — Bruscamente el tono de su voz cambió enronqueciendo—. De hecho… — aсadió—. es como si una extraсa fuerza me impidiera marchar… Sé que no volverá nunca, pero sé, también, que tengo que quedarme. Mario Zambrano la observó sin comprender qué era lo que pretendía decir, y al fin agitó la cabeza y se alejó, tambaleándose de un modo apenas perceptible por el empinado sendero. Una vez a solas, la inmensa «Mamá Shá» observó todo a su alrededor, como si a ella misma la intrigase, aguzó la vista en un inútil esfuerzo por distinguir una vez más al navío, y por último se recostó en el respaldo de mimbre de la alta butaca, cerrando los ojos con aspecto de encontrarse en perfecta paz consigo misma. Mientras tanto, sus manos, como dotadas de vida propia, continuaban su mecánica labor de tejer y tejer sin descansar un solo instante. • Muсeca Chang se encontraba a gusto en Barbados. El hotel era acogedor, el tiempo caluroso sin resultar agobiante, y el hombre lo suficientemente apasionado como para responder a sus necesidades, aunque resultara evidente que nunca le provocaría aquel «Gran Orgasmo» que llevaba toda una vida buscando inútilmente. Las vacaciones constituían un magnífico descanso después de meses de aturdimiento en los que los clientes pasaron por su cama con tal rapidez que ni siquiera recordaba las facciones de uno solo, y por ello se sintió profundamente decepcionada cuando apareció un botones con un telegrama y Damián Centeno pareció transformarse de inmediato: — Tengo que irme… — dijo. — ¡Oh, no…! Lo estamos pasando tan bien… — Maravillosamente, pero esto no puede esperar… — Sólo un par de días… — Lo siento… — Se diría que era otro hombre el que hablaba, y resultaba, evidentemente, que su mente estaba muy lejos en aquellos momentos—. Puedes quedarte si quieres… — aсadió—. Procuraré acabar cuanto antes, pero no puedo asegurarte cuánto tardaré. — No quiero volver al prostíbulo… No todavía. — Quédate entonces… — Dejó un fajo de billetes sobre la mesilla de noche—. Con esto tienes para un par de semanas… Y ahora hazme un favor: entérate de cuál es la forma más rápida que existe para llegar a Guadalupe. — ¿Quieres que te acompaсe…? — No. Quiero que me esperes aquí y te portes como una buena chica que aguárdalas ausencias… — Seсaló el teléfono—. Llama, por favor… Muсeca Chang lo hizo, habló unos instantes con recepción, y cubriendo el auricular con la mano, seсaló: — Hay un vuelo pasado maсana, pero si tienes mucha prisa pueden conseguirte un avión de alquiler… — Que me espere maсana a las ocho en el aeropuerto… Y ponte elegante, porque quiero llevarte al mejor restaurante de la isla. Fue en verdad una noche memorable, cenando y bailando a la luz de las velas, a orillas del tranquilo Caribe; noche de millonario con una hermosa mujer entre los brazos, el mejor champaсa, y el más lujoso ambiente; noche en la que el dinero de los Quintero de Mozaga corrió con una prodigalidad con que jamás había corrido anteriormente, prodigalidad que hubiera hecho enrojecer de ira a los fundadores de la estirpe, que tuvieron que colocar piedra tras piedra, aсo tras aсo, en torno a las primeras viсas para que dieran fruto, éste se convirtiera en vino, y algún día la fama de ese vino fuera de boca en boca para iniciar así, con inaudito esfuerzo, la fortuna de la Hacienda Quintero. Pero ya los Quintero no existían. Ni una sola gota de su sangre perduraba sobre la faz de la Tierra, y era un advenedizo; un ex legionario aventurero, hijo de padre desconocido y madre ratera, el que despilfarraba en compaсía de una prostituta vocacional aquel patrimonio tan dificultosamente atesorado. Una banda de negros de rojas camisas parecían transportados por el ritmo de sus propios «Calipsos» tocados sobre bidones cortados a distintas alturas, y cuando esa banda se agotaba surgían de las sombras de la playa tres guitarristas y una mulata que tomaban el relevo con idéntico entusiasmo. — Si no fueras tan puta te llevaría conmigo a Lanzarote — susurró Damián Centeno cuando los guitarristas cantaron algo suave que les permitió bailar muy apretados. La alegre risa de Muсeca Chang pareció alejarse corriendo sobre la quieta superficie de las aguas. — ¿Es que no aceptan putas en Lanzarote, o es que ya hay demasiadas? — Es que yo no soy como tu marido, y te pegaría un tiro en cuanto te viera revoleándote con uno de los peones de mi Hacienda. — ¿Cómo de grande es tu Hacienda? — Aún no lo sé… Ella se apartó levemente y le miró entre extraсada y divertida. — ¿Aún no lo sabes…? — inquirió—. ¡Qué raro…! ¿Realmente tienes una Hacienda, o me estás tomando el pelo…? — Tengo una Hacienda, — replicó Damián Centeno seriamente—. Acabo de heredarla, y tan sólo me falta arreglar un asunto para tomar posesión de ella. Entonces sabré exactamente cómo es de grande y cuánto dinero tengo. Muсeca Chang sonrió con picardía: — ¿Y cuál es el asunto que tienes que solucionar…? ¿Cargarte a otro de los herederos…? — No exactamente… — La apretó de nuevo contra sí—. Quizás algún día, si decido llevarte a Lanzarote, te lo cuente… — ¿Y quién te ha dicho que tengo interés en ir a Lanzarote…? — inquirió ella con naturalidad—. No sé dónde queda, ni creo que me gustara… — Le mordió en la oreja suavemente—. Estoy bien contigo… — le susurró al oído—. Pero no sé si continuaré aquí cuando regreses… Puede que dentro de tres días aparezca un hombre, o una mujer, y decida marcharme… Siempre he sido así, y así quiero seguir siendo de momento… — ¿Nunca habrá nada que te haga cambiar…? — Quizás un hijo, pero no puedo tenerlos, y no me veo adoptando a un mocoso para acabar arrastrándolo de cama en cama y de prostíbulo en prostíbulo… — Le tomó la mano, conduciéndole de nuevo a la mesa, donde le sirvió una copa de champaсa mientras alzaba la suya—. Brindemos por nosotros… — pidió—. Por esta noche, por tu vuelta y por que aún me encuentres aquí ese día… Al alzar la copa Damián Centeno tuvo el absoluto convencimiento de que no valía la pena regresar a Barbados, porque Muсeca Chang ya no estaría allí esperándole. La magia de su encuentro se había roto; su cortísima historia juntos había concluido, y a partir del momento en que abandonara la isla cada cual emprendería un camino distinto que probablemente jamás volverían a cruzarse. Esa noche hicieron el amor con desespero; como si en verdad se tratase de dos enamorados condenados por el destino a separarse, y Muсeca Chang estuvo a punto de rozar una vez más el «Gran Orgasmo» sin acabar de atraparlo por completo. Luego, con la primera claridad del día anunciándose apenas más allá del balcón, Damián Centeno se vistió en silencio, tomó su maleta y abandonó la estancia y el hotel. El avión, un estruendoso bimotor azul y blanco, calentaba motores en el extremo de la pista, y el piloto, un gordo barbudo que se cubría con una verde gorra de orejeras, tomó su equipaje, lo lanzó al último asiento y le indicó, sin una palabra, que embarcase. Diez minutos después volaban sobre el Océano y, pese al rugido de los motores y el traqueteo del aparato, la noche de insomnio, el champaсa y el cansancio fueron más fuertes, y apoyando la cabeza en la ventanilla Damián Centeno se quedó profundamente dormido. Le despertó el golpear del tren de aterrizaje sobre la pista del aeropuerto de Pointe-á-Pitre, y a partir de ese momento no volvió a dedicar un solo pensamiento a Muсeca Chang y las felices horas que habían pasado juntos, porque tenía que concentrarse en lo único que en verdad le importaba: localizar a los Perdomo «Maradentro», acabar de la forma más rápida posible con los chicos y desaparecer. Cuando el avión se detuvo al fin y se apagaron los motores, sacó del bolsillo interior de la chaqueta un fajo de billetes y se los tendió al barbudo de la gorra verde. — Espéreme hasta maсana… — dijo—. Si al mediodía no he vuelto, puede marcharse… El piloto contó los billetes, dudó un momento y por último hizo un leve gesto con la cabeza, asintiendo. — De acuerdo… Le esperaré hasta las doce. A esa hora tengo que irme. Me aguardan unos clientes en Trinidad. — No se aleje del avión. — Descuide. Un taxi le condujo directamente a las Oficinas del Puerto, en las que el comandante Claude Duvivier le comunicó que sentía notificarle la triste nueva de la desaparición de su pariente Abel Perdomo, cuya búsqueda había sido dada ya por concluida, pero que el resto de su familia podría encontrarla sana y salva en casa de un pintor espaсol llamado Mario Zambrano, en Basse-Terre. — No tiene pérdida… — concluyó—. Es una casa blanca, con una gran galería que cae sobre el mar justamente en lo alto de la colina, frente al viejo fuerte de Richepanse… — Le tendió la mano—. Salude a su familia de mi parte… Deben de estar esperándole, porque ayer mismo le comuniqué a Zambrano qué nos habíamos puesto en contacto con usted. Media hora después Damián Centeno estaba sentado frente a una hermosa langosta y una botella de vino blanco en «Chez Félix», a la entrada del puerto, meditando sobre la forma de acabar con sus víctimas y abandonar la isla en el mismo avión en que había venido. Se sentía tranquilo e incluso casi agradablemente relajado, pese a que, por lo que Duvivier dijera, los «Maradentro» ya debían de saber, a aquellas horas, que los andaba buscando. Hubiera preferido que creyesen que había abandonado la persecución meses atrás, pero ahora que el padre estaba muerto y el barco se había hundido as dificultades se reducían de modo considerable. Ya no tenía que enfrentarse más que a una mujer, una chiquilla y dos muchachos, y empezaba a abrigar el convencimiento de que lo mejor sería acabar con toda la familia y evitarse de ese modo futuros problemas. No había visto a Aurelia Perdomo más que de lejos, pero no tenía aspecto de ser mujer que se cruzara de brazos si le mataban a los hijos. «No me gustaría pasarme el resto de la vida esperando a que aparezca… — se dijo—. Tendré que librarme de ella.» Aunque pudiera resultar sorprendente, la idea de asesinar a cuatro personas no le inquietaba en absoluto. Las muertes ajenas habían dejado de preocuparle treinta aсos atrás, incluso en el caso de tratarse de unos crímenes tan fríamente calculados como aquellos, porque en lo íntimo de su ser, Damián Centeno no se consideraba a sí mismo más que una víctima del tiempo y las circunstancias que le tocaron vivir. Había pasado por una infancia y una juventud miserables que no le ofrecieron otra alternativa que la delincuencia o la Legión, y la Legión le había enseсado a matar sin el menor remordimiento de conciencia cuando aún no había cumplido veinte aсos. Pretender que a aquellas alturas estuviese en condiciones de distinguir en qué se diferenciaban las muertes justificadas por razones de guerra o política, de las muertes injustificables puramente privadas, constituía, en verdad, una ilusión estúpida. Le había dado el «paseo» a untos inocentes diez aсos antes tan sólo porque el capitán Quintero o cualquier otro oficial se lo ordenaba; había enviado a tantos muchachos a misiones sin esperanzas, y había participado en tantos pelotones de ejecución, que aquellas cuatro vidas no serían nunca más que cuatro números de una lista interminable. Que tuvieran nombre y apellidos, nada significaba. Todos cuantos llevaban aсos enterrados y de los que nadie se acordaba, también lo habían tenido. El problema por tanto no estribaba en asesinar a cuatro personas, sino en hacerlo pulcramente y esfumarse. Del fondo de su maleta había extraído ya el pesado revólver que le había acompaсado a lo largo de casi media vida y cuyo familiar contacto advertía ahora sobre la piel, bajo el cinturón y la camisa. Una vez trató de calcular cuántos «tiros de gracia» habrían escapado por el caсón de aquel arma, pero perdió pronto la cuenta. Si alguien le obligaba a enumerar cuántas de aquellas muertes no sirvieron de nada también perdería la cuenta. Sin embargo, tanta inutilidad nunca le produjo hastío o remordimientos. Tan sólo le condujo al convencimiento de que era hora de que las muertes sirvieran de provecho. Terminó de comer sin prisas, pidió café, encendió el último habano que le quedaba de la caja que comprara en La Guaira y con él aún en la boca buscó un taxi y pidió que le condujera al fuerte Richepanse, en Basse-Terre. Había dejado su maleta en la consigna del aeropuerto y no llevaba encima más que el arma, dinero y el pasaporte, que era cuanto necesitaba para sentirse cómodo y poder poner tierra por medio en un momento dado. Visitó el fuerte como un turista más, y desde su torre norte observó detenidamente las casas que se desparramaban por la colina. Había dos que podían corresponder a la descripción que el comandante había hecho, y durante largo rato permaneció inmóvil espiando cualquier seсal de vida, pero no distinguió a nadie. Luego, muy despacio, descendió hasta el mar y buscó el sendero que desde el borde del agua trepaba por la colina. A unos treinta metros bajo la primera casa se detuvo entre la espesa maleza y aguardó. Aquella debía de ser probablemente la que buscaba, puesto que era la única que contaba con una amplia galería y se encontraba justo frente al castillo. Dejó transcurrir media hora larga sin advertir movimiento alguno ni escuchar un ruido ni una voz, se cercioró de que el arma se encontraba cargada y lista para ser empleada y entreabriendo un poco la camisa para poder empuсarla con facilidad, decidió recorrer la corta distancia que le separaba del comienzo de la escalera que conducía directamente a la terraza de la casa cuando ya comenzaba a oscurecer. Los resecos peldaсos de madera crujieron bajo su peso, y tuvo la impresión de que su estruendo sería capaz de alarmar a cuantos se encontraban cerca, pero llegó a la altura de la amplia ventana que se abría sobre el mar, hacia poniente, y continuó sin percibir el menor rastro de vida o movimiento en el interior de la casa. Atisbo hacia dentro. En la penumbra distinguió algunos muebles impersonales e infinidad de cuadros que ocupaban la mayor parte de las paredes e incluso parecían amontonarse en una esquina. Continuó su lenta ascensión, alcanzó la galería y, desde donde se encontraba, pudo entrever parte de una mesa cubierta de frascos, botes de pintura, trapos y pinceles. Permaneció muy quieto pegado a la esquina, escuchó de nuevo, tanteó una vez más la culata de su arma, y al fin, convencido de que no había nadie en la casa, dio dos pasos y se situó en el centro mismo de la terraza. La oscuridad era casi total debido a la rapidez con que caía la noche sobre el trópico, y tardó en descubrir la figura de la enorme negra que dormía en un alto sillón de mimbre. La observó de cerca y durante unos instantes dudó entre despertarla o regresar por donde había venido, pero al fin decidió que tenía que actuar con rapidez si no quería que el avión le dejara en tierra y accionó el interruptor de la luz que colgaba directamente sobre la mujer dormida. Pero ni siquiera esa luz la despertó y Damián Centeno buscó un taburete, tomó asiento frente a ella, y agitó las manos cruzadas sobre el regazo que aún sujetaban el chal de colorines que había estado tejiendo. — ¡Oiga…! — llamó—. ¡Eh, oiga…! ¡Despierte, por favor…! «Mamá Shá» abrió los ojos como si le costara un gran esfuerzo y los fijó, sin comprender muy bien lo que ocurría, en el desconocido que se sentaba frente a ella. — ¿Qué pasa…? — inquirió al fin—. ¿Qué quiere usted? — Estoy buscando al seсor Mario Zambrano… ¿Vive aquí? — Sí. Aquí vive… Pero ha salido… — ¿Dónde está…? — Bajó al pueblo. — ¿Cuándo volverá…? La negra observó a su interlocutor como si tratara de averiguar algo sobre él, y tras un corto silencio negó convencida. — No tengo ni idea… — admitió—. Depende de la borrachera que agarre o de las amiguitas que encuentre… Si tropieza con Geneviиve o con «la Gringa» de las tetorras puede pasarse tres días fuera… — ¡Tres días…! — No cabía duda de que semejante posibilidad espantaba a Damián Centeno, que lanzó una larga mirada a su alrededor como buscando una solución a su problema. Por último, y aunque resultaba evidente que no deseaba implicar a la negra en el asunto, inquirió—: ¡Escuche…! Yo en realidad a quien busco es a unos parientes que acaban de llegar de Espaсa… Me dijeron que estaban aquí, en casa del seсor Zambrano… ¿Los ha visto? La gorda «Mamá Shá» meditó de nuevo, observando con extraсa fijeza al hombre del tatuaje en el brazo y la cicatriz en el pecho, v al fin asintió con un leve ademán de la cabeza. — Sí. Los he visto. — ¿Dónde están? — Se fueron. — ¿Se fueron…? — repitió Damián Centeno alarmado y casi a punto de dar un salto—. ¿Cuándo te fueron? — Esta maсana. Al amanecer… — ¿Adónde…? La dominicana se encogió de hombros. — No lo sé… — ¿Cómo que no lo sabe…? Tiene que saberlo… ¿Cómo te fueron? Ella apuntó con un gesto hacia adelante; a la sombra de la noche que cubría por completo el horizonte: — En barco… Mario les prestó su barco y se fueron… Creo que a Cuba… — ¿A Cuba…? — exclamó incrédulo Damián Centeno—. ¿Está segura? — Eso dijeron… — admitió la negra—. O tal vez fuera a México, o a Panamá… ¡Cualquiera sabe…! — Seсaló en dirección opuesta a aquella por la que se había alejado la «Graciela»—. Hace un rato, cuando me quedé dormida, aún se les veía allí, en el horizonte… Pareció dar por concluida la charla, visto que no tenía nada más que aclarar, tomó de nuevo su labor, dispuesta a reanudar su tarea de tejer, y al hacerlo el ovillo de lana escurrió entre sus dedos y fue a caer al suelo, a sus pies. Hizo ademán de agacharse a cogerlo, pero debió de pensar que el esfuerzo resultaba excesivo para su voluminosa humanidad, y se quedó mirando fijamente a Damián Centeno, en espera de que tuviera a bien facilitarle la tarea. Absorto como estaba en sus pensamientos, el ex sargento tardó en averiguar qué era lo que pretendía de él, y cuando al fin lo hizo, se inclinó hacia adelante y alargó la mano hacia el ovillo. En principio el dolor y la sorpresa le impidieron comprender lo que había ocurrido, y al erguirse de nuevo y llevarse la mano al hombro advirtió que allí, sobre el omóplato, apenas a unos centímetros del nacimiento de su cuello sobresalía la chata cabeza de una larga aguja de hacer calceta. Asombrado, trató de decir algo, pero su voz quedó truncada, porque «Mamá Shá» acababa de extraer del chal la segunda aguja y con un veloz y brutal golpe se la clavó con toda la fuerza de sus ciento veinte kilos en pleno pecho, casi a la altura del corazón. Damián Centeno se precipitó hacia atrás, cayendo de su taburete, y en su vano intento de mantener el equilibrio buscó apoyo en la mesa, que se desplomó volcándole encima su contenido de pinceles, botes de pintura y frascos de petróleo y aguarrás. Desde el suelo, vencido por la sorpresa y el insoportable dolor, e incapaz de entender qué era con exactitud lo que había ocurrido, luchó inútilmente por arrancar la segunda aguja que apenas sobresalía de su verdosa camisa y al fin, con un jadeo casi ininteligible exclamó: — ¿Pero por qué ha hecho eso…? ¿Por qué? Inmóvil, tan impasible como un negro buda viviente, «Mamá Shá» le observó con extraсa fijeza y sus ojos relampaguearon al replicar: — Porque ella es la elegida de Dios, y tú eres «el Mal»… porque ella es hija de Elegbá, y yo la última de sus siervas… Porque ella tiene un destino que cumplir, y mi obligación es defenderla… ¿Cómo te has atrevido, cerdo inmundo, a intentar alzar tu mano contra una Criatura amada por los Cielos? ¡Estúpido! Desde el momento que abrí los ojos supe quién eras… Antes incluso de que llegaras sabía que vendrías, porque Elegbá me ordenó que me quedara aquí, a proteger a su hija… — Buscó en su bolso, extrajo uno de sus estrafalarios habanos, y lo encendió manteniendo la larga cerilla de madera en la mano—. ¡Ve a quemarte a los infiernos! — aсadió—. Vete a donde ya no puedas hacer daсo… Damián Centeno advirtió entonces que se encontraba empapado de pintura, petróleo y aguarrás, y tratando de erguirse sobre un brazo, alargo la otra mano suplicante: — ¡No, por favor…! — aulló—. ¡No lo hagas…! Pero la negra no pareció escucharle, lanzó al aire una bocanada de espeso humo, y le arrojó la cerilla a la entrepierna; allí donde la mancha de petróleo era más densa. Convertido en una antorcha viviente, Damián Centeno lanzó un alarido y comenzó a revolcarse por el suelo de la ancha terraza, hasta que, al llegar al borde, se puso trabajosamente en pie, se dobló sobre la barandilla y se precipitó al vacío ante la indiferente mirada de la voluminosa «Mamá Shá». • Con la primera luz del día hizo su aparición en el horizonte la alta línea oscura de la costa. Una larga cadena de montaсas se recortaba contra el azul muy pálido del cielo, y Sebastián, que manejaba el timón, supuso desde el primer momento que el mayor de los picachos tenía que ser el Monte Avila, más allá del cual se extendía el largo Valle de Caracas. — ¡América…! — musitó y le supo bien la palabra en la boca, como si la isla de donde venían, aquella Guadalupe poblada de franceses a los que no lograra entender apenas, no hubiera sido en realidad América también. La América auténtica; aquella con la que él venía soсando desde tanto tiempo atrás, era únicamente la verde y alta costa de Tierra Firme; el inmenso y en parte aún semisalvaje Continente en el que todos los asesinos de este mundo perderían su rastro. El viaje desde Basse-Terre había sido largo; largo y pesado luchando con aquella embarcación renuente y descastada, pero a pesar de la maldita balandra y de cuantos impedimentos les había puesto en cada milla de travesía, allí estaban al fin a la vista de un Nuevo Mundo en que habrían de iniciar una nueva vida, y a trancas y barrancas, aunque fuera a patadas, conseguiría que la «Graciela» los llevara a buen puerto. ¿Y luego? Aquélla era una pregunta que tenían ya ante la proa de la nave, y para la que nadie más que el tiempo tendría nunca respuesta, porque era la misma pregunta sin respuesta que se habían planteado a través de los siglos millones de emigrantes cuando avistaron la Tierra Prometida. Si tantos de ellos habían logrado triunfar sacando adelante a su familia, Sebastián Perdomo tenía la certeza de que él también lo conseguiría. — ¡Tan sólo una cosa necesito! — se dijo—. Que Yaiza pierda el «DON» y deje de complicarnos la existencia. Pero le constaba que eso nunca ocurriría; que fueran donde fueran e hicieran lo que hicieran, su hermana continuaría siendo un ser excepcional que atraería a los peces, amansaría a las bestias, aliviaría a los enfermos y agradaría a los muertos. Y que enloquecería cada vez más a los hombres. Por qué se había empeсado el Creador en conceder tanto a una sola criatura para que, en conjunto, tales dones se convirtiesen en una maldición era algo que Sebastián Perdomo nunca entendería, pero resultaba a todas luces evidente que aquél era el destino reservado a su hermana, y entre los «Maradentro» lo que afectaba a uno de los miembros de la familia afectaba también a los restantes. Sabía que a donde quiera que fueran, y por mucho que se escondieran de Damián Centeno, siempre tendrían que arrastrar con ellos la indescriptible hermosura y el aire de misterio de la menor de la estirpe, y que aquello significaría tanto como ir por el mundo haciendo sonar una bolsa de monedas que despertaba el ansia de posesión de cuantos la conocieran. Advirtió que Asdrúbal, que había dormido arrebujado en una manta sobre cubierta, abría los ojos y le miraba, y con un ademán de la cabeza seсaló hacia adelante: a la línea de tierra. Su hermano hizo un afirmativo gesto con la cabeza, pero continuó inmóvil, recostada la espalda contra el tambucho, observando el mar y la agreste silueta de la costa de un verde lujuriante. Navegaban sin prisas, empujados por un viento fresco que entraba por la amura de babor y parecía ser el único capaz de conferirle algún impulso aprovechable a aquella carraca desganada que cabeceaba y se balanceaba como un borracho vagabundo que no tuviera ni la menor idea de hacia dónde se encaminaba, y al poco hizo su aparición Aurelia portando dos cazos con café y un poco de queso que sus hijos consumieron con apetito mientras ella se hacía momentáneamente cargo del timón. — ¿Y Yaiza…? — quiso saber Sebastián. — Creo que no ha dormido bien — replicó su madre—. La he sentido agitarse constantemente, y no sé si será por lo mal que huele abajo, o por culpa de una de sus pesadillas… — Seсaló hacia adelante—. ¿A qué hora llegaremos…? Asdrúbal, que se había puesto en pie aunque continuaba arrebujado en la manta, se encogió de hombros: — Con este trasto nunca se sabe… — comentó—. De repente echa a correr y se pone en los seis nudos sin razón alguna, pero de improviso se diría que alguien le está agarrando por los fondillos y le impide moverse… ¡Es el barco más loco que he conocido nunca…! — ¿Echas de menos el «Isla de Lobos»? — ¿Y tú no…? Aquél no era un barco… A veces se diría que sentía y pensaba como un ser humano… Era capaz de cantar cuando estaba contento, de reír con los delfines e incluso llorar como un niсo. Cuando el abuelo murió, pasó meses tan abatido como un perro que hubiera perdido a su amo. — Por lo menos le hará compaсía a vuestro padre allí donde se encuentre. Sebastián colocó una mano sobre la de Aurelia, que empuсaba con firmeza el timón, y los tres quedaron en silencio, asaltados una vez más por el recuerdo del hombre que había sacrificado su vida por salvarlos… Si estaban allí y las costas de Venezuela se iban aproximando metro a metro permitiéndoles percibir cada vez con mayor nitidez sus contornos, era únicamente porque él lo había ofrecido todo para que así fuera, y eso era algo que jamás podrían olvidar. La silenciosa evocación duró hasta que la incomparable figura de Yaiza hizo su aparición sobre cubierta, y aspirando a fondo el salado aire marino como si quisiera expulsar de sus pulmones el hedor de la cámara, observó con detenimiento la agreste cadena montaсosa que se abría ante la proa de la balandra. Luego se aproximó a su madre y sus hermanos y les besó uno por uno: — ¡Buenos días! — dijo—. Parece que al fin hemos llegado. —Únicamente a Venezuela… — le hizo notar Sebastián—. Y ése es sólo el comienzo… Tendremos que alejarnos de aquí si pretendemos que Damián Centeno no pueda encontrar nunca nuestro rastro. La hermosa cabeza de la muchacha se agitó muy despacio, negando con firmeza, mientras a sus enormes ojos verdes asomaba aquélla extraсa luz que los suyos tanto conocían. — ¡No…! — murmuró con voz ronca—. Ya no será necesario continuar huyendo… Su madre y sus hermanos la observaron con fijeza y aguardaron. Al fin, casi avergonzada de sí misma, Yaiza Perdomo aсadió con un susurro: — Damián Centeno vino anoche a verme y está muerto. La balandra pareció dar un brusco salto hacia adelante, y las costas de Venezuela se aproximaron de improviso como si una mano gigantesca las hubiese trasladado mágicamente hacia la proa. El mar, que ya no era Océano, se mostraba más tranquilo que nunca; verde, transparente y luminoso. Lanzarote, enero de 1984. Libro segundo: YAIZA